El geronticidio*1tranquilo.
Etnografía del COVID-19 en
Montreal, Canadá (marzo-agosto 2020)

Pierre Beaucage

Universidad de Montreal, Canadá

correo electrónico: pierre.beaucage@umontreal.ca

Recibido el 15 de julio de 2020; aceptado el 17 de agosto de 2020

Resumen: La pandemia actual constituye lo que Marcel Mauss llamaba un “fenómeno social total” con dimensiones médicas, políticas, económicas y simbólicas. Este último aspecto es el que nos interesa aquí. Hacemos una descripción etnográfica de la producción y del uso social de representaciones de la enfermedad en la ciudad de Montreal entre marzo y agosto del 2020. Considero que esas representaciones pertenecen a dos discursos. El primero, que llamo “cientista-populista” que fue el discurso dominante en Quebec durante ese periodo y fundó las prácticas del gobierno provincial, responsable de la salud pública. Es “cientista” porque evoca a la ciencia constantemente y afirma apoyarse en ella; sin embargo, no supo evaluar de forma científica el conjunto de factores implicados en la pandemia. El resultado fue la mayor tasa de contagio de Canadá, el sufrimiento y la muerte desproporcionada de ancianos, particularmente en las residencias para mayores. Ese discurso fue aceptado porque está construido conforme a la tradición del populismo nacionalista que caracterizó a varios gobiernos quebequenses durante el siglo xx. El otro discurso, que aquí denominamos “economicista-darwinista” es el que domina entre varios sectores de la élite económica canadiense y en otros países. Considera que la pandemia tiene que seguir su curso “natural” y que es preferible no perjudicar la actividad económica con el confinamiento. Este discurso no tuvo una posición dominante en Quebec durante el periodo considerado, pero se esta reforzando

 

últimamente (“movimiento anti-cubrebocas”), frente a la poca efectividad de las políticas actuales del gobierno en materia de salud pública.

Palabras clave: COVID-19, geronticidio, cientismo, populismo, etnografía, Quebec.

The Quiet Senilicide. Ethnography of the COVID-19 in Montreal, Quebec (March-August 2020)

Absrtact: The COVID-19 pandemia constitutes what Marcel Mauss called a “total social phenomenon”, with medical, political, economic and symbolic aspects. This paper is an ethnography of the production of representations of the disease and their social uses in Montreal between march and august 2020. I consider that these representations belong to two discourses. The first one, which I call ‘scientism-populism’, has been dominant in Quebec during this period and was the basis of the policies of the provincial Government, which is responsible for Public Health. “Scientism” since it constantly mentions science and claims its policies are based on it, although it was unable to develop a truly scientific approach which could take into account all relevant factors involved in the pandemia. The result of these mistakes was that Quebec had the highest rate of contagion in Canada. The price paid were the sufferings and the disproportionate death rate of elderly people, particularly those who lived in Elders’ Homes. Yet, this discourse was broadly accepted since its conforms with a tradition of nationalist populism which characterized many governments in Quebec during the twentieth century. The other discourse, a mix of economicism and neo-darwinism, dominates in various sectors of the economic elite in Canada and elsewhere. It considers that the pandemia has to follow its ‘natural’ course and that it is better not to harm the economy with confinement. It was not in a dominant position in Quebec during the period considered, but it has been gaining strength lately (as in the anti-mask movement) because government policies were seen as inefficient.

Key words: COVID-19, Montreal, Quebec, senilicide, scientism, populism.

Por ser amarga la verdad

hay que echarla de la boca.

Francisco de Quevedo

Años antes de iniciar mis estudios en antropología, captó mi imaginación una descripción vívida de una familia ‘esquimal’ (inuit) caminando por la tundra del norte de Canadá. Es verano, no hay nieve y no pueden contar con la ayuda de sus perros ni de sus trineos: todo lo llevan a cuestas y falta mucho antes de llegar al río donde se espera que suban los salmones. Un hombre mayor se queda atrás, se sienta: no puede más. Los demás siguen caminando sin inmutarse: saben que si lo esperan, morirán todos de hambre. Años después, mi profesor le puso nombre a esa costumbre, a la vez que nos daba una interpretación antropológica: “El geronticidio era una institución necesaria para ajustar la población inuit a los recursos del medio ambiente en tiempos de escasez. Ya no lo practican los inuit”.2

Introducción: dos construcciones del COVID-19

Hace años que se insiste, tanto en antropología como en las demás ciencias sociales, en la erosión de las identidades tradicionales, territoriales y etno-culturales, erosión ineluctable por la globalización del mundo contemporáneo. Esas serían remplazadas por nuevas identidades / comunidades, también globales, elaboradas con base en orientaciones y afinidades multiples y transversales. La mediación de los medios electrónicos y de las redes sociales harían surgir movimientos sociales de tipo nuevo. El movimiento Me too! que recorrió el planeta con la velocidad del relámpago, portador de nuevas definiciones de las identidades y relaciones de género, suele considerarse el ejemplo de esos nuevos fenómenos.

De repente surgió un hijo bastardo de la globalización, tan inesperado como inaceptable, cuya fisionomía, adornada de colores vivos, sería rapidamente tan familiar como la de Donald Trump: el coronavirus. Primero fue acogido con incredulidad : no podía ser que este bichejo ponga en jaque la enorme máquina tecno-económica, electrónica y política que define el rumbo del planeta. En noviembre 2019, frente a este nuevo ser que ensombrecía el reino incipiente y luminoso de Xi Jingping, las autoridades chinas mandaron a la policía para callar al médico que lo había descubierto (y que falleció de la enfermedad después). En diciembre-enero, la Organización Mundial de la Salud (oms), reconoció al niño y le puso nombre hasta fines de febrero de 2020: COVID-19 y Pandemia “para todo el pueblo”. Aún así hubo quienes dijeron: “Es una gripecita” (Bolsonaro) y “Quiero ver las iglesias llenas en Semana Santa” (Trump).

Precedido por sus imágenes, el virus ha había empezado a recorrer el mundo llevado en las alas de cien aerólíneas y cobrando sus primeras cuotas de víctimas mortales. Un vocabulario nuevo empezó a forjarse: “confinamiento”, “sobremortalidad”, zonas “calientes” y “frías” en los hospitales y “semáforos rojo, verde, amarillo” para ciudades, regiones y países. Si bien a todos alcanzó o parece que va a alcanzar, llama mi atención la diversidad de las reacciones a la pandemia de los Estados nacionales y la dialéctica que se estableció entre científicos y políticos en distintas sociedades. Examinando el recorrido del COVID-19 en los útimos cinco meses, se comprueba la objeción que el antropólogo francés Marc Auge oponía a la visión simplista, lineal y homogeneizadora de la globalización:

La diversidad del mundo se recompone a cada instante: es la paradoja del día. Hay que hablar de los mundos, y no del mundo, sabiendo que cada uno está en comunicación con los otros, que posee por lo menos imágenes de los otros, imágenes a veces truncadas, falsificadas, a veces reelaboradas por los que, recibiéndolas buscaron allí temas que les hablaban a ellos (Auge, 1994: 127).3

En las páginas que siguen intentaremos mostrar cómo las culturas nacionales siguen siendo importantes para comprender las reacciones frente a fenómenos globales como la pandemia. No solamente porque las correlaciones de fuerzas entre grupos de poder son distintas, sino porque la herencia cultural predispone a cada grupo nacional a actuar en cierta forma. La distinción entre “país” y “nación” es particularmente importante en el caso de Canadá, por ser un país plurinacional: coexisten una nación anglo-canadiense, numérica y económicamente dominante, con naciones minoritarias, entre ellas la nación quebequense (nation québécoise) mayoritaria en Québec, que nos interesará particularmente aquí.

Metodología

Las páginas que siguen, son una especie de diario de campo inverso, hecho por un antropólogo que regresa a la sociedad donde vive habitualmente y la encuentra a la vez familiar y cambiada por un pasajero recién llegado: el coronavirus. Yo estaba preparando un trabajo sobre cosmologías indígenas, pero me ví confrontado con una producción de imágenes y símbolos cuya interpretación se revelará igual de compleja.

La etnografía que yo practiqué durante toda mi vida, sobre todo en Honduras y en México, implicaba como postura fundamental establecer puentes entre mi propio marco cultural y el de otro grupo humano (garífuna, nahua) que yo quería conocer. Esta vez, me enfrenté con el problema inverso: cómo crear con mi propio grupo de pertenencia, el pueblo quebequense en un país plurinacional (Canadá), una distancia suficiente para escapar a un subjetivismo incontrolado, sobre todo durante un episodio tan rico en emociones como la pandemia de COVID-19. Lo intenté, juntando, comparando y sopesando puntos de vistas distintos. Los lectores dirán si lo logré.

10 de marzo en Montreal: en vísperas de la tormenta

En un correo electrónico, mi hijo Paul me había avisado que el coronavirus ya no era “una ola lejana” en una ciudad (aún) desconocida de China, cuando me fui para México en febrero: desde Wuhan, la tormenta había alcanzado el norte de Italia. ¿Cómo el bichito ese había dado ese brinco? Todavía no se aclaraba. El avión en el que yo viajaba de regreso estaba repleto de turistas canadienses que habían aprovechado la semana de vacaciones escolares intra-trimestrales (2-6 de marzo) para ir a “cortar el invierno” (couper l’hiver) en la Riviera Maya y otros paraísos tropicales. En el concurrido aeropuerto internacional de Montreal, se cruzaban los bronceados que regresaban de México o Florida con la palidez de los que se embarcaban para otros viajes “todo incluído”. Nada dejaba sospechar que pronto algo muy fuerte estaría pasando y que transformaría este mismo aeropuerto —y muchos sitios más— en un desierto.

Esa misma noche, en el telediario, ví a decenas de personas corriendo con sus carritos de compras en los pasillos de un supermercado. “¿Qué están buscando?” le pregunté a mi hijo. Me contestó: “¡Papel higiénico! Se dice que viene el coronavirus y a la gente le ha ocurrido que va a escasear”. A la mañana siguiente, pude constatar en el supermercado que los clientes habían vaciado no solamente las estanterías de papel higiénico, sino también las de la harina. Frente al silencio de los dos niveles de gobierno,4 corrían rumores apocalípticos en las redes sociales. Entrevistaron a una psicóloga para explicar el frenesí por el papel higiénico: “Frente a una amenaza difusa, uno busca preservar la integridad corporal, que hoy día es indisociable de la higiene personal. Tener una reserva de papel higiénico da seguridad”. Para entender lo de la harina, interviene otro factor. Montreal es una ciudad muy cosmopolita y en mi barrio viven miles de inmigrantes griegos e italianos y sus descendientes. Entre ellos, el miedo frente a lo desconocido hizo revivir un reflejo nacido en los hambres de la Segunda Guerra Mundial y la escasez de la postguerra: “¡Primero el pan!”.

Si los hijos de inmigrantes europeos sobrereaccionaron, mi vecinos judíos, ultraortodoxos de obediencia hasídica,5 no se lo tomaron en serio en un principio: We are in the hands of God! (“¡Estamos en las manos de Dios!”) me dijo una vecina a manera de saludo el día después de mi llegada. “Pero ¡tenemos que cuidarnos!” le contesté. “Sí, sí, nos cuidamos… pero de todas maneras estamos en las manos de Dios”, insistió. Cientos de judíos hasídicos de Montreal acababan de regresaban de festejar Purim, la Fiesta de las Máscaras, con sus familiares de Nueva York, precisamente en el primer epicentro de COVID-19 en Estados Unidos. Como forman una minoría muy visible en Montréal, no por el color de la piel sino por su atuendo, empezaron a ser objeto de comentarios racistas en la calle, igual como lo eran los asiáticos en la Costa Pacífica: “¡Ustedes traen la enfermedad! ¡Quédense en sus casas!”.

No es la primera vez que Montreal se enfrenta con una pandemia. Las ciudades de Quebec y Montreal, por ser puertos de entrada de los cientos de miles de inmigrantes que llegaron en barco a Canadá en los siglos xix y xx, sufrieron también el azote de repetidos choques microbianos mortíferos: el cólera, en 1832; el tifus, en 1848; la viruela, en 1885; y, por supuesto, la mal llamada gripe española, en 1919. Esas pandemias han dejado poco recuerdo en la memoria colectiva quebequense6 y se han estudiado poco, en comparación con otros acontecimientos sociales y políticos. Como decía el filósofo francés Ernest Renan: “Una nación es un grupo que se acuerda de las mismas cosas y que se olvida de las mismas cosas”.

En marzo, las pantallas de televisión empezaron a transmitir imágenes de Wuhan, “ciudad muerta” con sus 11 millones de habitantes en cuarentena. Era el principio de cientos de imágenes chocantes: como los hospitales desbordados y el personal agotado de Italia, los entierros multitudinarios de Brasil y el éxodo de cientos de miles de habitantes de Nueva Delhi regresando a pie a sus provincias de origen. Al mismo tiempo, abajo de la pantalla, corrían interminables estadísticas sobre contagios, hospitalizaciones y difunciones, por país, por región.... ¡para marear a cualquiera!

Se elaboraron simultáneamente dos grandes discursos sobre la COVID-19, que los periódicos y los medios electrónicos difundieron masivamente: los llamaremos economicista-darwinista y cientista-populista.7

El discurso economicista-darwinista

La ideología neoliberal que domina en la mayoría de los países del mundo desde los años ochenta, considera los fenómenos sociales desde una perspectiva economicista. Entre sus postulados básicos, están la capacidad de actores libres, en un mercado libre, de arreglarlo todo y el carácter generalmente negativo de la intervención estatal que debe ser reducida a unas funciones mínimas, como mantener el orden público. Desde un principio, tanto en Canadá como en otros países, los medios de comunicación de derecha, las Cámaras de Comercio y una amplia franja del sector privado pusieron los gobiernos en guardia contra la reducción de la actividad económica, insistiendo sobre los costos “espantosos” del confinamiento, tal como China y otros países lo habían adoptado para frenar al pandemia. Como base filósofica e ideológica, este bando enarboló la bandera de la “libertad”. La pandemia tenía que seguir su curso normal y no había que intervenir para limitar el contagio: sería mejor exponer a toda la población al virus para producir una auto-inmunización comunitaria que la protegería de subsecuentes olas de la misma enfermedad. En una perspectiva auténticamente darwinista, se admitió sotto voce que la catástrofe eliminaría a miles de gente, pero sería a los más débiles: los ancianos, los enfermos, mientras que los más fuertes desarrollarían anticuerpos y sobrevivirían.8

Este discurso fue dominante en Suecia, Brasil y Reino Unido. Sin embargo, donde ocupó más el espacio público fue en Estados Unidos. Allí no solamente lo defendían el poder ejecutivo y los actores arriba mencionados, sino también un vasto sector religioso integrista que ve en la pandemia una expresión de la voluntad divina.9 En el campo de los símbolos, el rechazo al cubreboca se convirtió en su consigna. Durante la primavera, Donald Trump y sus colaboradores continuaron organizando eventos políticos sin exigir el cubrebocas entre los asistentes; en ocasiones, manifestantes pro-Trump increparon a periodistas que lo llevaban. Se entiende mejor esta fijación si se considera que, de las diversas medidas profilácticas propuestas por la salud pública, el uso del cubrebocas es la más conspicua, mucho más que lavarse las manos, toser en el codo o mantener la sana distancia. Pero sobre todo, la cara es una síntesis de la individualidad, tanto por sus rasgos como por sus expresiones. Querer “imponer la máscara” (o sea, usar cubreboca) se interpretó como una voluntad de amordazar el individuo y su libertad, por parte de “esos radicales, anarquistas de extrema izquierda” a los que el presidente no deja de acusar.

En Estados Unidos, la guerra de ideas pronto bajó a las calles donde se volvió una batalla campal entre dos bandos. En varios estados que aplicaba el confinamiento, mientras que los partidarios de Trump —muy gritones, algunos armados y apoyados por los tweets de su líder— organizaban manifestaciones exigiendo su liberación. Del otro lado, estaban las organizaciones étnicas, los ecologistas, muchos jóvenes, varios intelectuales: los que apoyaron a Obama y a Sanders.10

El choque con la realidad

El discurso economicista-darwinista fue el primero en desmoronarse. Si bien es cierto que las economías sufrieron una enorme contracción por el confinamiento, la “auto-inmunización” nunca llegó en los países que no impusieron medidas profilácticas tempranas. Tanto en Suecia como en Estados Unidos, la cifra de contagios siguió disparándose a medida que aumentaban las pruebas y sus ciudadanos fueron declarados personae non gratae en los países vecinos. Unos estudios hematológicos mostraron que después de 28 días, quedaban muy pocos anticuerpos en la sangre de los afectados, lo que les hacía susceptibles de una nueva infección en una “segunda ola”. Cuando se enfermaron Boris Johnson, Jair Bolsonaro y varios familiares y colaboradores cercanos de Trump tuvieron que aceptar medidas profilácticas como el distanciamiento y el cubreboca. A medida que se derrumbaba su modelo, empezaron a poner sus esperanzas en un remedio-milagro o una vacuna. El primero se anunció ya más de una vez a bombo y platillo: Donald Trump afirmó que no se enfermaría porque tomaba hidrocloroquina, hasta que los estudios clínicos mostraron que ese compuesto no tenía efecto. Tampoco se comportaba el COVID-19 como los otros virus, el de la gripe por ejemplo, que decae con la llegada de temperaturas más altas en el hemisferio norte. Se mostraba que por el contrario, el nuevo coronavirus se adaptaba igual a la primavera canadiense que al invierno argentino.

El COVID-19 en la política canadiense

En Canadá, la oposición entre los dos discursos no se manifestó de forma tan antagónica como en el país vecino del sur. Los gobiernos provinciales reaccionaron antes que el ejecutivo federal, cuyas primeras intervenciones fueron tardías y contradictorias. Se esperó días antes de cerrar las fronteras al turismo y planear la cuarentena de los recién llegados. En cuanto a la repatriación de ciudadanos canadienses desde China, dió la impresión de improvisación.

Luego, en abril, cuando el cierre de empresas echó a la calle a millones de trabajadores, el gobierno de Trudeau adoptó una política keynesiana e inyectó miles de millones de dólares para sostener el funcionamiento de empresas y la demanda de particulares. La Prestación Canadiense de Emergencia (PCU) entregó directamente, por cuatro meses, una generosa ayuda económica semanal a los desocupados. No dudó en enemistarse a la patronal que declaró: “Ya nadie va a querer trabajar”.11 Al mismo tiempo, las empresas recibían subsidios millonarios para compensar los efectos de la crisis.

El país tiene una derecha bien arraigada, cuya expresión política principal es el partido conservador. Con Stephen Harper, este partido controló el gobierno federal entre 2006 y 2015. Su filosofía y su política económica consistieron en la aplicación directa de los principios del neoliberalismo: menos gasto público, menos servicios, menos impuestos para empresarios y más apoyos para el sector privado, en particular para el sector extractivista dominante en el oeste del país, donde los conservadores tienen su principal base electoral. Intentó, sin lograrlo, restablecer la pena de muerte y prohibir del aborto.12 Sin embargo, la derecha canadiense nunca fue tan extrema como en Estados Unidos. Una larga tradición de reformas sociales, sobre todo después de la Segunda Guerra Mundial, la obliga a mantener un “perfil bajo”. Cuando la derecha ganó las elecciones, se presentó como quien iba a “poner orden en las finanzas” frente a los déficits excesivos —y a la corrupción— de los liberales. Pero se olvidó de los programas sociales y propuso un “déficit cero” con base en fuertes recortes en servicios públicos, como le pasó a Harper en 2015, perdió las elecciones.

El actual primer ministro liberal de Canadá, Justin Trudeau, obtuvo la victoria electoral hace cinco años oponiéndose precisamente a la política de recortes del presupuesto social de los conservadores y a su dogma del presupuesto equilibrado: no dudó en financiar la reactivación de la economía con un déficit público moderado. Como otros tantos gobiernos, el estallido de la crisis de la COVID-19, a principios de marzo, lo tomó por sorpresa. El primer ministro se encontraba realizando una gira en África, buscando apoyos para una candidatura de Canadá al Consejo de Seguridad de la Organización de las Naciones Unidas (onu) (que no consiguió). Tuvo que regresar a Canadá por una llamada de urgencia de sus ministros cuando inició la pandemia. Luego se declaró en auto-aislamiento porque su esposa había sido infectada durante un viaje a Europa. Cuando apareció en las pantallas, estaba solo, frente a su casa, reiterando que su gobierno iba a “continuar actuando” cuando se le reprochaba precisamente de no hacer nada. Quien lo vino a salvar en esa coyuntura, por lo menos en la parte anglófona de Canadá, fue su ministra de la salud, Patty Hadju, quien supo combinar una perspectiva cientista con un vocabulario sencillo, y un tono de respeto, de atención (care) a la gente. Su frase más célebre es su respuesta a un ciudadano que le preguntó: “¿Cuánto son dos metros?13 —Es igual de largo como un palo de hockey”.

Durante una semana, tanto las directivas que emitieron las autoridades federales como sus acciones fueron contradictorias. Tardaron días y días en imponer dos semanas de reclusión a los viajeros que entraban en el país. El ministro de exteriores, por una lado, urgía a los ciudadanos canadienses en el extranjero a regresar al país “mientras aún se puede” y por otro lado, dejaba entrar y salir turistas. Hasta la repatriación de los canadienses residentes en China, postergada varias veces, dió una impresión de improvisación.

Esas contradicciones ocurridas mientras que las provincias empezaban a actuar, no se podían atribuir solamente a una falta de liderazgo. De las conferencias de prensa diarias que daba el propio Justin Trudeau, sólo, frente a su domicilio, se transmitía una impresión de incertidumbre, fatal para la imagen de un jefe del ejecutivo en un periodo de crisis. Se puede sospechar que en las altas esferas se sopesaba la hipótesis economicista-darwinista, no-intervencionista, que tenía —y tiene aún— que commparten muchos partidarios entre los sectores económicos dominantes. También se sintió que el primer mandatario canadiense no quería contradecir frontalmente la posición del gobierno de Estados Unidos a seis meses de la elección presidencial. De ahí que durante un largo rato hiciera como que no pasaba nada.

Mientras tanto, la prensa impresa y electrónica difundía informaciones preocupantes: la pandemia ya se concentraba en las tres grandes ciudades canadienses, Toronto, Montreal y Vancouver, donde el número de infectados aumentaba rápidamente, y él de los muertos también.

El gobierno de Quebec y el discurso cientista-populista

Este discurso afirma fundarse sobre los datos irrefutables de la biología y de la epidemiología. Lo adoptó el primer ministro quebequense, François Legault, durante sus charlas televisivas diarias. Refiriéndose someramente a epidemias anteriores (el SARS de 2003, la gripe española de 1919), este discurso consideraba que la expansión de la pandemia era imparable y que su curso natural tomaría la forma de una “curva” con cuatro fases: crecimiento del número de infectados, cumbre, declive y desaparición después de unos cuantos meses. Sin embargo, a diferencia del discurso anterior, insistió en que el gobierno puede y debe proteger adecuadamente a la población con un conjunto de medidas. La meta era “aplanar la curva”, evitando un alza demasiado rápida del número de enfermos que rebasaría las capacidades de sistema hospitalario (como ocurrió en el norte de Italia). Su optimismo lo expresaba el eslogan Ça va bien aller! (“Las cosas van a ir bien”) y su emblema fue el arco iris.

Para “aplanar la curva” decretó el confinamiento, que parecía haber funcionado bien en Wuhan. Durante las semanas siguientes, su “estrategia” consistió más bien en anunciar una serie de medidas escalonadas cuyo calendario respondía tanto a fines profilácticos como a la necesidad de mantener la confianza de la población frente ante la explosión de casos. El confinamientno incluyó la prohibición de visitas a las residencias de ancianos y hospitales (14 de marzo), la distancia física, el cierre de las escuelas y de lugares públicos, incluso los lugares de culto14 (15 de marzo), la prohibición de reuniones de más de 50 personas (21 de marzo), restricciones a los viajes interregionales (27 de marzo), y el cierre de servicios y empresas, salvo las esenciale: tiendas de comestibles, farmacias y … tiendas del monopolio estatal de venta de licores (Société des alcools du Québec –SAQ) (5 de abril). Mientra tanto, la población veía con asombro el incremento del número de nuevos casos de contagio hasta llegar a 861 (6 de abril) y el de muertos llegar al 8% sobre el número de infectados. Imperturbable, el director de Salud Pública, Horacio Arruda, seguía instando a la población a respetar un distanciamiento social de dos metros y lavarse las manos. Extrañó a muchos, al desaconsejar el uso de mascarillas o cubrebocas, al decir que “crean un falso sentimiento de seguridad”. Reafirmaba que los hospitales estaban listos para acoger a los pacientes que necesitarían cuidados intensivos. Para hacer frente a las posibles urgencias, el 31 de marzo, un decreto ministerial permitió a las autoridades hospitalarias modificar unilateralmente las condiciones de trabajo del personal, en especial la jornada de trabajo, sin tomar en cuenta los convenios colectivos.

El gobierno quebequense reconocía las consecuencias económicas negativas que tendría el confinamiento: a pesar de las ayudas federales, la reducción drástica de la actividad productiva (-38%) y el aumento paralelo del gasto público, el confinamiento traería un incremento de la desocupación, del déficit público y de la deuda. A nivel político, la aplicación de las medidas de salud pública suponía una intervención masiva del Estado para la administración amplia de las pruebas, su diagnóstico rápido y el aislamiento de los contagiados. En forma complementaria, requería también aceptar una restricción considerable de la libertad de acción de los ciudadanos. Todo eso lo reconocían los voceros del gobierno, pero abogaban que la defensa de la salud y de la vida no tiene precio… y ¡no pensaban que iba a durar mucho! Así que el enfoque cientista-populista se acompañó de una reafirmación de valores humanistas, de los que se había hecho muy poca mención en el discurso político reciente: “cuidar”, “preocuparse” y “bien común”. Al enunciar con voz firme esos valores y esas políticas, el primer ministro Legault y de su director de salud pública experimentaron un alza considerable de su índice de popularidad. Además, este discurso se articulaba internacionalmente con las corrientes de ideas progresistas que favorecían la intervención estatal y privilegiaban los intereses colectivos sobre la libertad individual de acción.15

El gobierno social-demócrata de John Horgan, de Columbia Británica, en la Costa Pacífica de Canadá, adoptó la misma posición, aunque con medidas concretas diferentes, como veremos. Después de algunas dudas iniciales, el gobierno conservador de Doug Ford, en la provincia vecina de Ontario (la más numerosa del país) hizo lo mismo, causando una sorpresa entre sus electores. La misma orientación prevaleció en la mayor parte de los países de la Unión Europea.

El choque con la realidad

En Quebec, el optimismo oficial recibió un duro golpe después de unas semanas, cuando se reveló que no había material suficiente para hacer frente a la pandemia: ni respiradores, ni mascarillas, ni batas, ni guantes de latex. ¡Con razón no recomendaban el uso general de mascarillas o cubrebocas: no había ni para el personal médico! En 2003, después de la pandemía del SARS (Síndrome Respiratorio Agudo Severo, causado por otro coronavirus) una comisión oficial de investigación había subrayado algunas fallas importantes en cuanto al abasto de estos insumos básicos, tanto en Québec como en las otras provincias. Pero el informe de 250 páginas fue archivado, como otros tantos: el Ministerio de Salud solamente avisó a los hospitales de “tomar las medidas adecuadas” y éstos, que enfrentan un sub-financiamiento crónico,16 se limitaron a sus pedidos corrientes; los hicieron en la India, donde salen más baratos. Y en marzo 2020, el gobierno de la India, frente al mismo peligro, prohibió a las empresas exportar material de protección. En el mercado enternacional, empezó la batalla para echar mano al escaso material disponible.

En abril, observaron los quebequenses que el número de contagios y de muertes en la provincia se situaba entre los más altos de Canadá: con la cuarta parte de la población teníamos la mitad de contagios del país y de muertos. Esas estadísticas debieran haber incitado al gobierno a reconsiderar sus análisis y su estrategia. Desde un principio, el centro de la pandemia se situó en la zona metropolitana de Montreal: con dos de los ocho millones de quebequenses, esa ciudad tenía más de la mitad de contagios y de muertos. Sin embargo, se manejaba la crisis desde la capital provincial, Quebec,17 a 250 kilómetros de distancia. Eso pudo dificultar una visión suficientemente precisa de la situación, la cual era embellecida en los informes internos.18 Lo que hizo el gobierno provincial fue matizar su discurso: “En general, fuera de Montreal, las cosan van bien”.

Ese discurso cientista-populista estaba dirigido casi exclusivamente a la población de habla francesa, que forma las tres cuartas partes de la población de Quebec y es la base electoral del partido en el poder. La prensa francófona no criticó mucho, en un principio, la política de salud, misma que recibía la aprobación de la mayoría de sus lectores. La minoría anglo-quebequense era mucho menos permeable a ese discurso. En un sondeo publicado a principios de agosto, 72% de los anglófonos entrevistados declararon no sentirse protegidos contra el COVID-19. En el diario de lengua inglesa de mayor circulación, The Gazette, el responsable del sector salud, Aaron Derfel, se dedicó a averiguar las afirmaciones públicas del primer ministro sobre la pandemia: en diez ocasiones, encontró que eran falsedades y así lo publicó. Incluso entre los francófonos, la desconfianza subió al 50% (Bélair-Cirino, 21 de agosto de 2020) y el arco iris fue desapareciendo de las ventanas.

Negando que su estrategia pudiera estar equivocada, las autoridades explicaron la poca confianza del sector anglo-quebequense en sus políticas, culpando a los medios: “Sólo publican artículos negativos” y “Escuchan demasiado la tele estadounidense” dijo el primer ministro, sin desmentir una sola de las acusaciones. A los francófonos nos dijo que si no llegábamos nunca a la famosa cumbre, era por culpa de unos “recalcitrantes”, que no seguían las normas: unos “viejos” que salen a la calle en lugar de quedarse en casa, unos “asintomáticos” que no pasan la prueba. En otras palabras, la culpa la tenía la gente, no el gobierno. Los adultos mayores que se sentían bien, se ponían el cubreboca para ir a hacer compras y circulaban en bicicleta, en lugar de tomar los transportes colectivos —como el autor de estas líneas— pero para el gobierno ya eran los culpables de propagar el contagio, aunque fuera sin darse cuenta. Hasta que apareció la verdad.

Los ancianos y las residencias de la “edad de oro”

A fines de marzo, a la vez que los números seguían ascendiendo y que desaparecía el “foco amarillo” de los judíos hasídicos, se vislumbró un foco rojo: las casas de ancianos. Se sabía de antemano, por los casos italiano y español, que las personas de más de 70 años, particularmente los que tienen factores de co-morbilidad (diabetes, problemas cardíacos o respiratorios, entre otros) eran los más afectados. Ellos llenaron rápidamente las secciones reservadas en los hospitales de Europa. “En Quebec no habrá problema”, dijo el gobierno: “basta con prohibir las visitas”. Así se hizo, concentrando atención y recursos en los hospitales. Esta prohibición apuntaba a los familiares cercanos suponiendo que ellos serían los vectores de propagación. No se evaluaron otras posibles fuentes, ni se cuestionó el modelo de atención a los ancianos, particularmente los que están en pérdida de antonomía. A principios de abril, ya era evidente la propagación de la enfermedad en las residencias para mayores del Montreal metropolitano, tanto públicas como privadas: se extendía el contagio de la una a la otra como reguero de pólvora, tanto entre los inquilinos como entre los empleados.

¿Que pasó para que la prohibición de visitas, que debía ponerlos fuera de peligro, se revelara tan ineficiente? Es ahí cuando la opinión pública se enteró de la situación real de las casas de ancianos. En primer lugar, en Quebec, el 18% de los ancianos vive en residencias para mayores, lo que representa tres veces el promedio canadiense. Este fenómeno se amplió considerablemente durante las últimas décadas. Convergieron para ellos varios factores. En primer lugar, el aumento de la esperanza de vida, que alcanza 79 años para los hombres y 83 para la mujeres. No son pocos los casos de nonagenarios. Si todos los canadienses nos enorgullecimos de esta longevidad, porque se nos dice que es resultado de la mejora del nivel de vida y de los “triunfos de la medicina”, no nos llamó la atención que eso se tradujera en el aumento de la prevalencia de enfermedades propias de la edad avanzada, en particular, la enfermedad de Alzheimer. Recordemos que esta enfermedad degenerativa, que afecta más a las mujeres, daña la memoria hasta que la persona pierde literalmente contacto con el mundo real. Llega un momento en que ya no puede vivir sola o en que la pareja o los hijos consideran que no pueden cuidarla de forma adecuada y deciden colocarla en una residencia. En casi todas las casas de ancianos, hay un “piso de Alzheimer”, donde las puertas sólo se abren con tarjetas magnéticas, y donde los huéspedes tienen que ser objeto de una vigilancia constante y asistidos para realizar sus actividades cotidianas tan básicas como comer, vestirse, bañarse, etc.

La tranformación de la vida familiar durante las últimas cinco décadas, es otro factor importante. Hasta los años sesentas, la gran mayoría de las mujeres eran amas de casa. Dentro de sus muchas tareas invisibles, al par de cuidar a los niños atendían a los mayores que se quedaban en casa de uno u otro hijo. Hoy en día, la mayor parte de las mujeres trabaja fuera de casa y los hijos dejan generalmente dejan de vivir con sus padres antes de formar una pareja.

Sin embargo, este fenómeno es común a la mayor parte de los países desarrollados y no explica por qué en Quebec la proporción de los ancianos en residencias para mayores es el triple del promedio canadiense, que es del 6%. ¿Cuáles son las alternativas a la residencia para mayores? Dentro de las muchas reformas a los servicios públicos de las décadas de los sesenta y setenta, se creó para los mayores la “atención a domicilio” (maintien à domicile), para ayudar a las personas en pérdida de autonomía. Este tema ocupa siempre un lugar importante en el discurso de bienestar de los ministros de salud y de las flamantes “ministras para los mayores” (ministres des aînés). En la práctica, es otra cosa. Los políticos afirman ahora favorecer a los “ayudantes naturales, que son los más aptos para atender a los mayores”: en decir, otra vez las mujeres, ¡y gratis! Una anécdota permitirá entender la situación real. Una vecina septuagenaria encontró su movilidad reducida después de una operación, con el agravante de que vive sola en un segundo piso. Se informó con su médico de las condiciones para ser eligible a la atención a domicilio. Frente a la serie de justificantes
que habría que presentar (hemiplegia, incontinencia, Alzheimer, enfermedad de Krohn, entre otras) se exclamó: “Si tengo todo esto doctor, no pido atención a domicilio, sino ayuda médica para una muerte digna!”. La ayuda a domicilio es cada día más difícil de conseguir por los recortes particularmente drásticos efectuados en los presupuestos de salud por los gobiernos neoliberales al poder en Quebec después del 2000. Entonces es cuando se impuso con mayor fuerza
la solución de las residencias para mayores. ¿Cuál es la realidad de esas instituciones?

 

Residencias públicas y privadas

Hasta los años sesentas, la sociedad quebequense confiaba la atención de los ancianos a los que sus hijos no cuidaban a varias comunidades religiosas… de mujeres, por supuesto. Ellas aceptaban como pago la modesta pensión que el Estado canadiense daba a los ancianos: 65 dólares canadienses mensuales, en 1960. El Estado de bienestar, entonces floreciente, decidió incorporar a los ancianos a sus políticas. El Gobienro federal aumentó mucho la pensión a los mayores, hasta llegar a 500 dólares canadienses mensuales. Para reducir la escasez de viviendas decentes y asequibles, un organismo federal, la Sociedad Canadiense de Hipotecas y Vivienda (schl) financió la construccion de vivendas de alquiler módico (HLM), a las que varias familias de escasos recursos, en particular parejas de adultos mayores, tuvieron acceso. Al mismo tiempo, el gobierno de Quebec tomaba a su cargo las residencias para ancianos que habían sido de religiosas, modernizaba y ampliaba mucho la red, dotándola además de servicios médicos adecuados, hasta alcanzar 60 mil camas en 1980.

En 1992, estos servicios se bautizaron “Centros de acogida y de atención de larga duración” (CHSLD) y se dotaron de una estructura nueva a nivel provincial. Pero esos cambios administrativos no podían ocultar que las políticas hacia los mayores habían cambiado profundamente a raíz de la crisis financiera del 1982. A nivel federal se redujeron rápidamente las aportaciones, confiando en el sector privado sus funciones, para satisfacer a la “demanda solvente”. A nivel quebequense, se adoptó la misma orientación, reduciendo la oferta de camas del sector público, que sólo era de 38 438 en 2011. Al par, se incentivó mucho la construcción de residencias privadas y nació el lucrativo sector de la edad de oro: en 2019, había en Québec 1928 residencias privadas para ancianos (RPA), con más de 120 000 camas. Se operó una neta división de clase entre los mayores. Por una parte estaban los que solamente contaban con la pensión de vejez del gobierno federal (unos 600 dólares canadieneses al mes) y se iban a los CHSLD; por otra parte están los que disfrutan de un buen régimen de pensión privado (o de hijos bastante adinerados) y pueden pagar el mínimo de 3 000 dólares canadienses al mes que exigen las RPA en centros urbanos como Quebec y Montreal. Esa diferencia se reflejaba en la tasa de satisfacción relativa en ambos sectores: hace unos años, un sondeo revelaba que el porcentaje de mayores que se quejaban de una atención inadecuada era de 32.3% en los CHLD y solamente del 7.9% en el sector privado (Labrie, 2015). Eso era antes del COVID-19.

Cuando se supo de la pandemia y de la vulnerabilidad particular de los ancianos, en un primer momento los que tenían familiares en las residencias privadas se sintieron aliviados: ya no los podían visitar, pero estarían bien cuidados. ¡Cuál no fue la sorpresa cuando se reveló que la crisis afectaba a ambos sectores y era hasta más aguda en unas residencias de lujo cerca de Montreal! Unos periodistas empezaron a indagar sobre la causa y apareció lo que ni el Gobierno ni los medios la esperaban: el personal. En las residencias públicas, ya se sabía que años y años de recortes habían llevado a una contratación mínima de trabajadores, sobre todo de las trabajadoras que se dedican a la atención personal y cuidados a los huéspedes (préposées aux bénéficiaires), que recibían el salario mínimo. En las privadas, salió a la luz que se invertía mucho en las apariencias (jardines, cuartos más amplios, ventanales), pero el afán de lucro de los propietarios, igual hacía limitar al mínimo los costos de mano de obra. Como consecuencia, en todo el sector las que atendían directamente a los residentes eran trabajadoras y trabajadores mal pagados, sobre todo mujeres inmigrantes. Además, había una gran rotación de personal. Un factor crucial había escapado totalmente al gobierno en su “planeación de la respuesta a la pandemia para completar sus ingresos, muchas trabajadoras tenían que trabajar en más de una institución. Sin material adecuado de protección (lo poco que había estaba reservado a los hospitales), las empleadas se contagiaron del COVID-19 y lo propagaron rápidamente de una residencia a otra.19 Para no alarmar a los familiares y mantener su hasta entonces buena reputación, los directivos de varias residencias callaron lo más que podían la información del contagio, obligando a la vez a su personal a seguir trabajando sin protección.

Cuando una residencia se veía afectada por el COVID-19, muchas enfermeras y ayudantes se daban de baja, dejando a los ancianos bajo el cuidado de un personal totalmente insuficiente y siempre sin equipo adecuado. Los jefes, que ya tenía por el decreto ministerial toda libertad para modificar los horarios de trabajo, reaccionaron aumentando la carga de trabajo de quienes que quedaban, provocando más renuncias.20 A fines de abril, empezaron a salir por la tele testimonios espeluznantes de ex-empleadas acerca de ancianos minusválidos abandonados por días enteros sin comida adecuada y sin higiene.

 

Llegó el momento en que no se pudo disimular la explosión de contagios y de muertes entre los ancianos y —siempre sin llegar a Montreal—, el primer ministro hizo un llamado social-patriótico a voluntarios para ir a “cuidar a nuestros ancianos”. Una voluntaria dio testimonio de como al llegar a una residencia privada, se dio cuenta de que no había protección personal y que no se seguían las normas elementales de separación de sanos y enfermos. Al reportarlo, se le contestó: “No hay tiempo para eso. ¡Haz lo que se te pide!”. Se regresó a su casa. Otro voluntario, del Hospital Chino de Montreal, se fue de voluntario en un CHSLD en abril, trabajó sin protección, se contagió del COVID-19 y falleció a los 15 días.

A lo largo de la crisis, aparece la falta de adaptabilidad de la burocracia de la salud frente a una situación de emergencia. En junio, dos profesionales de salud pública, especializados en situaciones de emergencia (uno llegaba de Siria y otro de Bangladesh), dieron testimonios devastadores sobre sus experiencias de voluntariado. Comparando la situación de Bangladesh con la que vivió en el Instituto Universitario Geriátrico de Montreal, uno de ellos comentó, entre cinismo y desesperación:

En un gran hospital de Daca, me enfrenté con una epidemia de cólera. Le dije al director: Hay que aislar a los infectados y al personal que los cuida en zonas rojas, amarillas y verdes. Necesitamos construir separaciones de tela en las salas, los pasillos. Me contestó : Ve y compra. En 48 horas, teníamos el aislamiento completado y logramos parar el contagio. En el IUGM, me contestaron: No podemos hacer gastos sin permiso del Ministerio, en Quebec. A los nueve días todavía no llegaba el permiso y se empezó a generalizar el COVID-19.

Cobró una treintena de vidas en esa institución. Más del 80% de los 5 600 muertos del COVID-19 en Montreal entre marzo y junio fueron personas mayores de 70 años.

A pesar de la situación, el gobierno de François Legault intentó mantener la legitimidad de su estrategia: “Fuera de las casas de ancianos y de Montreal, la situación es buena”. Como que a parte de los enfermos todos estaban muy sanos ¿verdad? Cuando llegó la felicitaron de que no hubo colapso en los hospitales como en Piemonte o en Cataluña, se le hizo notar que en Quebec la mayor parte de los ancianos fallecieron antes de que los llevaran a las urgencias de los hospitales, encerrados en sus residencias!

 

El contagio comunitario : la dimensión etnicista y clasista

La historia no termina con los ancianos. De repente aparecieron dos nuevos brotes, ambos en barrios pobres de Montreal. Uno de ellos es Montréal-Nord, donde hay una concentración de inmigrantes haitianos. Allí regresaban a diario en autobús las ayudantes enfermeras; muchas pasaban a buscar a los hijos a la guardería o a la escuela, y luego iban hacer sus compras en las tiendas. Al contagio institucional se sumó el contagio comunitario. Por suerte, por ser más jóven la población, la tasa de hospitalización y de mortandad fue mucho más baja que en las residencias de mayores.

Soluciones de emergencia

Frente a una crisis agravada por sus propias decisiones equivocadas, el primer ministro quebequense empezó a improvisar soluciones. La primera, en abril, fue un llamado a los médicos (“que están de balde en los hospitales desde que se suspendieron las operaciones no urgentes”) a que fueran a reemplazar al personal que faltaba en las residencias para mayores. Pero los médicos ganan 300 dólares canadienses por hora y la mayor parte manifestó muy poco entusiasmo por hacer las tareas de ayudantes que ganan 15 dólares canadienes. Algunos fueron, sin embargo, por dedicación y no por el pago que les ofreció el gobierno. Las mútiples llamadas a los voluntarios dieron resultados mediocres. Muchos de los que fueron en marzo constataron la situación caótica y se retiraron, a veces contaminados del COVID-19, como vimos arriba. Otros, en abril y mayo, se quedaron en sus casa esperando llamadas que nunca llegaron. Visiblemente, ni el primer ministro ni el director de la salud eran capaces de mover la enorme máquina burocrática que debían dirigir, y que había sido fragilizada aún más por la reforma centralizadora efectuada bajo el anterior gobierno liberal.

Por fin, sin más recursos, los gobiernos de Quebec y Ontario decidieron a pedir al Gobierno federal canadiense que mandara el ejército para salvar la situación. Éste respondió, primero con personal médico y luego, frente a lo que vieron en las residencias, con cientos de soldados, hombres y mujeres. Durante más de un mes, los militares cumplieron sin quejarse las jornadas de 12 horas, siete días por semana. Venían con equipo de protección adecuado y establecieron una disciplina que impresionó a los presentes. El personal de la residencias, con el que colaboraron sin problema desde un principio, les festejó y agradeció espontáneamente cuando se fueron, su misión estaba cumplida. Sin embargo, el informe que hicieron a sus superiores y a los dos gobiernos, confirmó las peores intuiciones: la crisis del COVID-19 tuvo esa amplitud porque imperaba una situación anterior totalmente inaceptable en muchas residencias de ancianos. La contribucuón militar permitió a la Cruz Roja (a la que se acudió muy tarde) formar al personal para remplazarlos, esperando la entrada en funciones (prevista para septiembre, 2020) de los diez mil trabajadores que faltaban en el sector salud y que se están capacitando actualmente en Quebec.

Un nuevo discurso: la “meseta”, el desconfinamiento y las “burbujas”

En mayo, la realidad que se abría camino no cuadraba ya con la hermosa metáfora de la curva de infectados, que sube, llega a su cumbre y después baja hasta terminar en cero. Entre el 20 de marzo y el 13 de abril, el número de nuevos infectados diarios siguió aumentando sin parar, pasando de 100 hasta alcanzar un pico de 900. Un mes después, todavía era de 800 casos nuevos diarios.21 Y Quebec mantenía su triste campeonato: con la cuarta parte de la población de Canadá, teníamos la mitad de infectados y muertos. A fines de mayo, bajó a 400 nuevos casos diarios y en la segunda semana de junio, hasta un centenar de casos diarios. Se estabilizó allí. Para un número creciente de ciudadanos se hizo evidente que al discurso oficial cientista-populista le faltaba la dimensión “ciencia”: se había contado cualquier cosa para tranquilizar a la gente. En consecuencia, la popularidad de la pareja Legault-Arruda se erosionó hasta llegar al 50% de aprobación entre los francófonos, y a la mitad entre los anglófonos.

Fallando la ciencia quedaba el populismo. En junio, cuando el número de infectados se estabilizó en alrededor de cien casos, se dejó de hablar de declive-desaparición (la curva arco iris) para pasar a otra metáfora espacial: la “meseta” (le plateau). Se declaró que la situación sería satisfactoria si no se rebasaba este nivel. Y se pudo por fin anunciar lo que los sectores económicos reclamaban desde el principio: “el desconfinamiento”. Fue muy progresivo. El primero de junio se autorizó la reapertura de las actividades en provincia, donde empezaba la temporada alta del turismo: no hubo brotes. A partir de julio, se nos permitió a los montrealeses salir de viaje al resto de la provincia: fue un gran alivio para los citadinos porque experimentamos temperaturas de más de 30 grados a partir de junio, un fenómeno inédito. Ya estaba claro que al permanecer cerrada la frontera con Estados Unidos para todos los viajes no esenciales, los montrealeses íbamos a ser la clientela principal de los lugares de veraneo: ¡y así fue!

En Montreal mismo, se permitieron las reuniones privadas de hasta 10 personas “de tres hogares distintos”. Y se reabrieron los parques, las tiendas con salida propia a la calle, luego los servicios personales como las peluquerías, después los restaurantes. Se observó un ligero aumento de casos, que se consideró “aceptable”.

Cediendo a las presiones de los dueños, a principios de julio, se dejaron abrir los bares. A medida que regresaba su clientela, se multiplicaron los nuevos brotes en la zona metropolitana de Montreal: se pasó de 100 a 175 casos nuevos diarios, a mediados del mes. Como lo comentaba una empleada: “En los restaurantes, la gente viene, come y se va. En un bar, una les puebe hablar de sana distancia, pero después de un par de copas, empiezan a acercarse uno de otro”. También, la costumbre, sobre todo en verano, es ir de un establecimiento a otro hasta muy entrada la noche (faire la tournée des bars): así se explica la propagación. Al observar eso, el gobierno, a pesar de las protestas ruidosas de los dueños, fijó a la una de la mañana la hora de cierre. Además, recomendó a todos los que habían ido en un bar desde el primero de julio pasar una prueba: asustados, cientos de personas hicieron fila en los centros de pruebas y muchos dejaron de frecuentar los centros nocturnos. Con los bares casi desiertos, volvimos a la “meseta” de cien casos diarios.

Los nuevos casos eran mayormente gente joven (entre 20 y 40 años) y la tasa de mortalidad bajó bastante. Como estas cifras ya no asustan a nadie, se decidió continuar el desconfinamiento en agosto. Desde agosto se permiten reuniones de hasta 50 personas en lugares cerrados, es decir, asistencia al cine, teatro y conciertos, con público reducido y espaciado. Siguen prohibidos eventos deportivos y artísticos multitudinarios. Ahora, para reducir el impacto de una posible “segunda ola” de COVID-19 durante el otoño, se hizo obligatorio de llevar el cubreboca en todos los lugares cerrados, lo que antes era una simple “recomendacion”. Esta medida suscitó las primeras —y hasta la fecha, únicas— manifestaciones de unos cientos de anti-cubrebocas (anti-masques) en Quebec y Montreal; enarbolando la bandera nacional quebequense,22 iban gritando ¡Liberté! (¡Libertad!) igual como sus modelos estadounidenses.

Al acercarse septiembre, cientos de miles de padres empezaron a preguntarse: ¿qué va a pasar con el regreso a clases? Los niños están ansiosos de volver a ver a sus amigos, pero se temen nuevos focos de propagación; aunque pocos niños sufren de formas graves de COVID-19, pueden propagar el virus. El Ministerio
de Educación decretó la reapertura de la escuelas y, para ello, además de medidas de higiene, acudió al concepto de
burbuja (bulle): los alumnos de preescolar y primaria tendrían que formar grupos pequeños y relativamente cerrados, tanto en clase como en los recreos, para limitar el contagio. Primero se pensó en grupos de seis alumnos, lo que muchos maestros juzgaron inaplicable. Ahora se habla de “burbuja-clase” (Gervais, 2020). Siguen debatiendo grupos de padres y maestros sobre las posibilidades de aplicación de esas “burbujas” durante el semestre de otoño. Todo eso en un contexto de desigualdades sociales fuertes entre las instalaciones escolares. Eso fue el motivo de una manifestación, el 22 de agosto, de parte del colectivo Trabajadoras y Trabajadores Progresistas de la Educación (TTPE). Subrayaron como, en los barrios populares, los docentes y sus alumnos se encontrarán sin protección adecuada en escuelas vetustas y mal ventiladas. “Pero allí estaremos para recibir a nuestros alumnos, que nos necesitan” (Presse Canadienne, 24 de agosto de 2020).

En cuanto a los pueblos indígenas, la Asamblea de Primeras Naciones de Quebec-Labrador ha decidido aplicar concretamente su autonomía dejando a cada pueblo las decisiones sobre el calendario escolar 2020-2021, en función de las condiciones locales.

El manejo de la crisis en Quebec

Si consideramos el número diferencial de contagiados y muertos del COVID-19 en Quebec en comparación con los datos de las demás provincias de Canadá, podemos concluir que a nivel científico-médico, la gestión del gobierno quebequense fue de las peores. Las cifras globales encierran el número elevado de ancianos que tuvieron que pagar con su vida los errores iniciales y las acciones improvisadas e incoherentes que siguieron durante la primavera-verano 2020. Ya mencionamos como, confrontado con los mismos brotes iniciales en residencias de ancianos, el gobierno socialdemócrata de John Horgan en Columbia Brítánica prohibió de inmediato la movilidad de personal de un centro a otro, a la par de la prohibición de visitas. Así frenó eficazmente el contagio, mientras que el gobierno de Quebec quedaba hipnotizado con la “curva que había que aplanar”. Hasta la intervención del ejército canadiense en junio, las iniciativas para paliar a la falta de personal en las residencias de ancianos fueron un fracaso; y el decreto del 29 de marzo, que debía ayudar a resolver el problema, dando un poder discrecional a las administraciones hospitalarias, lo agravó, propiciando una ola de demisiones entre las enfermeras. Solamente durante el desconfinamiento, podemos observar una cadena de decisiones que parecen responder adecuadamente a la evolución de la situación.

Sin embargo, la política del gobierno de François Legault frente al COVID-19 todavía disfruta del apoyo de la mitad de los francófonos de Quebec. Proponemos aquí que, como construcción política y cultural de la COVID-19 como tal, fue exitosa23 porque adoptó un modelo político que tiene hondas raíces en Quebec.

Para entender ese modelo, haremos un breve esbozo histórico, haciendo hincapié en una característica recurrente de la vida política quebequense: un populismo distinto de lo que suele llamarse así en Norteamérica, y que se asocia a una derecha de tipo Reagan-Trump.

Unas pautas históricas

Un siglo y medio de colonizacion francesa en el valle del San Lorenzo terminó abruptamente con la victoria militar inglesa de 1760. A partir de 1774, por el Acuerdo de Quebec, Inglaterra, deseosa de poner una barrera a los estados insurgentes del sur, reconoció a los 65 mil Canadiens que poblaban el territorio el derecho de conservar su idioma y su sistema jurídico, y de practicar la religión católica. Durante los dos siglos que siguieron, la Iglesia católica llenó el vacío institucional y llegó a ser hegemónica en Quebec, controlando la educación, la salud y amplios sectores de la vida social. En 1850, la población francófona alcanzó el millón, concentrada en al cuenca del río San Lorenzo, mientras que los inmigrantes ingleses se instalaban mayormente al oeste. En 1867, el Reino Unido otorgó a su colonia norteameicana la independencia como una federación de provincias dotadas de una amplia autonomía interna; una de ellas, Quebec, agruparía la mayoría de los franco-canadienses (Canadiens français). Durante un siglo (1867-1960) se desarrolló en Quebec un nacionalismo que tuvo una dimensión religiosa, católica, a la vez que lingüística y cultural.24 A partir de la

llamada “Revolución tranquila” que empieza en el 1960, desaparece rápidamente la dimensión religiosa, a la vez que entre los
Québécois francófonos se precisa un objetivo político: la independencia.

El populismo quebequense

El populismo que caracterizó a varios gobiernos quebequenses25 del siglo xx tiene en común con su parientes latinoamericanos tres elementos: un líder carismático, con el que la gente se pueda y quiera identificar; un discurso que opone un nosotros (el pueblo, la nación, la gente humilde…) con un “ellos” (los ricos, los anglos…); un programa de cambios que traerán el bienestar socio-económico, el desarrollo cultural, la autonomía o la independencia. Además, las experiencias populistas que Quebec ha vivido y que permiten entender la respuesta actual al COVID-19 fueron todas marcadas con el sello del nacionalismo.

En 1936, una corrupción generalizada marcó el final del largo mandato de Louis-Alexandre Taschereau (1920-1936). Un avocado conservador de Trois-Rivières, Maurice Duplessis, logró combinar las referencias al nacionalismo religioso tradicional con un programa de reformas. Para el campo, su base electoral: crédito agrícola y electrificación. Para las familias: educación básica y secundaria vocacional generalizada de los jóvenes. Al clero, su gran aliado: la defensa de sus prerogativas históricas, en el campo educativo e ideológico. Esos eran —los nuestros—. A nivel retórico, el enemigo, —los otros—, lo constituían las “potencias de dinero”, los trusts, fuerzas oscuras que manejaban la finanza y causaban la crisis.26 A nivel político, eran los comunistas que infiltraban los sindicatos y los llevaban a huelgas insensatas que tenían que se reprimidas con firmeza. Mientras pregonaba la autonomía provincial, en su práctica política, Duplessis era sumamente favorable a los empresarios locales e internacionales a los que aseguraba un control sobre el movimiento obrero y un libre acceso a los recursos naturales. Él y su Union Nationale estuvieron en el poder —con una sola interrupción— entre 1936 y 1960. La poca protección de los trabajadores y el éxodo rural hacían de Quebec la cheap labor province a la que acudía el capital extranjero. Paradoja —sólo aparente— de este populismo de discurso, el período fue caracterizado por la expansión industrial y el crecimiento urbano.

Esta misma transformación social provocó la caída del régimen, después de un cuarto de siglo. En 1960 ganó el Partido Liberal con un programa de reformas modernizantes: democratización del sistema de educación, intervención estatal en la explotación de recursos naturales, reforma de las leyes de trabajo, acceso a la salud. Tanto el sistema educativo como el hospitalario fueron rescatados de las manos de los religiosos… con importantes compensaciones financieras. Fue el principio de le llamada “Revolución tranquila” (Révolution tranquille) de los años 1960, cuyo contenido marcó una ruptura neta con el nacionalismo conservador anterior. Se nacionalizó la hidro-electricidad, principal recurso energético de Quebec, formándose la paraestatal Hidro-Quebec. La nueva consigna era Maîtres chez nous (“dueños en nuestra casa”). Estas transformaciones recibieron un apoyo entusiasta de los trabajadores organizados y de un contingente importante de jóvenes nacidos en el baby boom de la posguerra.

Sin embargo, el primer ministro Jean Lesage gobernó con un estilo de “gran señor” (grand seigneur) incompatible con la figura del líder carismático quebequense y la derrota electoral llegó en 1966. De las mismas filas del PL y bajo la dirección de René Lévesque, se escindió el Parti québécois (PQ), declarando que solamente con la independencia política se podría alcanzar el pleno desarrollo de la nation québécoise, el nuevo “nosotros”. El enemigo ya era “el gobierno de Canada” que se oponía a la autodeterminación de Québec. Con su cara de clown triste, su lenguaje popular, su eterno cigarrillo, sus chistes, René Lévesque había acumulado su capital simbólico primero como vulgarizador político a la tele y después como secretario de Recursos Naturales en le gobierno liberal: fue el líder populista de nuevo cuño. El PQ llegó al poder en 1976 y durante un cuadrienio continuó las reformas laborales y administrativas iniciadas durante la década anterior. Sin embargo, en 1980, Lévesque perdió el referendum sobre la independencia de Quebec. Quince años después, bajo otro gobierno de PQ, hubo otra derrota referendaria sobre el mismo tema. No fue principalmente por la oposición de los anglo-quebequenses e inmigrantes y del capital financiero (“los otros”) como se quiso decir,27 sino porque una mayoría de francófonos de Quebec estimó que los riesgos (económicos, sobre todo) inherentes a una separación eran más altos que las ventajas políticas y culturales que se podían sacar.

Hoy, Quebec con 8.5 millones de habitantes representa el 22% de la población de Canadá. El gobierno provincial tiene su sede en la ciudad de Quebec pero la actividad económica y cultural se concentra en la zona metropolitana de Montreal, con más de dos millones de habitantes. La provincia es mayormente francófona (75%) y el francés es el idioma oficial. Sin embargo, Montreal es una ciudad cosmopolita donde la mitad de la población tiene una lengua materna diferente al francés: inglés, italiano, español, griego, árabe, yiddish, entre otros.

El partido actual de gobierno, la CAQ (Coalition Avenir Québec —“Coalición Futuro de Québec”), lo formaron tránsfugas de los otros dos partidos: el PL (Parti libéral) de centro-derecha, federalista, y el PQ (Parti québécois), que se define como nacionalista, independentista y reformista. Sin programa político muy definido, la CAQ llegó al poder hace dos años por el desencanto general frente a los otros dos partidos.

Su fundador, el actual primer ministro de Quebec, François Legault, ex-empresario en viajes, fue un miembro destacado del PQ. De su larga estancia en las filas nacionalistas sacó la lección que hay un estilo de gobierno y un discurso que funcionan bien en Quebec, históricamente: el nacionalismo populista. Después de la elección, se afianzó en el poder con una propuesta política diametralmente opuesta al nacionalismo católico de Duplessis, pregonando la laicidad del Estado. No apuntaba a los símbolos católicos, ya suficientemente restringidos por la Revolución tranquila, sino a un debate que tenía años sin resolverse: el velo de las mujeres musulmanas. Se prohibió por ley el uso de cualquier emblema religioso a los representantes del Estado, incluyendo funcionarias, personal de la salud y maestras del sector público. Los oponentes, en particular los miembros de las minorías religiosas, fueron relegados a la otredad de los que no se quieren integrar. Solucionar rápidamente este problema, donde se habían empantanado los dos gobiernos previos, dió al nuevo primer ministro un capital simbólico que estaba todavía intacto cuando estalló la crisis del COVID-19 (y que se desgastó parcialemente por sus errores durante los últimos meses).

Geronticidio, cientismo y populismo: reflexiones finales

El político necesita de la ciencia como el borracho
de un farol: para apoyarse, no para alumbrarse.

Thomas Merton

En el 1970, después de una década de la “Revolución tranquila”, ya no se escuchaban en Canadá los epitetos despectivos sobre Quebec como priest-ridden province (provincia manejada por los curas) y cheap labor province (provincia de la mano de obra barata). El Estado quebequense dejó su papel de gendarme del capital y adoptó una estrategia intervencionista en los campos económico y social.

Sin embargo, la cultura política de un pueblo no se cambia tan rápido. Del nacionalismo con tintes religiosos, antaño omnipresente, se mantuvo la idea que la nación necesita un dirigente fuera de lo común para guiarla a que cumpla su destino. Durante el siglo xx, este personaje ideal fue encarnado por líderes como Maurice Duplessis y René Lévesque. El actual gobierno de Quebec, después de afianzar su imagen encontrando una salida al conflicto sobre la laicidad, supo hábilmente retomar la imagen dual “ciencia-poder” utilizada por el primer ministro Lucien Bouchard —otro populista— durante la crisis de la lluvia helada de 1998. Pero las causas de aquella eran bien conocidas y duró a penas dos semanas. En el caso del COVID-19, había y hay lagunas enormes en el conocimiento científico del comportamiento del virus que está azotando hace más de cinco meses.28 El gobierno de Quebec llenó esas lagunas acudiendo a metáforas (“la curva”, “la meseta” y ahora “las burbujas“) apoyadas sobre referencias superficiales a pandemias anteriores (el SARS de 2003, la gripe española de 1919). El público asustado necesitaba seguridad y se la dió, mientras que la indecisión del gobierno federal de Justin Trudeau le traía sarcasmos. Los datos examinados confirman la paradoja de Marc Auge, citada al principio: la globalización no produce un mundo, sino una diversidad de mundos interconectados, cada uno con su visión de los demás.

El éxito inicial de Legault y Arruda en los sondeos les impidió cuestionar su modelo inicial, aún cuando se encendieron focos rojos en las residencias para ancianos de la gran región metropolitana de Montreal. El discurso cientista de las autoridades de Quebec contribuyó a bloquear durante semanas cruciales, un conocimiento científico más exacto del proceso y se les fue de las manos la dinámica real de la pandemia. El precio lo pagaron con su vida miles de ancianos.

Referencias

Anctil, Pierre y Ira Robinson

(2019) Les Juifs hassidiques de Montréal, Montreal, Presses de l’Université de Montréal.

Augé, Marc

(1994) Pour une anthropologie des mondes contemporains, Paris, Aubier.

Aubry, Jean-Pierre

(21 de agosto de 2020) “On savait ce qu’il fallait faire. La crise dans les CHSLD était prévisible. Pourquoi n’étions-nous pas prêts ?”, Le Devoir.

Bélair-Cirino, Marco

(21 de agosto de 2020) “Les médias américains minent la confiance des Québécois anglophones, dit Legault”, Le Devoir.

Gervais, Lisa Marie

(29 de agosto de 2020) “La bulle à l’école, un sujet efffervescent”, Le Devoir.

Institut National de Santé Publique du Québec (INSPQ)

(2020) Ligne du temps, COVID-19 au Québec. Consultado el 15 e agosto de 2020. Falta vínculo

Labrie, Marc

(2015) L’autre système de santé - Quatre domaines où le secteur privé répond aux besoins des patients, Montreal, Institut Économique de Montréal.

Nobel, Justin

(2015) Growing Old With the Inuit. https://nowheremag.com/2015/04/growing-old-with-the-inuit-3/, consultado el 4 de julio de 2020.

Presse Canadienne

(03 de agosto de 2020) COVID-19. Près du quart des Québécois adhéreraient à des théories du complot, consultado el 17 de agosto de 2020. Falta vínculo

Renan, Ernest

(1882) “Qu’est-ce qu’une nation”, Conférence prononcée à la Sorbonne, le 18 mars 1882, consultado el 31 de agosto de 2020. Falta vínculo.

 

1* No existe en español una palabra para designar el asesinato de ancianos. Las palabras geronticidio y senilicidio no están reconocidas por la academia de la lengua. Aquí lo utilizamos para significar las políticas publicas erróneas que llevaron a la muerte de ancianos.

2 Sobre el geronticidio inuit “entre las muertes violentas de ancianos en el pasado y las muertes adormecidas del presente”, véase Nobel, 2015.

3 Las traducciones del francés y del inglés son de Pierre Beaucage.

4 Canadá es un país federal bastante descentralizado. Las provincias se ocupan, por ejemplo de la educación, los recursos naturales y la salud. El gobierno federal de la seguridad interna, la defensa nacional, el comercio exterior, la inmigración y las relaciones internacionales.

5 El hasidismo nace como un movimiento de renovación de judaísmo en Europa oriental en el siglo xviii. Por una parte, se caracteriza por una relación alegre con Dios: las oraciones incluyen canto y baile. Por otra parte, sus fieles siguen una interpretación sumamente rigurosa de los textos sagrado: separación estricta de los sexos, comida kasher, ropa negra para los hombres y educación de los hijos varones en las yeshivas (escuelas rabínicas). Sobre la comunidad hasídica de Montreal, véase Anctil y Robinson, 2019.

6 Mi abuela materna, sin embargo, recordaba que, en 1919, era tanta la mortandad infantil en el barrio obrero de Saint-Sauveur, en Québec, donde vivía, que ya no redoblaban las campanas “para no asustar más a la gente”.

7 Por motivos metodológicos, excluímos de entrada de este análisis los discursos conspiracionistas que se difunden esencialmente a través de las redes sociales. Unos niegan simplemente la existencia de la pandemia, considerando que se trata de una falsa noticia (fake news) para sabotear la economía globalizada que iba tan bien hasta marzo. Otros aseguran que la enfermedad viene de la tecnología de comunicación 5G y se incendiaron varias torres de telecomunicaciones durante los últimos meses. Para otros, el virus sí existe: lo crearon y lo difundieron unos grupos malvados (“illuminati”, “masones”, “comunistas”) para terminar con la humanidad. Según un estudio hecho por el Instituto Nacional de Salud Pública de Québec, el 23% de los quebequenses da fé a una u otra forma de complotismo (Presse Canadienne, 3/8/2020).

8 Por rectitud política, nunca se admitió abiertamente que el COVID-19 afectaría especialmente a minorías étnicas y grupos sociales pauperizados.

9 Lo que algunos caracterizan como small-town America, clinging to their guns and Bibles (“la América de las ciudades pequeñas, aferrada a sus rifles y a sus Biblias”).

10 Esos mismos grupos también ocuparon las calles más tarde, movilizados por la lucha contra la violencia policiaca, después del asesinato de George Floyd.

11 Entre marzo y junio 2020, la PCU dió a cada desocupado 500 dólares canadienses por semana, o sea un ingreso efectivamente superior al salario mínimo (alrededor de 400 dólares canadienses) pero inferior al salario medio.

12 La astucia para crear los “derechos de feto” era crear un castigo especial para el asesinato de una mujer encinta. En cuanto a la pena de muerte, era dejar de reclamar la extradición de los ciudadanos canadienses condenados a tal pena en Estados Unidos. El gobierno conservador tuvo que retirar esos proyectos frente a la oposición de la opinión pública y de los partidos de oposición.

13 Hace más de cuarenta años que Canadá adoptó el sistema métrico, muy a pesar de una corriente fuerte en la parte anglófona del país, que prefería seguir contando en pies, yardas y millas.

14 Sintiéndose un centro de la atención pública en Montreal, las autoridades religiosas judías reaccionaron inmediatamente: a vísperas del Pesah (la pascua judía), su celebración más importante, decretaron el cierre de todas la sinagogas. Como resultado, la calle Jeanne-Mance (mi calle) se transformó en una sinagoga al aire libre: durante días y días, todas las mañanas, salieron a los balcones decenas de hombres, mayores y jóvenes, con sus chales de oraciones, a cantar y bailar durante un par de horas. Las demás denominaciones religiosas le siguieron el paso, no sin quejarse de no haber sido consultadas antes.

15 En Estados Unidos, la figura más conocida de esta posición fue el doctor Anthony Fauci, director de sanidad pública, quien, a lo largo del crisis del coronavirus, no dudó en contradecir abiertamente al presidente Trump sobre la importancia de la crisis sanitaria y la necesidad de aumentar la cantidad de pruebas.

16 El acceso al sistema de salud en Canadá es universal y gratuito desde los años setentas. Los gobiernos provinciales aseguran la mayor parte del financiamiento el sistema y definen las reglas generales de funcionamiento de los hospitales, que disfrutan de cierta autonomía. También el gobierno federal contribuye trasfiriendo fondos a las provincias y asegurándose que las políticas provinciales son conformes a las normas pan-canadienses. Sin embargo, con el envejecimiento de la población, los costos de la salud han crecido rapidamente durante las últimas décadas y la austeridad presupuestaria es la regla.

17 La directora regional de la salud en Montreal que mencionó el hecho, tuvo que “rectificar” al día siguiente.

18 La costumbre está bien arraigada en la burocracia de la salud, donde los cuadros locales saben que sus posibilidades de promoción dependen del alcance de los objetivos, aunque sea sólo en el papel (Aubry, 2020).

19 La misma situación en las residencias de ancianos prevaleció en al vecina provincia de Ontario. Por el contrario, el Gobierno social-demócrata de John Horgan, en Columbia Británica, al extremo occidental del país, tuvo la reacción adecuada desde un principio: informado de los primeros casos en una residencia de ancianos, prohibió, además de las visitas, cualquier movilidad de personal en el sector: se detuvo el contagió interinstitucional.

20 Solamente en la región metropolitana de Montreal, cientos de enfermeras dejaron el empleo, entre marzo y junio 2020 (800 según el sindicato, 400 según el gobierno).

21 Después se supo que el gobierno había “omitido” contar varios falleciemientos, que ocurrieron en el pico de la pandemia. Se explicó que se habían mandado los datos por fax, un método prehistórico que ya nadie conoce.

22 La provincia francófona de Quebec tuvo su himno nacional y su bandera mucho antes de Canadá. Mientras que ésta lleva una hoja de arce roja en medio (unifolié), la de Quebec lleva una cruz blanca sobre fondo azul, con cuatro flores de lis (fleurselisé).

23 Tanto que el primer ministro de la vecina provincia de Ontario, Doug Ford, que al principio parecía optar por “la línea Trump” (su modelo político) de repente decidió inspirarse de estilo de Legault, ante la sorpresa general.

24 La consigna histórica era: “La fe defiende a la lengua; la lengua defiende a la fe” (La foi défend la langue, la langue défend la foi).

25 Como los de Maurice Duplessis (1936-1940, 1943-1960), de René Lévesque (1976-1984), de Lucien Bouchard (1996-2001).

26 También sotto voce, para el nacionalismo de entonces estos “otros” incluían a los judíos, que se sospechaba de tener un papel importante, simultáneamente, en el comunismo internacional y en la alta finanza.

27 Pasó a la historia la frase de Jacques Parizeau, primer ministro de Quebec durante el referendo el 1995, que se perdió con un estrecho margen: “¡Fue por el dinero y los inmigrantes!”.

28 De forma global, se sigue subestimando la extensión real del contagio. Según un estudio serológico efectuado por Hema-Québec, el organismo encargado de los bancos de sangre en la provincia, la presencia de muestras de sangre con anticuerpos en sus sería aproximadamente del 3%. Quebec tiene 8.5 milliones de habitantes, por lo que se puede hacer una proyección de la población contaminada —pero asintomática— en 250 mil personas y no en 60 mil, como lo arguyen estimando por las pruebas realizadas hasta hoy.

ANTROPOLOGÍA AMERICANA, vol. 5, núm. 10 (2020), pp. 163-191 ISSN (impresa): 2521-7607 ISSN (en línea): 2521-7615