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ANTROPOLOGÍA AMERICANA, vol. 5, núm. 10 (2020), pp. 95-111 ISSN (impresa): 2521-7607 ISSN (en línea): 2521-7615

Desigualdades develadas por la pandemia:
economía del cuidado y malestar en profesoras
de universidades venezolanas

Mitzy Magaly Flores-Sequera

Unidad de Investigación Bella Carla Jirón Camacaro",
Universidad de Carabobo, Venezuela

correo electrónico:mflores4@uc.edu.ve

Recibido el 31 de agosto de 2020; aceptado el 4 de octubre de 2020

Resumen: El cierre preventivo de universidades luego de la declaración de pandemia, ha propiciado la exigencia de una educación a distancia en condiciones de confinamiento que dejaron ver la injusta división del trabajo reproductivo preexistente. Dado que nuestra intención es develar el malestar que generan las desigualdades en la distribución de los cuidados en mujeres que laboran como profesoras, realizamos esta revisión documental desde la perspectiva feminista. Esto, como una posibilidad de constatar el impacto de género en la explicación del funcionamiento social y confirmar que las secuelas psicológicas generadas por la incertidumbre y el entrecruzamiento de condiciones desfavorables en la vida personal y profesional, son más severas en las mujeres.

Palabras clave: Economía del cuidado, malestar docente, desigualdades, pandemia.

Inequalities Unveiled by the Pandemic: Care economy and discomfort in professors of Venezuelan universities

Abstract: The preventive closure of universities after the declaration of a pandemic has led to the demand for distance education in confined conditions that revealed the unfair division of pre-existing reproductive labor. Given that our intention is to reveal the discomfort generated by inequalities in the distribution of care in women who work as teachers, we carry out this documentary review from a feminist perspective. This, as a possibility of verifying the impact of gender in the explanation of social functioning and confirming that the psychological consequences generated by uncertainty and the intersection of unfavorable conditions in personal and professional life, are more severe in women.

Key words: Care economy, teacher malaise, inequalities, pandemic.

Tras varios meses de la declaración de pandemia son muchas las incertidumbres que hemos afrontado y múltiples también las reflexiones sobre la sostenibilidad de la vida en el planeta a mediano y largo plazo, si se mantienen las actuales condiciones. La constatación de la fragilidad de los servicios sociales y de los sistemas de salud como de educación, ha volcado nuestra mirada al ámbito de los cuidados y en especial a lo que ocurre en el modo de vida de las mujeres venezolanas que laboran como docentes en las Instituciones de Educación Superior (IES).

En este sentido, este documento sitúa el problema de la economía los cuidados en las agendas sociales regionales con la expectativa de abonar a la reflexión sobre su reconocimiento. Luego, presenta algunas de las tensiones en la vida personal y laboral de las mujeres, mismas que identificamos como malestar docente y que se han agudizado por el confinamiento. Al cierre, anudamos las afinidades con algunas consideraciones provisionales.

La economía feminista y del cuidado

Los alcances sistémicos de una crisis como la actual, habían sido esbozados durante la debacle financiera del 2008, que sugirió la llegada al límite de esta forma de reproducción material con el consecuente desequilibrio que pondría en riesgo mucho más que la forma de producir. En ese entonces Magdalena León (2010) planteó la necesidad de diferenciar dos dimensiones de la misma crisis: una cíclica, referida al propio patrón de acumulación capitalista, y otra más permanente que apunta hacia las consecuencias que el sistema provoca en las condiciones de vida de la mayoría de la población. Luego de diez años, nuestra autora (2020) ha afirmado que estamos en plena convergencia de ambas dimensiones con la notoria paralización mundial que impuso el confinamiento y la alteración de la vida cotidiana generada por el riesgo de contagio.

Es bien sabido que la economía tradicional se sostiene en la producción y administración de bienes y servicios así como en la creación de riqueza sustentada en la inversión y el trabajo. Como su contraparte en tanto corriente crítica y en medio de la aceleración del caos permanente que ha instalado la pandemia, la economía feminista ha cobrado valor. Esta pone en evidencia “…la escalada del conflicto capital-vida y la urgencia de transformar el sistema, ubicando la reproducción ampliada de la vida como eje de todos los procesos económicos”, como acertadamente apunta León (2020). Al respecto Valeria Esquivel (2016) comenta que aunque han sido menos influyentes en la política macroeconómica, los aportes de la economía feminista amplían los análisis realizados desde las perspectivas más tradicionales y a su vez contribuyen significativamente al avance de la agenda del cuidado y de las políticas sociales en la región latinoamericana.

Así como la epistemología feminista se ha orientado a corregir los sesgos de género1 dentro de un contexto de generación de conocimiento que no es neutral, de forma análoga la economía feminista aspira enmendar los impactos de género en la explicación del funcionamiento de la economía, en el supuesto de que hombres y mujeres —en tanto agentes económicos y sujetos de las políticas económicas—, ocupan una posición claramente diferenciada en nuestras sociedades, como precisa Corina Rodríguez (2015).

De acuerdo a esta autora, para la economía feminista, el objetivo del funcionamiento económico es la reproducción de la vida, en lugar de la del capital; de modo que un rasgo suyo sería el de poner en el centro del análisis la sostenibilidad de la vida en lugar de los mercados. Como su preocupación fundamental radica en la cuestión distributiva, al abonar a la comprensión de que para alcanzar la equidad socioeconómica es necesaria una transformación de las desigualdades basadas en el género, se le adjudica un claro sentido político. Puesto que su interés es una mejor provisión para el sostenimiento de la vida, se ocupa del antagonismo producción/reproducción, lo que devuelve a la palestra la relevancia del trabajo doméstico. Esto favorece la incorporación y desarrollo de conceptos analíticos específicos como la división sexual del trabajo, organización social del cuidado y economía del cuidado.

El cuidado en las agendas regionales

Con la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (cepal, 2019a) destacamos como aporte de la economía feminista el concepto de economía del cuidado, atribuido a Montaño y Calderón (2010) como un espacio de bienes, servicios, actividades, relaciones y valores asociados a las necesidades más básicas y relevantes para la existencia y la reproducción de las personas. También la cepal ofrece una definición de cuidado que abarca “…todo lo que se hace para mantener, continuar y reparar el entorno inmediato, de manera que se pueda vivir en él tan bien como sea posible” (2019b: 144). Entendida así, comprende tanto el trabajo no remunerado que se realiza al interior de los hogares como el trabajo de cuidados que se realiza de forma remunerada en el mercado. No obstante su importancia, la economía tradicional insiste en considerarlo como una externalidad del sistema económico.

En este sentido, interesa destacar que la Estrategia de Montevideo2 señalaba la división sexual del trabajo y la injusta organización social del cuidado como uno de los nudos estructurales de la desigualdad y principal obstáculo para el logro de la autonomía económica de las mujeres. Más recientemente en enero de este año, fue celebrada la XIV Conferencia Regional sobre la Mujer de América Latina y el Caribe en la que se aprobó el Compromiso de Santiago 2020,3 que entre otros acuerdos, aspira a:

Contabilizar los efectos multiplicadores de impulsar la economía del cuidado en términos de participación laboral de las mujeres —incluidos los trabajos vinculados a los conocimientos tradicionales, el arte y la cultura de las mujeres indígenas, afrodescendientes, rurales y de las comunidades de base—, bienestar, redistribución, crecimiento de las economías, y el impacto macroeconómico de dicha economía del cuidado (2020, p. 5).

Para inicios de marzo de 2020, el Observatorio para la Igualdad de Género de la cepal (2020b), advertía sobre la necesidad de incorporar el concepto de cuidado en las agendas de desarrollo sostenibles para lo económico, social y ambiental si se aspiraba a un cambio estructural que pudiera reflejar avances en dirección a la reproducción de la vida. Este cambio implicaría superar la cultura del privilegio y pasar a la cultura de la igualdad, que en concreto nos confrontaría con una nueva forma de distribuir el tiempo y otros recursos así como también abordar el cuidado como aspecto medular. Bien sabemos que a mediados de ese mes se declaró la pandemia y esta advertencia quedó en suspenso.

Desde entonces los espacios relacionales de pareja, familia, trabajo y comunitario, se han reconfigurado en la tensión cercanía/distanciamiento; tan palmaria como la de los Estados cuando deben priorizar o combinar la atención a la salud y la economía. Este desbalance de lo cotidiano ha afectado negativamente sus agendas y nos confronta con desequilibrios que amenazan con llevar el incremento de la pobreza a cifras exponenciales cuyas consecuencias serían mucho más severas que las que adjetivan los contagios por COVID-19.

En Latinoamérica y el Caribe estas oscilaciones tendrán una repercusión desproporcionada por la desigualdad preexistente, en especial para determinados grupos de población que históricamente han sido más vulnerables entre los que, desde luego, se encuentran las mujeres.

De acuerdo al reporte la Organización Internacional del Trabajo (oit, 2020), era una consecuencia previsible porque las mujeres representan el 58.6% del total de quienes trabajan en el sector servicios y atienden mayoritariamente labores de asistencia, como es el caso de las enfermeras y médicas pero también el de las educadoras. No obstante, las mujeres tienen menor acceso a servicios de protección social y soportan “…una carga laboral desproporcionada en la economía asistencial, en particular en el caso de cierre de escuelas o de centros de atención” (7) (oit, 2018).

“Quédate en casa”, una consigna de peso

La consigna “quédate en casa” funciona tanto en el sentido de mantener distanciamiento social con “otros”, como en el de concentrarnos en el espacio y la trama de relaciones que conforman el hogar, amén de ser pauta sanitaria que exige especial dedicación a las actividades de aseo e higiene al interior de una familia. El cierre de escuelas e IES implica para las mujeres, atención de tiempo completo a la población infantil sumada a la que debían prestar si existen en el núcleo, adultos mayores; lo que resulta en una sobrecarga en el trabajo doméstico que ya realizaban y que de acuerdo a la cepal (2020b), triplica el que sus pares masculinos dedicaban a esas mismas tareas.

En este sentido, la propia cepal (2019a) ha advertido que el trabajo doméstico de las mujeres se incrementa de un 20% a un 200% si en el hogar hay presencia de infantes menores de 5 años, dado que atenderles implica necesariamente una sistematicidad en los horarios que se hacen prácticamente obligatorios al estar relacionados con la atención a la salud, preparación de los alimentos y la higienización.

Durante la cuarentena en la ciudad de Buenos Aires, Goren, Jerez y Figueroa (2020) realizaron un sondeo sobre el uso del tiempo cuyo resultado refleja un considerable incremento de tareas básicas de reproducción para las mujeres y un mínimo en las de recreación, mientras que sus pares varones: “…dedican tiempo a realizar deportes en el hogar, a entretenimientos como videojuegos y programas de televisión, o incluso a la lectura”. (p. 47). Su constatación de los desequilibrios nos interpela sobre la idealización del espacio familiar como lugar de armonía4 que hacen el centro de las campañas informativas del Estado y los medios de comunicación. Pero especialmente sobre los estereotipos que sostienen los roles de género en nuestras sociedades y que dejan al margen la posibilidad de redistribución del trabajo doméstico y de una conciliación equitativa.

Esa injusta organización social del trabajo de cuidado que realizan las mujeres también es notoria en Venezuela, donde ya se registraban serias fallas de servicios eléctricos, agua y gas doméstico. Ahora las familias, vale decir las mujeres, deben ajustarse a una nueva contingencia que aumentó la cantidad de trabajo que ellas deben atender, como nos recuerdan Carosio, Rodríguez y Elíaz (2020); lo que complejiza aún más la crisis por carencia de cuidados que supone la pandemia por el COVID-19.

De acuerdo a las proyecciones para este año del Instituto Nacional de Estadísticas (2011), el trabajo doméstico y de cuidado se constituye en sí mismo en un impedimento para el acceso al empleo remunerado para el 82.6% de las mujeres que conforman la población activa. Por otro lado, la cifra de mujeres que conforman la población inactiva (aquellas cuyas edades oscilan entre 15 y 64 años que podrían trabajar remuneradamente, pero no lo hacen), ronda los cinco millones y duplica a la de los varones. Al revisar detenidamente estos datos nos percatamos de que los “oficios del hogar” evidencian una sobrerrepresentación de las mujeres con 2.8 millones contra apenas 359 mil hombres, lo que confirma que en Venezuela las mujeres son el sostén económico y afectivo de las grandes mayorías.

Como cuidar implica realizar acciones específicas que requieren un conocimiento también particular, dedicación de tiempo y vinculación emocional con quienes lo reciben, es claro que la persona cuidadora debe realizar esfuerzos de tipo físico, mental y emocional. El confinamiento por la pandemia agudizó la sobrecarga de trabajo, su develación puede abonar a la comprensión de un fenómeno que la economía tradicional ha invisibilizado y que es precisamente el objeto de la economía del cuidado: las incuantificables horas de trabajo subvalorado o poco reconocido que hacen las mujeres alrededor del mundo para el sostenimiento de la vida (cepal, 2020).

Pandemia y teletrabajo en las IES

Es sabido que como respuesta preventiva a la propagación de la pandemia, casi la totalidad de los países ha implementado como primera medida, la suspensión de las actividades de carácter presencial en escuelas y universidades. Sus consecuencias en el mediano y largo plazo serán notorias, como sentencia el reciente informe “COVID-19 y educación superior” del Instituto Internacional de la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (unesco) para la Educación Superior en América Latina y el Caribe (IESALC, 2020).

A muy corto plazo, la secuela más evidente para el profesorado, es “…la expectativa, cuando no exigencia, de la continuidad de la actividad docente bajo la modalidad virtual” (p. 20) y si bien el informe apunta que las grandes IES de nuestra región están provistas de campus virtuales, afirma a la vez que éstas no siempre funcionan en la práctica o “…no cuentan con un servicio de Internet de amplio espectro e incluso en algunos ni siquiera cuentan con servicios básicos de conectividad” (p. 21), como es el caso de la mayoría de la universidades públicas venezolanas.

Ello no fue suficiente argumento para que en dos semanas se impusiera en el planeta, una aceleración abrupta5 de la entrada a una nueva era del aprendizaje, que en el plano local tomó el nombre de “Universidad en casa”. Mejía, Silva y Rueda (2020), sostienen que estas exigencias en un contexto de inmediatez han generado en el profesorado altos niveles de estrés, atribuibles a un conocimiento que apenas llega a lo básico en el uso de las Tecnologías de la Información y Comunicación (TIC), a que la mayoría simplemente no las usaba, y más importante aún; a la obligación de transformar las clases presenciales en virtuales, con el aumento en la dedicación de tiempo que ello implica.

Conviene tener en cuenta en este punto, como afirman Sánchez Mendiola y otros (2020), que en nuestra sociedad está arraigada la falsa creencia de que la educación a distancia, genera aprendizajes de menor calidad entre quienes cursan, que es menos efectiva que la presencial en el nivel universitario o que en tanto teletrabajo, es menos exigente para el profesorado. Por el contrario, de acuerdo a Tomei (2006), comparada con la educación tradicional, ésta requiere más carga de trabajo por parte de sus docentes y al menos un 14% más de inversión de tiempo.

 

En suma, es notorio que esta urgencia desestimó las ya referidas dificultades de conectividad para docentes y estudiantes, los altos costos que para mantener el teletrabajo, debe asumir eventualmente el/la docente, así como la carencia de los equipos mínimos para garantizar la conexión (computadoras personales, teléfonos inteligentes, etc.). Lo que más interesa destacar desde nuestra perspectiva feminista, es que las diferencias preexistentes en el uso del tiempo entre hombres y mujeres, fueron homologadas con criterio de universalidad sin considerar las condiciones excepcionales y las particularidades a las que nos somete el confinamiento.

Malestar docente en confinamiento

En América Latina y el Caribe los indicadores del malestar entre mujeres docentes están referidos comúnmente a problemas de la voz, el oído y óseo-musculares. Una investigación local lo suscribe (Bustamante y otros, 2016), y reporta el dolor de cabeza y de espalda —en especial en la zona cervical— seguido de hipertensión, insomnio y taquicardia, como dolencias frecuentes entre docentes de una IES carabobeña. Estas se corresponden con la primera causa de remisión para las licencias o permisos en esta profesión, de acuerdo a Darrigrande y Durán (2012) y a Ortega Ruiz y López Ríos (2004). Mientras, el estrés y el sufrimiento psíquico se mantienen ocultos como señales del desgaste pareado al ejercicio profesional, mismas que el salario, las gratificaciones o el descanso no compensan y mucho menos el reconocimiento social. De allí que la depresión, el síndrome de Burnout o el malestar docente sigan catalogados como leves por los sistemas de salud, a pesar de ir en aumento.

La literatura señala a Schwartz y Mill como los primeros en investigar lo que hoy conocemos como síndrome de Burnout. Su estudio, realizado en 1953 entre enfermeras que trabajaban en un hospital psiquiátrico, describía un sentimiento de distanciamiento de éstas hacia sus pacientes, como reseñan Darrigrande y Durán (op. cit.) En 1974, Herbert Freudenberg, lo conceptualizó como esa sensación de agotamiento, decepción o pérdida de interés por la actividad laboral que puede atribuirse al contacto diario con su trabajo y que surge especialmente, entre quienes se dedican a profesiones que están en el ámbito de los cuidados como docentes, personal médico y de enfermería, etc. (Ortega Ruiz y López Ríos, 2004).

Poco después Cristine Maslach acuñó el nombre actual y junto a Susan Jackson (1986) identificaron tres etapas que abarcan, desde el agotamiento emocional y la despersonalización; pasa por una fase intermedia en la que predomina la sensación de que las demandas o expectativas del empleo exceden la propia capacidad de respuesta, y finalmente, como resultado de la pérdida de sentido del trabajo de cuidado, sobreviene el estadio de frustración.

Esteve (1994) lo alude como malestar docente y “los efectos permanentes de carácter negativo que afectan a la personalidad del profesor como resultado de las condiciones psicológicas y sociales en que se ejerce la docencia” (p. 24). Para Borges y otros (2012), las mujeres están entre los grupos de mayor riesgo de padecer este malestar, en especial las que se dedican a labores relacionadas con “…el personal médico y de enfermería, a docentes de educación primaria y secundaria y más recientemente en docentes universitarios, sobre todo los que presentan antigüedad laboral superior a los diez años” (p. 2).

Si como afirman María Eugenia DAubeterre y Juan Álvarez (2012), consideramos el ambiente educativo y el trabajo de las mujeres docentes en su complejidad, es claro que representan una cotidianidad agobiante que puede vulnerar la salud. Al respecto hemos aseverado en otros documentos (2014), que son las mujeres docentes las que se ven más afectadas por la falta de tiempo para descansar porque, en nuestras sociedades: “Existe una fuerte convicción patriarcal de que la enseñanza es un trabajo “propio” de las mujeres, que subraya las dificultades emocionales que a ella se le imponen en el proceso de feminización de la enseñanza” (Flores-Sequera, p. 94).

Dada la actual situación política y económica de Venezuela, las condiciones de trabajo docente en las IES se han precarizado drásticamente en los últimos años,6 de modo que es razonable que ésta condición previa a la pandemia, sea por sí misma, un generador de malestar entre docentes. Al respecto huelga comentar que Herzberg (2007) lo señala junto al ambiente físico, las relaciones personales y el estatus, como las más importantes condiciones a cuidar para evitar que el empleo se convierta en fuente de insatisfacción.

Si este entrecruzamiento de condiciones desfavorables para el trabajo docente de las mujeres venezolanas no bastara para para ilustrar la vivencia de los últimos meses a consecuencia de la pandemia, tal vez lo sea la incertidumbre compartida sobre su finalización o el inicio de una “nueva normalidad” mundial. Más específicamente en términos educativos, el debate sobre la suplantación definitiva de la mediación del aprendizaje presencial como respuesta neoliberal a otra forma de educación, las posiciones encontradas sobre la eficacia de la enseñanza virtual en las condiciones ya descritas, así como la posibilidad de dar alguna continuidad a la formación a quienes cursan estudios, se suman a las inquietudes junto a la que la debemos agregar la instrumentalización de las acciones que se deben realizar en el plano curricular y la obligatoriedad o no de evaluar cuantitativamente y asignar calificaciones en este periodo.

Ello en un contexto político de confrontación en el que la posición de autoridades universitarias y las de las diferentes facultades de una misma universidad —y entre éstas y la de los gremios que agrupan al profesorado— se mantienen en tensión y en un clima de expectación ante el crecimiento de casos en el país.

En este punto interesa reseñar muy brevemente algunas investigaciones sobre el impacto psicológico del brote de infección por COVID-19 en la población general de China, como primera nación afectada, pero también en Japón y España. Al plantearse como uno de sus propósitos identificar los factores de riesgo y protectores en relación al estrés psicológico, Cuiyan Wang y colaboradores (2020) exponen entre sus hallazgos que, si bien contar con información de salud actualizada y tener cabal conocimiento de las medidas de prevención, fungieron como elementos protectores; una pobre percepción de la propia salud, tener síntomas físicos específicos (mialgia, mareos, otros) o pertenecer al sexo femenino, fueron considerados elementos de riesgo. Por su parte, Jianyin Qiu y otros, reportan que en grupos etáreos menores de 18 años, el estrés psicológico resultó menor que entre quienes cuentan con edad mayor a los 30 años y tienen nivel educativo (postgrados), lo que atribuyen a una mayor conciencia de la amenaza que representa para su salud.

En Japón, los hallazgos de Shigemura y otros (2020) apuntan a que la incertidumbre y el miedo a lo desconocido pueden hacer que transtornos como el estrés, la ansiedad, depresión o somatización, evolucionen en enfermedades mentales o en un incremento en el consumo de tabaco o alcohol.

Complementariamente y en una experiencia similar realizada en España, Dosil, Picaza e Idoiaga (2020), concluyeron que hay un mayor impacto psicológico con niveles más altos de estrés, ansiedad y depresión en docentes con mal estado de salud previo. Como es comprensible, ante la declaración de pandemia es común que el miedo y la incertidumbre se generen en la sociedad, en especial cuando las actividades diarias que conforman nuestras rutinas, son repentinamente trastocadas. En este sentido destacan la importancia de generar estrategias que puedan atenuar el impacto en la salud mental en la población docente y evitar otros efectos psicológicos.

Una amalgama salida de las conclusiones de estos trabajos ayuda a entender que así como tener una pobre autopercepción de la salud o padecer dolencias crónicas, suponen riesgo de estrés psicológico; el mayor nivel de formación, como se espera de docentes universitarias mayores de 30 años, lo incrementa. También se reitera que la incertidumbre generada por el cambio drástico de la cotidianidad y el miedo a enfermar, pueden ser desencadenantes del consumo de sustancias tóxicas como para la evolución de patologías psicológicas. Al cierre, y más relevante aún para este estudio, emerge con claridad que el solo hecho de ser mujer es otro importante factor que, a diferencia de los enumerados, no deriva de una condición circunstancial, sino de una identidad de género.

Décadas atrás Marcela Lagarde (1990) utilizó el término madresposas para referirse a ese rol de dos facetas que la cultura asigna a todas las mujeres y sobre el cual asienta su feminidad, como un designio. Visto así, queda claro que, como expresa Graciela Morgade (2010), la enseñanza no puede ser sino una tarea preferentemente femenina pues en el imaginario social se alberga la idea de que la feminidad está destinada a realizarse en y a través de la maternidad, sea ésta real o simbólica.

Hemos afirmado antes (Flores, 2016), que al igual que otras profesionales, las educadoras deben cumplir con la obligación de la doble jornada (laboral y doméstica), lo que sin duda contribuye a fomentar un estrés mental que se refleja como carga negativa, propia de sociedades en las que la diferencia de género y sus prejuicios asignan roles tan asimétricos. Por eso los aportes de Adreani (1998), Burin (2008) y Emilce Dio Bleichmar (2012), autoras tributarias de la teoría feminista, permiten comprender que ese malestar está estrechamente imbricado a un mandato cultural que hace suponer la existencia de una vocación maternal biológica y por tanto “natural” de las mujeres para la profesión docente, que no pocas veces deriva en estados depresivos.

Ante la realidad devenida por la pandemia y al inesperado giro de nuestras vidas académicas, las mujeres que laboramos en IES debemos sumar la conciliación entre lo laboral y la vida familiar con la consecuente sobrecarga en el trabajo de cuidados en una sociedad que resta valor a ambas funciones.

Algunas consideraciones provisionales

Si la pandemia descolocó el sistema de producción y administración de bienes como única fuente de riqueza posible en este orden mundial, el riesgo de contagio que obligó al confinamiento ha vuelto imperiosa la reflexión sobre otorgar o no un lugar central al sostenimiento de la vida. En medio de un caos planetario que expuso las debilidades de los sistemas de protección social, salud y educación, la cotidianidad multiplicó las tareas históricamente desvalorizadas —que agrupamos bajo el rótulo de trabajo doméstico—, para confirmar que se constituyen en el soporte concreto de la vida.

Uno de los rasgos más significativos de la forma feminista de entender la economía es su indiscutible acento político, este quedó expresado en el énfasis puesto en la equidad socioeconómica y en la cuestión distributiva que implica rebasar la cultura del privilegio como condición mínima para la superación de las desigualdades basadas en el género. Al sostener que las asimetrías tienen sustento en las diferencias de asignación del lugar que ocupan hombres y mujeres en nuestras sociedades, en la consecuente organización sexual del trabajo y en la distribución del tiempo; la economía del cuidado asegura un sitial preponderante en el debate de las políticas sociales de la región.

De allí que una agenda de cuidados deberá ser capaz de superar los nudos estructurales que desdeñan la contabilización de su impacto económico y allane el camino hacia la autonomía económica de las mujeres como estrategia de superación de la pobreza. En este sentido, la conciliación, en tanto redistribución de tareas como de roles de género, emerge en este clima de cuarentena, como una necesidad no sólo de las mujeres al interior de sus familias sino del Estado; por lo que las políticas públicas requieren un importante viraje en esa dirección.

También se evidenció que en la región latinoamericana y, específicamente en Venezuela, la sobrerrepresentación de las mujeres en los llamados “oficios del hogar” se constituye en un elemento de perpetuación de su dependencia económica y principal impedimento para su incorporación al mercado laboral. Si antes de la pandemia el trabajo doméstico de las mujeres triplicaba al de los varones, la vivencia del confinamiento trajo consigo una sobrecarga en los deberes que intensificó las tensiones inherentes a la eventual presencia de infantes y adultos mayores al interior de las familias durante las 24 horas del día. Carga, a la que se superpone la exigencia de un teletrabajo que obvia esta dinámica. Una realidad que las venezolanas deben afrontar con fallas en el servicio eléctrico y de conexión a las redes, agua, gas doméstico y más recientemente, de la provisión de gasolina.

La exigencia mundial de migrar de forma inmediata y enteramente al teletrabajo en las IES, generó su propio nivel de estrés entre quienes se desempeñan como docentes en esos espacios. Con importantes variaciones entre países, las condiciones para su implementación en los de nuestra región son especialmente adversas; como en Venezuela, en donde el mantenimiento de la relación que garantice la enseñanza-aprendizaje virtual, depende de servicios en mal estado y se da en condiciones de trabajo que se habían deteriorado profundamente desde antes de la pandemia. También en el país son particulares las fricciones políticas y los posicionamientos sobre esta forma de enseñanza y sobre la implementación de la política pública específica, lo que debe ser revisado.

La reciente literatura apunta a que si bien el teletrabajo en las IES puede paliar la interrupción de los procesos formativos, implica para el profesorado, un considerable aumento en la dedicación de tiempo con respecto al trabajo presencial. De manera análoga, pretender su universalización como respuesta institucional así como la homologación de las diferencias en el uso del tiempo entre hombres y mujeres docentes, deja fuera de toda consideración la diversidad y especificidad local. Ello podría explicar que el malestar docente entre mujeres siga creciendo a la sombra de los estereotipos de armonía familiar que predominan por estos días en los medios y ante la irrelevancia de los sistemas de salud, cuyo foco es la pandemia.

Al cierre, nuestro escrutinio teórico convierte en una constatación que las mujeres componen el grupo de mayor riesgo de malestar porque en ellas se entrecruzan mandatos culturales que la maternizan y condiciones laborales desfavorables que le exigen mayor esfuerzo para enfrentar la rutina diaria en desmedro de los recursos emocionales con que pueda contar. Ello genera un evidente desgaste, que sumado a las alteraciones repentinas en la cotidianidad y la constante incertidumbre sobre el futuro próximo, comportan un claro riesgo de vulneración de su salud que predispone la aparición o evolución de patologías psicológicas más severas. Por ende creemos necesario promover la investigación desde la perspectiva feminista e interseccional como insumo para incorporar prácticas de prevención del malestar docente así como la creación de programas y planes de atención que puedan ser mitigadores del mismo y que favorezcan la incorporación de estrategias para su afrontamiento por parte de las mujeres que laboran como docentes en las IES.

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1 Desde luego, esta diferenciación remite a las construcciones sociales sobre identidad genérica que hemos aceptado en nuestras sociedades y que son el sustento de los roles, estereotipos que sostienen la división sexual del trabajo.

2 https://www.cepal.org/es/publicaciones/41011-estrategia-montevideo-la-implementacion-la-agenda-regional-genero-marco

3 https://conferenciamujer.cepal.org/14/es/documentos/compromiso-santiago

4 Como bien expresa Natalia Genta: además del tremendo trabajo por hacer, debemos estar contentas, felices, plenas de estar en casa con los chicos y para los chicos. Así pues nacen culpas, angustias, estrés y presiones por ser la buena madre y la buena compañera, y la empleada productiva, y la cuidadora amorosa y la experta en limpieza. Agotador. (Goren y otras, 2020).

5 Para usar el adjetivo que eligió para referirla, la Directora General de la unesco:
https://youtu.be/St_BQRSXmew

6 Tanto así que el salario mensual de quien ostenta el más alto escalafón (formación doctoral y más de 20 años de experiencia), se sitúa a la fecha en poco más de USD6.00.