El espacio étnico.
Expresiones espaciales de la identidad étnica
entre colectivos teenek veracruzanos, México*

Anath Ariel de Vidas

CNRS, Mondes Américains-CERMA, UMR 8168
correo electrónico: anathari@ehess.fr

Recibido el 26 de febrero de 2020; aceptado el 15 de marzo de 2020

Resumen: El examen de los procesos de delimitación es una cuestión central en los análisis de la etnicidad, pero este enfoque suele favorecer las fronteras externas, sociopolíticas, que se derivan de procesos históricos a expensas de los relatos indígenas sobre las diferencias culturales. En este artículo, propongo que la organización espacial simbólica de los teenek veracruzanos nos permite examinar la etnicidad como un conjunto simultáneo de relaciones sociales y de una estructura de significado. El análisis subraya el significado y el contenido de las relaciones dialógicas entre las fronteras sociales extrovertidas y las simbólicas introvertidas. El examen de la interrelación de ambos tipos de fronteras revela cómo las fuerzas históricas han dado forma al lenguaje cultural en el que los teenek veracruzanos aprehenden metafóricamente su configuración social interétnica.

Palabras clave: etnicidad, procesos de delimitación, construcción simbólica, espacio, grupos indígenas, historicidad.

The ethnic space. Spatial expressions of ethnic identity among Veracruzan teenek, Mexico

Abstract: The examination of boundary processes is a central issue in the study of ethnicity but this approach often favors external, socio-political boundaries that stem from historical process at the expense of indigenous accounts about cultural differences. In this paper, I propose that the Veracruzan Teenek symbolic spatial organization enables us to examine ethnicity as simultaneously a set of social relations and a structure of meaning. The analysis stresses the significance and contents of the dialogical relationships between extroverted social boundaries and introverted symbolic ones. Analyzing the interrelation of both types of boundaries reveals how historical forces have shaped the cultural idiom in which Teenek people metaphorically apprehend their social interethnic configuration.

Key words: ethnicity, boundary processes, symbolic construction, space, indigenous groups, historicity.

 

 

A person has to know the land intimately
to locate a community that is not visually marked.

Blu, 1996:226.

 

En 1991, al principio de mi trabajo de campo de 30 meses en la región multiétnica de la Huasteca al norte del Estado de Veracruz en el noreste de México, pasé mis días caminando a través del territorio del municipio de Tantoyuca, en la búsqueda de la comunidad teenek (/t:nek/) o huasteca “más adecuada” desde la cual podía llevar a cabo mi futura investigación sobre la extrema marginación de este pueblo desde su propio punto de vista.[1] El municipio de Tantoyuca se encontraba en esta época en el primer cuarto de los más marginados del país y su población teenek (48 741 en el 2000) contaba en aproximadamente la mitad de la población total del municipio.[2] Sin embargo, aunque no había distinciones externas aparentes entre los barrios mestizos pobres de las afueras de la ciudad y las aldeas de los indígenas teenek de los alrededores, recuerdo haberme sentido impresionada por la sensación de cruzar límites invisibles. Cada vez que me acercaba a los confines de aldeas teenek, todos huían y se escondían, cerrando las puertas como si se tratara de una tormenta que se aproximaba. Los niños corrían hacia sus chozas, llorando a gritos, ejek, ejek (“español”, “mestizo”, no indio). Estas reacciones me dejaban perpleja. Estábamos, después de todo, a finales del siglo xx y a unos pocos kilómetros de una carretera nacional y de una localidad grande, y, sin embargo, el peso de la historia parecía seguir cayendo con fuerza en las relaciones locales con los “foráneos”. Pero, si bien el encuentro entre miembros de la población teenek y yo fue claramente un encuentro entre “otros” culturales, me resultó difícil determinar con precisión qué es lo que hace que estas personas y su lugar sean específicamente “étnicos”.

     Cuando finalmente me instalé en la aldea teenek de Loma Larga (203 habitantes en 1993) y me familiaricé progresivamente con sus habitantes, le pregunté a Dionisio, el curandero local —de unos setenta años en aquel entonces— sobre esta peculiar reacción común observada en varias localidades teenek. Su respuesta, que también me impactó, resultó ser fundamental para la comprensión de la construcción de la identidad colectiva teenek en torno a los acontecimientos históricos y las configuraciones espaciales:

…Antes nos conquistaron los españoles, a nosotros los pobres. Los huastecos[3] andaban desnudos, no estaban bautizados, cuando llegaron Cristóbal Colón y Hernán Cortés, no comían bien, comían raíces. No sabían nada, la comida no estaba cocinada. Los españoles trajeron la enseñanza, enseñaron a los pobres. Los huastecos no tenían casas, andaban como venados, como conejos. Sólo había población en México. Aquí, no había nada, ni casas, ni rancherías, andaban desnudos, vivían en cuevas, debajo de las piedras, en zanjas. Los españoles les enseñaron a hablar, los bautizaron, les dijeron cómo se come. Así se hizo, así nació la ranchería. Unieron a todos con los españoles. Los que no querían unirse con los de fuera se quedaron como nosotros, afuera. Ellos no querían vivir cerca de la carretera. No querían ir con los mestizos. No entienden, no saben hablar, tienen miedo de que los maten. En la Revolución mataron a la gente, por eso tenían miedo. Aquí no llegaron los mestizos. Aquí cierran la puerta, no contestan, se van al monte, tienen miedo de que los maten. Es costumbre de los antiguos. Ahora, apenas dejamos esa vieja costumbre, por eso es medio monte aquí… (Ariel de Vidas, 2003a: 204).

     En esta “poética de la historia” (Comaroff y Comaroff, 1987) descubrí todos los ingredientes primarios que constituirían mi futuro análisis (Ariel de Vidas, 2003a). En efecto, este tipo de discursos con sus significativas oposiciones, que distinguen claramente entre “nosotros” y “ellos”, se esforzaban por justificar la relegación de los teenek a los márgenes de la vida moderna e indicaban una visión de una situación social, económica y política concreta e inexorable que se reformulaba en el sistema de representación local teenek. Más tarde, moviéndome por las rancherías teenek y sus espacios contiguos no cultivados, varios individuos teenek compartieron conmigo algunas de sus sutiles lecturas culturales de esos espacios relacionadas, como se verá, con este tipo de discursos históricos.[4] En este artículo, presentaré algunos ejemplos de estas narrativas poéticas sobre configuraciones sociales para mostrar cómo la conciencia expresada de la desigualdad que informan, moldeada por fuerzas históricas extracomunitarias, no se funde en una abierta disputa etnopolítica sino más bien en prácticas locales de partición espacial.

     Ya en el testimonio mencionado, podemos ver una construcción histórica específica; basada en un lenguaje cultural, así como en la autodenigración combinada con el conocimiento escolar (¡aunque Colón nunca llegó a tierras mexicanas!) que nos muestra una conciencia social de la subordinación del grupo teenek al grupo hegemónico mestizo. De hecho, la identificación de mi interlocutor teenek con sus antepasados (humanos y prehumanos, como se verá más adelante) para explicar su propia marginación y pobreza parece revelar un sentido de inferioridad y una ciega veneración por los españoles y su descendencia. A partir de este testimonio, parecería como si nada existiera antes de la llegada de los españoles, y que la sociedad teenek sólo existía entonces en su fase primitiva. Sin embargo, la ausencia de relatos teenek del período prehispánico, del desarrollo de la civilización huaxteca (que duró desde el año 200 d.C. hasta la conquista española en 1522), puede atribuirse no sólo a la falta de documentos históricos disponibles sino también a una construcción cultural. De hecho, a través de este testimonio teenek contemporáneo se afirma probablemente una identificación diferente de la de los ancestros (más civilizada y más integrada al estado-nación moderno) —reconociendo de esta manera el menosprecio de los misioneros por su cultura y sociedad prehispánicas, así como los posteriores tratamientos clericales e institucionales hacia las poblaciones indígenas—[5] distinguiéndose así de estas últimas sin negar un cierto vínculo de parentesco con ellas (cf. Slaney, 1997). Como se verá, ese parentesco, virtualmente practicado en los rituales de curación celebrados en el monte, constituye de hecho una piedra angular de la identificación teenek, convirtiéndose por la misma razón en su primera alteridad. Así, este artículo trata sobre cómo los aspectos formales y simbólicos de las relaciones sociales teenek-mestizos, formadas por procesos históricos, se expresan espacialmente, construyendo distinciones étnicas en el lenguaje cultural teenek.

Etnicidad ¿contenido cultural versus límite?

Antes de seguir adelante, es necesario explicitar el uso del término “etnicidad” en este ensayo, ya que se aplica con demasiada frecuencia a cualquier tipo de conciencia de identidad colectiva, en casi cualquier tipo de comunidad dentro de una sociedad pluralista: como raza (Wallman, 1978), cultura (Agyeman y Spooner, 1997), origen nacional (Thrift, 1996), anclaje territorial (Saltman, 2002) o, en términos generales, como cualquier tipo de sectarismo.[6] El uso polisémico de este término demuestra su utilidad, pero al mismo tiempo,
desdibuja el sentido preciso de cada una de las situaciones sociales concretas mencionadas. Básicamente, aquí estoy siguiendo a Max Weber, quien probablemente fue el primero en usar el término “identidad étnica” en la década de los veinte del siglo pasado, y según el cual algunos grupos minoritarios, comunidades de migrantes o vecindarios no pueden ser descritos como “étnicos”. A diferencia de otras formas de identidad colectiva, como señala Weber, la identidad étnica se basa esencialmente en la creencia subjetiva en una relación de consanguinidad compartida.
[7] La descendencia común asumida por un grupo étnico implica forjar una historia colectiva, inventada o experimentada, que, al invocar algún evento seminal, moldea al grupo y valida el sentido de pertenencia al mismo (Weber, 1968: 385-398). La definición de Weber subraya la creencia subjetiva en una relación compartida como una forma de marcar identidades contrastantes y puede eventualmente ser considerada primordial en “el mismo sentido en que la clasificación social es una condición necesaria de la existencia social” (Comaroff y Comaroff, 1992: 54). Pero este enfoque, tal y como yo lo entiendo, no enfatiza la sustancia, sino más bien la idea de la reproducción de la conciencia del grupo respecto a un origen compartido, lo que explica la distintividad del grupo en relación con el Otro social que en sí mismo está arraigado en —y por consiguiente también persistentemente transformado— su contexto histórico.

     Además, la etnicidad, como sostienen los Comaroff, es tanto un objeto analítico como un sujeto conceptual, que surge de una configuración histórica específica que es “simultáneamente estructural y cultural” (Comaroff y Comaroff, 1992: 50). Sin embargo, a raíz del enfoque constructivista de la etnicidad lanzado por el texto seminal de Fredrik Barth (1969), la investigación sobre la etnicidad se ha centrado principalmente en los procesos y mecanismos de la construcción de las identidades colectivas y ha tendido, por tanto, a acentuar los parámetros externos a expensas de la conciencia interna. Este enfoque debilitó la contribución etnográfica de la especificidad cultural a favor de una dialéctica global y casi mecánica basada en la dicotomía identidad-alteridad y no ayudó a aclarar la confusión del término.

     Por lo tanto, también sigo la sugerencia de Hall Levine de que la etnicidad proviene sobre todo de un método cognitivo de clasificación de los seres humanos (Levine, 1999). Este tipo de clasificación, aunque basada en particularidades culturales, emana de procesos sociopolíticos más amplios, principalmente “la incorporación asimétrica de agrupaciones estructuralmente disímiles en una única economía política” (Comaroff y Comaroff, 1992: 54). Para entender una etnicidad determinada, es por lo tanto crucial examinar las relaciones recíprocas entre los procesos externos y la etnogénesis. Además, la etnicidad puede ser vista menos como la circunscripción de una entidad uniforme que como la reflexión de un grupo dado sobre los límites sociales, tal como se manifiesta en sus prácticas cotidianas. La separación radical entre “nosotros” y “ellos” puede, por lo tanto, matizarse a favor de una noción más fluida de la alteridad marcada por las interconexiones culturales, sociales y económicas caracterizadas por relaciones de desigualdad (Gupta y Ferguson, 1992: 14). Reduciendo el uso del término “etnicidad” de esta manera a un grupo del cuarto mundo, es decir, un grupo indígena que existía antes de la entidad nacional en la que ahora está inserto, nos permite captar la labor cultural de los miembros del grupo en el diseño de sus relaciones con la alteridad en el marco de los procesos sociales globalizantes.

     Así, cuando mis interlocutores teenek me preguntaban sobre mi chabal (tierra, país), lo que surgió de la comparación fue su propia visión del teenek chabal. En efecto, el territorio del grupo con sus límites formales y simbólicos, en tanto que espacio conformado a partir de sistemas intra e interactivos, ofrece un lugar idóneo para analizar cómo los miembros del grupo reproducen permanentemente las diferencias clasificatorias entre ellos y los otros culturales. Por lo tanto, para entender qué creó esos límites invisibles que crucé mientras caminaba entre las aldeas teenek, o, en otras palabras, cómo la identidad colectiva de una comunidad de individuos se convierte en identidad étnica, necesitamos investigar cómo las formas globales son mediadas local y culturalmente a través de la relación entre un espacio comunitario, las personas que lo habitan y las que no.

El escenario

Amplias disparidades económicas y sociales, originadas en el período colonial, separan a los grupos teenek de los ejek. La Huasteca, una exuberante región ganadera del trópico húmedo del noreste de México, ha sido un sitio de colonización desde la llegada de los españoles en el siglo xvi. La región se convirtió en escenario del clásico antagonismo entre agricultores y ganaderos. En este caso particular, el conflicto comenzó con el despojo de las tierras indígenas por parte de los colonos españoles y más tarde por los descendientes de estos últimos y los mestizos ricos. La apropiación de tierras nativas para el pastoreo continúa hasta la actualidad mediante diversos mecanismos de expolio, a veces de naturaleza violenta, que en última instancia para muchos individuos teenek que conozco cristalizó en la representación de los ganaderos mestizos como abusivos (Ariel de Vidas, 1994a, 2003a). En consecuencia, desde el comienzo de la era colonial los indígenas han luchado por recuperar sus tierras. Esta historia agraria se encuentra hoy en día esculpida en el paisaje. Los rancheros “blancos” y mestizos realizan sus actividades ganaderas en grandes propiedades planas, mientras que los campesinos teenek viven y trabajan intercalados entre parcelas fragmentadas y accidentadas, donde cultivan para su subsistencia maíz, frijol y agaves, estos últimos utilizados también en la artesanía local. La tierra cultivable de las poblaciones teenek es escasa. En Loma Larga, por ejemplo, cada una de las 38 familias que constituían este caserío durante mi estadía allí, tenía un promedio de menos de media hectárea de tierra pluvial ubicada en colinas pendientes. Así, el consecuente agotamiento de sus parcelas, junto con el crecimiento demográfico de las últimas décadas han obligado a varios individuos teenek a abandonar sus pueblos en busca de trabajo diario o estacional en la región. Estos trabajos fuera de su comunidad han puesto a la gente teenek de la región en contacto permanente con la población no indígena, que los explota e inevitablemente los hace conscientes de su condición marginal (Ariel de Vidas, 2002a).

     Las localidades teenek contemporáneas se encuentran dispersas alrededor de la ciudad mestiza de Tantoyuca. La mayoría de ellas se encuentran a dos o tres horas a pie de Tantoyuca (no había transporte regular en el momento de mi estancia). Pero lejos de estar relativamente aisladas de la sociedad nacional, estas aldeas sirven como sitios para una organización social y cultural que regula las interacciones con el grupo dominante y traza los límites entre mestizos y teenek. Como se verá, estas fronteras sociales también se recrean simbólicamente dentro del espacio de la ranchería de acuerdo con la cosmología local teenek.

     La docena de kilómetros que separa la mayoría de las aldeas teenek de la cabecera municipal mestiza de Tantoyuca (con una población aproximada de 25 000 habitantes) —el centro regional urbano, administrativo, comercial, religioso y político— abarca un abismo de ignorancia mutua sobre estos dos mundos, que están vinculados y son interdependientes, pero completamente distintos. Esta afirmación no apoya de ninguna manera la idea de Eric Wolf de la “comunidad corporativa cerrada”, una sociedad indígena homogénea y autosuficiente dotada de mecanismos de nivelación económica basados en una jerarquía civil y religiosa (Wolf, 1955).[8] La población teenek dispersa alrededor de la cabecera municipal en localidades (comunidades) administrativamente dependientes está profundamente ligada a Tantoyuca y a otros centros urbanos estatales y nacionales para fines comerciales, burocráticos y políticos, así como para la venta de su mano de obra.[9] Sin embargo, en términos generales, aunque los miembros de este grupo son en su mayoría bilingües, no tienen relaciones de sociabilidad estrecha con los habitantes del pueblo mestizo con los que mantienen una distancia social y relaciones superficiales.

     Los miembros de cada una de las dos sociedades han construido así su propio conjunto de representaciones del otro grupo humano que vive tan cerca, y sin embargo tan lejos. En consecuencia, los teenek veracruzanos viven tanto en constante contacto, como aislados de la sociedad mestiza, una vida que se articula en torno a una división social fundamental que separa, en términos del lenguaje regional local, “la gente de la ciudad” de la “gente de las comunidades”.[10] Esta distinción forja los modos de representación que
son compartidos en la práctica por los actores sociales de ambos lados de la división. Estas representaciones se manifiestan en los términos que los grupos utilizan a diario unos a otros. Los mestizos también son llamados por los teenek como “los españoles”, “gente de razón”, “los ganaderos”, “gente de carro”, “los ricos”, mientras que los mestizos de Tantoyuca llaman a los teenek “los indios”, “los inditos”, “los huastequitos” (ambos diminutivos peyorativos), “los indígenas”, “gente sin razón”, “kwitol” (‘niño’ en teenek), y, en el mejor de los casos, “la gente de origen humilde”. Además, siglos de relaciones racistas y opresivas hacia las poblaciones teenek fueron interiorizadas por los teenek locales que muchas veces expresan abiertamente discursos particularmente autodenigrantes, como “somos menos que nada”, “apestosos”, “sucios”, “feos”, “miedosos”, etc. (Ariel de Vidas, 2002a).

El enfoque de las fronteras sociales

Esta dicotomía que es vivida y percibida a diario por todos los actores sociales como un choque cultural —aunque se superponga a otros tipos de distinciones, ya sean sociales, económicas o territoriales— apoya en última instancia la percepción identitaria teenek como oposición de este grupo frente a los otros (principalmente los mestizos). La frontera así creada, como señala Barth (1969), es un modo para definir el grupo étnico y determinar su continuidad independientemente de su contenido cultural, que, en sí mismo, sigue siendo variable. Según Barth, la etnicidad lejos de ser primordial, es en realidad una forma de organización social, que surge de una situación interactiva y se basa en la demarcación de los grupos según su origen atribuido. Los signos diacríticos diferenciadores establecidos por cada grupo confirman entonces la naturaleza de la interacción social del grupo.

     El enfoque de Barth, según el cual las fronteras sociales expresan la diferenciación social, desenmarañó la etnicidad de la cultura, centrándose en la economía política de la etnicidad a la que “la cultura sería enteramente epifenómenal” (Verdery, 1994: 41).[11] Sin embargo, si la etnicidad ya no es una cultura compartida según este enfoque, sino la cultura como política, es sin duda esencial “problematizar el aspecto cultural de las identidades étnicas en lugar de darlo por sentado” (Verdery, 1994: 41, énfasis en el original). En este sentido y para entender la etnicidad teenek, podemos analizar los procesos históricos y sociales regionales que diferencian a este grupo de los demás, los discursos sobre los límites así creados, así como las resultantes producidas por estas relaciones intergrupales (Ariel de Vidas, 2003a). Estos procesos se ven reforzados por la diferenciación teenek propia marcada por ciertos rasgos culturales y estructurales externos como su lengua y su territorialidad. Sin embargo, aunque la adscripción y la autoadscripción reflejan ciertamente una identidad colectiva, no reflejan necesariamente una identidad étnica. Como señala Richard Jenkins, es importante distinguir “entre dos procesos analíticamente distintos de adscripción: la identificación del grupo y la categorización social. El primero ocurre dentro de los límites étnicos, el segundo fuera y a través de ellos” (Jenkins, 1997: 23, énfasis en el original). De hecho, aunque la diferenciación (y marginación) del grupo teenek de la sociedad nacional podría explicarse globalmente por la estratificación social basada en la desigualdad y no en la diferencia cultural —el análisis de los procesos históricos, sociales y políticos para comprender la formación de las fronteras étnicas nos permite sondear sus orígenes y justificaciones, pero no nos informa necesariamente sobre la visión indígena de estos procesos y sobre las distinciones étnicas resultantes tal como se perciben por el grupo étnico específico (Ariel de Vidas, 1994c).

     En otras palabras, los criterios, signos y límites nos permiten comprender la presencia del grupo y sus principios de diferenciación, pero sólo indican su persistencia, no su etnogénesis. Es en la fusión de estos dos aspectos, la identificación interna del grupo y la categorización social externa, donde reside la etnicidad (Comaroff y Comaroff, 1992: 52) y esta será la perspectiva adoptada en este artículo.

El enfoque espacio-cultural

Así pues, la especificidad de un grupo étnico no puede tomarse como un postulado basado únicamente en los límites afirmados por cada lado. También es necesario explorar la propia representación de la identidad y de la alteridad de un grupo particular y la elaboración interna relativa a su diferencia cultural. Subrayando la estructura de significado (Anderson, 1991; Cohen, 1985) que se da al “nosotros” y al “ellos”, se puede explicar cómo se elabora y transmite localmente el sentido de diferenciación y similitud. Por lo tanto, Anthony Cohen converge explícitamente con el enfoque de Barth, aunque desde otro punto de vista. “La etnicidad tiene una apariencia definida, pero más bien una sustancia indefinida” [no insustancial] (Cohen, 1994: 62). Asimismo, Barth (1994), que volvió a examinar su texto fundamental de 1969, reconoció que

[...] El problema del contenido cultural versus la frontera, tal como fue formulado, fue sin intención engañoso. Sí, se trata de analizar procesos [de elaboración] de fronteras, no de enumerar la cantidad de su contenido [...]. Pero colocar los fundamentos de estos procesos de demarcación no implica recorrer los límites de un grupo y observar sus marcas y [los mecanismos de] aislamiento de sus miembros. [...] Las actividades y las instituciones centrales y culturalmente valoradas dentro de un grupo étnico pueden estar profundamente involucradas en el mantenimiento de sus fronteras mediante el establecimiento de procesos internos de convergencia.[12]

     En este sentido, la conciencia colectiva de un grupo sobre los procesos históricos se toma en cuenta frecuentemente para abarcar la etnicidad de un grupo (entre algunos ejemplos: Comaroff y Comaroff, 1992; Farriss, 1984; Gruzinski, 1988), pero a menudo pasando por alto sus aspectos espaciales, que a su vez están impregnados por la historia (véase Halbwachs, 1968). Como lo mencionó Michel Foucault

El espacio fue tratado como el muerto, el fijo, el no dialéctico, el inmóvil. El tiempo, en cambio, era riqueza, fecundidad, vida, dialéctica... El uso de términos espaciales parece tener el aire de la anti-historia. Si uno empezaba a hablar en términos de espacio eso significaba que era hostil al tiempo. Significaba, como dicen los tontos, que uno “negaba la historia”... No entendieron que [estos términos espaciales]... significaban el poner en relieve procesos —históricos, no hace falta decir— de poder (Foucault, 1980: 149 citado por Agnew y Duncan, 1989: 1).[13]

     De hecho, la organización interna del espacio es un buen punto de partida para la problematización del aspecto cultural de las identidades étnicas, ya que los límites deben reconocerse “como cuestiones de conciencia más que de dictado institucional” (Cohen, 1994: 69; cf. Kuper, 1972; Pellow, 1996). El sentido de la diferencia y de la distinción puede residir simultáneamente (aunque de manera diferente) en la estructura y en la mente de las personas que las expresan. Así, al marcar el espacio étnico, los límites de un grupo indígena también marcan el límite de “dos sistemas [sociales] de actividad, de organización o de significado” (Donnan y Wilson, 1999: 22). Esta distinción nos obliga a considerar que cualquier espacio social está compuesto por un conjunto organizado de interacciones sociales externas e internas.

     Así, para entender la etnicidad teenek debemos primero preguntarnos si los miembros de este grupo usan un concepto de límites para pensar su territorialidad, grupos sociales y distinciones categóricas (Barth, 2000). Siguiendo la formulación de Hans Vermeulen y Cora Govers (1994: 4), podemos analizar la etnicidad teenek como un elemento de organización social que implica una interacción regulada y como un elemento de cultura que implica la conciencia de la diferencia. El espacio étnico teenek debería entonces reconstituirse no como un concepto putativo, sino como uno cognitivo, con énfasis en la propia experiencia de los individuos con los límites y su percepción de los mismos. Así pues, en este artículo se explora la etnicidad utilizando un modelo del Yo étnico y de la Otredad, tal como lo define el propio grupo étnico a través de su propia percepción de su organización espacial.

     Este enfoque no supone en modo alguno un retorno a una especie de esencialismo para explicar la configuración étnica, sino que toma en cuenta el modelo etnoteórico (es decir, la explicación y elaboración internas de las diferencias entre “nosotros” y “ellos”) para entender los mecanismos que intervienen en la elaboración de la identidad étnica (véase Fischer, 1999; Gil-White, 2001; Watanabe y Fischer, 2004). Siguiendo este enfoque, no excluyo un análisis constructivista o interactivo de los distintos parámetros externos para comprender la elaboración de una identidad étnica específica, pero sí destaco la forma en que un grupo étnico reelabora o resemantiza su configuración social específica según su propia lógica cultural y sobre la base de su propio patrimonio autóctono. La construcción simbólica de los límites, como se mostrará, abarca las interacciones sociales con otros culturales y denota una conciencia histórica. En la siguiente sección, analizaré cómo los individuos teenek con los que he estado en contacto en la aldea de Loma Larga piensan sus distinciones y similitudes culturales, y cómo lo experimentan dentro de su espacio comunitario.

La categorización social del espacio étnico teenek

El modelo etnoteórico teenek del “nosotros” y “ellos” podría no ser fácilmente aparente. Así pues, el carácter distintivo del grupo sólo es evidente desde el exterior por los límites formulados y varios marcadores culturales como la lengua teenek, mientras que su sustancia está confinada a la experiencia y la conciencia mantenidas encerradas en la intimidad del grupo. Analizar el significado interno de los límites teenek nos ayuda a entender cómo los grupos teenek manejan su espacio para volverlo étnico.

Los límites formales

La población teenek del municipio de Tantoyuca vive esencialmente en el marco de aldeas dispersas donde la tierra es propiedad colectiva de sus miembros, pero se cultiva en parcelas separadas. A diferencia, por ejemplo, de los municipios indígenas de Guatemala descritos por Sol Tax (1937, 1941), las quince comunidades (o congregaciones) teenek no son unidades políticas y sociales independientes y con otras quince comunidades nahuas y mestizas pertenecen al municipio de Tantoyuca, siendo administrativa y políticamente dependientes de la sede del municipio mestizo de Tantoyuca. Las aldeas teenek, dispersas dentro de los territorios de sus comunidades, no tienen límites formales. Las parcelas individuales delimitadas pueden estar situadas lejos de la aldea, pero siempre dentro de los límites de la comunidad, que sirve como foco de identificación colectiva primaria. La población teenek contemporánea del municipio de Tantoyuca, en sus diferentes aldeas dispersas, comparte un patrimonio y una historia, un idioma, unas modalidades de subsistencia, un asentamiento y una organización social similares. Sin embargo, no son de origen prehispánico, ni siquiera colonial. Son el resultado de un legado de tierras comunales constituidas a raíz de la ley liberal (1856) que ordenó el desmembramiento de las propiedades corporativas. Ésta, indujo la compra colectiva (condueñazgos) por parte de los campesinos indígenas de las tierras de las haciendas que habían cultivado como peones y en las que habían vivido (Ariel de Vidas, 1994b; Escobar Ohmstede, 1993).

     El crecimiento demográfico en los centros originales de estas comunidades que se produjo en el siglo xix condujo a la formación progresiva de nuevos caseríos contiguos. Este proceso dio lugar a la ocupación de todo el territorio comunal. Sin duda, fue paralelamente a este crecimiento de la población en un territorio cada vez más restringido que se estableció la formalización de los derechos de acceso a esas comunidades. Las tierras de los condueñazgos teenek del siglo xix y, posteriormente, las tierras teenek contemporáneas (que están actualmente bajo el estatus agrario de bienes comunales) son propiedades comunitarias que no pueden ser transferidas salvo entre los miembros de cada comunidad que han sido oficialmente registrados como habitantes originales y a sus descendientes. Por lo tanto, estos individuos no pueden utilizar y disponer de estas tierras como deseen. Por ejemplo, en las localidades teenek veracruzanas los legados de tierras son exclusivamente patrilineales. Por lo tanto, como se aplican las reglas de virilocalidad, un hombre foráneo, casado con una mujer local, aunque sea un individuo teenek de otra aldea, no podrá mudarse a la aldea de su cónyuge. Esta reglamentación no deriva pues de un conjunto de pequeñas propiedades privadas de cada uno de los miembros de la comunidad a las que todos pueden acceder libremente, sino de la posesión de tierras comunitarias fundadas en determinados derechos y obligaciones. Así, en este caso de propiedad privada indivisible que pertenece en conjunto a varios individuos, existe una superposición de leyes públicas y privadas. Además, para sus co-dueños o comuneros indígenas este patrimonio colectivo representa no sólo su principal medio de subsistencia (aunque no sea el único), sino también el lugar donde su especificidad cultural se expresa libremente (lengua, tradiciones, derecho consuetudinario...). Las tierras comunitarias constituyen así el soporte de una identidad compartida, que en este caso es también una identidad cultural.

     Con el fin de preservar este patrimonio colectivo e identitario, los comuneros han definido los criterios de pertenencia a su comunidad territorial sobre bases exclusivas que vinculan el derecho de la persona con el derecho a la tierra. Los criterios de pertenencia a la comunidad se despliegan así en dos ejes: uno, vertical, que implica relaciones genealógicas, y el otro, horizontal, que implica relaciones sociales. El principio de descendencia se superpone así estrictamente al derecho de acceso a la tierra comunitaria, que presenta entonces una dimensión extrafamiliar. En otros términos, la descendencia de un individuo no es suficiente para heredar el patrimonio familiar, ya que ese patrimonio no es realmente familiar (en el sentido de la unidad doméstica), sino que se trata más bien de un derecho de uso. Para poder aprovechar un derecho de acceso al patrimonio comunitario, el heredero (a nivel de la unidad familiar) debe, por tanto, tener también una relación social con la comunidad, es decir, cumplir una serie de obligaciones hacia la comunidad (participación en las faenas comunales semanales y en los cargos políticos y civiles). Por lo tanto, en este contexto, la transmisión de la propiedad a la descendencia implica también la transmisión de la condición social de un miembro de la comunidad que debe ser asumida y asegurada para poder aprovechar de la tierra comunal. Como la tierra de la comunidad no es propiedad privada, no puede ser transferida a personas ajenas a la comunidad. El derecho de acceso a la tierra está, pues, condicionado por dos conjuntos de normas superpuestas: las de ascendencia patrilineal y las de residencia.

La noción teenek de comunidad

El término “comunidad” tiene varias connotaciones en esta región. Según las leyes mexicanas de la Reforma Agraria, se trata de una estructura agraria legal (bienes comunales) originada en las haciendas del siglo xix.[14] También se refiere a una subdivisión municipal, a veces llamada “congregación”. Por último, como concepto teenek —kwentsal— describe el marco social inmediato de los individuos teenek con su división interna en aldeas o rancherías. Este término teenek, que se utiliza tanto para la aldea como para la comunidad entera (la suma de las aldeas que constituyen un kwentsal) demuestra la entidad global del grupo social al que la gente se siente pertenecer.

     De hecho, la relación entre el parentesco y la territorialidad, que define la pertenencia a la comunidad teenek, también se expresa lingüísticamente. El término “familia” no existe en teenek. Para describir a alguien como “pariente”, los informantes usaron las palabras teenek exlowaal, kidhtal y ja’uub, que expresan indistintamente (según ellos) “un conocido, alguien cercano, un pariente, un vecino, un amigo”. Aunque expliqué a mis interlocutores la diferencia semántica que existe entre estos términos, esa diferenciación aparentemente no existe en teenek. Los antónimos de esas palabras, dados por las mismas personas, sin otros comentarios expresan mejor su significado: yab xata u ujna= “él no es nada de mí”, “no estoy acostumbrado a él”; owel toneltsik= “un transeúnte que viene de lejos”; owel belaltsik= “los que han caminado desde lejos”; k’e’et’tsik ja’ts= “son otros, no de aquí”; yab a kidhtal= “no es alguien conocido” (por lo tanto, un desconocido). El término kidhtal (“cercano”, “pariente”, “un conocido”...) se aplica sólo a los individuos teenek, y kidhtalich es sin duda el término más cercano al concepto de ‘familia’. La raíz kidh que es un dialectalismo veracruzano y que constituye parte de la palabra kidhaab= “hermano” o “hermana”, se añade al morfema no para hacer la palabra kidhno= “vigilia” (entre hermanos, parientes, amigos, conocidos, vecinos), o a la palabra laab, que resulta en kidhlaab= “alegría”, “felicidad” (¿de estar juntos?). En cuanto al término ja’uub, según el diccionario de Carlos de Tapia Zenteno (1985) para el teenek del siglo xvii de la región de San Luis Potosí, también significa “linaje” o “descendencia”. Por lo tanto, el término ja’uub que originalmente denotó sólo lazos consanguíneos se usa actualmente en Loma Larga para designar también a los del mismo vecindario. Las comunidades basadas en lazos de sangre y la propiedad común de la tierra están así estrechamente conectadas. Los miembros de las aldeas teenek cercanas están efectivamente casados entre sí y vinculados por lazos de parentesco. Así, la ausencia de un término específico para designar a los que viven bajo el mismo techo y la existencia de términos que se aplican a todos los individuos teenek locales podría reflejar el concepto de grupo como una vasta parentela, una noción reforzada por la tendencia a la endogamia local. Es esta noción la que proporciona el sostén más sólido a la identidad colectiva y constituye la base de la inclusión o exclusión social (Ariel de Vidas, 1993; 2005).

     Por lo tanto, las colectividades teenek viven como un grupo social y políticamente reconocido con límites territoriales e históricos definidos. Las diversas autoridades teenek, elegidas internamente pueden gobernar de acuerdo con el derecho consuetudinario en casos surgidos dentro de las aldeas y preservar los derechos exclusivos de los teenek para obtener su propiedad comunal (Ariel de Vidas, 2003a). Al gobernar la vida social dentro de las aldeas y en todas las aldeas que forman una congregación (o una comunidad agraria), las autoridades teenek son las primeras en reforzar el sentimiento de cohesión o identidad colectiva entre los miembros de sus comunidades. Estas instituciones comunitarias no son necesariamente instituciones étnicas en el sentido de que sus funciones marcarían por sí solas las fronteras entre la sociedad teenek y la de los mestizos. Pero ése es uno de sus principales aspectos, que se percibe en particular por el filtro que ejercen frente a las instituciones municipales y nacionales (decidiendo, por ejemplo, qué casos se tratarán localmente y cuáles serán llevados a instancias jurídicas externas de orientación mestiza). Encargadas de vigilar las tradiciones comunes y las tierras comunales, refuerzan así las relaciones sociales internas de los grupos teenek a expensas de su relación con el mundo exterior no indígena y, por extensión, el sentimiento de identificación étnica ante el mundo ejek que les rodea.

     El aspecto étnico formal de la dicotomía teenek-ejek se refleja así en la forma en que los grupos teenek se afianzan en sus comunidades, los filtros que sus autoridades establecen entre los mestizos y los teenek, su práctica de la endogamia local y los diversos dispositivos que emplean para preservar su patrimonio territorial colectivo. El espacio comunitario donde se habla teenek, donde se siguen practicando ciertas costumbres específicas, donde las personas ajenas a la comunidad, especialmente los mestizos, son excluidas por diversos medios, y donde los mecanismos de incorporación implican la presencia efectiva de los habitantes de la comunidad, se convierte así para estos últimos en un lugar que ofrece apego emocional y refugio de un mundo externo bastante hostil (Ariel de Vidas, 2003a). La pertenencia al grupo étnico aparece entonces como una forma eficaz de defender las ventajas (tierra, autonomía relativa, derecho consuetudinario, etc.) y de superar las desventajas (sociales y económicas) a través de la solidaridad y las circunstancias compartidas. En esos casos de interacción continua entre grupos culturales separados, la etnicidad, conforme a lo que sugieren Nathan Glazer y Daniel Moynihan (1975: 15-16), parece surgir como un contrapeso a las características definitivas y deterministas de la estratificación social que surgen a partir de la historia particular de cada grupo.

     Finalmente, estos marcadores son formales, pero las relaciones entre los miembros de las comunidades teenek no sólo se basan en una proximidad espacial arbitraria o en la cohesión social. Como se mostrará, una visión particular del mundo, tal como la compartieron conmigo los individuos teenek con los que estuve en contacto, forma la base simbólica de su identidad étnica.

La identificación del grupo con el espacio étnico

Antes de analizar la organización étnica del espacio teenek, tengamos en cuenta que los conquistadores españoles que se adentraron en tierras mexicanas en el siglo xvi cambiaron dramáticamente el paisaje social y cultural local. Más allá de la drástica disminución demográfica (alrededor del 90%) de las poblaciones indígenas que sobrevivieron a la conquista, uno de los aspectos muy significativos de este evento histórico, desde una perspectiva sociocultural, fue la conversión general al cristianismo de esas poblaciones cuyas religiones hasta entonces habían sido politeístas. Hoy en día, la configuración social poscolonial y los legados del período español están profundamente arraigados en la vida cotidiana de las sociedades indígenas. Sin embargo, la memoria del pasado autóctono y de las antiguas creencias, que fue ocultada (y por lo tanto transformada) tras la llegada de los misioneros, impregna las interpretaciones indígenas contemporáneas de las relaciones interétnicas y se manifiesta a menudo en las esferas íntimas de las sociedades indígenas, como los rituales internos o los discursos aludidos.[15] Como hemos visto, entre los colectivos teenek, uno de los requisitos formales para ser miembro de pleno derecho de la comunidad es la descendencia patrilineal directa. Además, como predicaba Max Weber (1968), el aspecto étnico de una identidad colectiva se refuerza con una presunta historia fundacional común de los antepasados. De hecho, un mito ampliamente conocido y al que se refieren con frecuencia los habitantes de la aldea teenek que conocí, explica en sus propios términos, los límites sociales, económicos y ontológicos que los separan de otros grupos y, en última instancia organiza su espacio simbólico interno como un espacio étnico y autóctono.

El mito de origen teenek

Todo comenzó cuando apareció el sol. Antes de eso, la tierra era plana y los baatsik’, que eran los antepasados prehumanos, vivían en la oscuridad pre-solar. No querían recibir el sol, creyendo que la destrucción vendría con él, así que decidieron evitar su llegada. Para obstruir el sol, se enterraron de cabeza en la tierra que aún era blanda, creando así los cerros. Sin embargo, este intento de oscurecer la luz del día fracasó, y al final permanecieron en las sombras subterráneas, enfadados con los otros habitantes de la tierra que no luchaban contra el sol. Los baatsik’ siguen enfurecidos hasta el día de hoy con los descendientes de aquellos que aceptaron el sol y la tierra y pisotean su antiguo territorio. Al comienzo de esta nueva era solar,[16] se resintieron de la nueva configuración del universo, repartido desde entonces en dos mundos, uno subterráneo y otro sobre la tierra, y comenzaron a secuestrar personas y animales como burros, vacas, caballos, pollos y cerdos del mundo superior, encarcelándolos en el mundo infraterrestre. Esta situación terminó finalmente cuando un tal Marcos, liberó a todos los presos y cerró el lugar donde habían sido retenidos. A partir de ese momento, los seres ctónicos ya no pudieron robar cosas materiales, sólo las espirituales, es decir, las almas de los teenek. Por lo tanto, estos antepasados telúricos aparecen en la vida de los teenek contemporáneos en forma de remolinos o visiones, afligiéndolos y causando la pérdida de una parte del alma, dando lugar a las “enfermedades del alma”.

     Esta es una síntesis radical del mito del origen de los teenek veracruzanos, que me fue transmitida en distintas versiones (en teenek y español) por diferentes personas en varios pueblos teenek, especialmente en el contexto de los rituales de curación. En otro texto, al declinar este mito (y otros relatos relacionados) en varios contextos socioculturales con su exégesis teenek asociada, mostré que entre los teenek este mito sustenta un sistema de creencias y pensamiento que abarca la religión local, la mitología, las ideologías históricas y sociales, todas ellas relacionadas con su identificación étnica (Ariel de Vidas, 2003a).

     Como se demostrará aquí, este sistema también está estrechamente relacionado con una percepción simbólica particular del espacio al que los teenek atribuyen dimensiones temporales de órdenes distintos. Estas dimensiones temporales se reflejan en varios aspectos de la vida cotidiana teenek que se analizarán después de delinear las principales características del espacio propio de los baatsik’.

El espacio de los ancestros

Los baatsik’ (baats= torcido; ik’= viento, lo que significa “remolinos”) pertenecen a la tierra y son los amos de la tierra. Mis interlocutores teenek describieron el mundo de los baatsik’ como un lugar donde todo obedece a una lógica inversa a la suya. En este mundo de oscuridad, donde el lado izquierdo es dominante, los seres caminan hacia atrás. Además, los baatsik’, aprecian todo lo que los seres humanos encuentran despreciable, como comida podrida, sucia, maloliente e insípida.

     Los baatsik’ son despiadados y se asocian con todo lo que se considera vil, inmoral y no cristiano. Hoy en día, estos seres habitan el espacio salvaje, el alte’ (literalmente, ‘en’ o ‘bajo el monte’). Los encuentros con los baatsik’ son inevitables y generalmente ocurren en los senderos, cerca de los pozos, o en barrancos, árboles huecos o cuevas. Los baatsik’ se encuentran en particular en lugares donde la corteza terrestre es accidentada, es decir, en las laderas y zanjas que ellos mismos crearon enterrando sus cabezas en la tierra. En otras palabras, se encuentran en cualquier cavidad, hendidura o protuberancia topográfica que permita la comunicación con el inframundo (cf. Tousignant, 1979: 356).

     Estos lugares se llaman dhakil en teenek, lo que significa, según mis informantes, un lugar blanco (dhak= ‘blanco’), incoloro, insípido, como lo prefieren los baatsik’. Entre los antiguos mayas (a cuya familia lingüística pertenece el teenek),[17] el color blanco se asociaba con el norte, de donde venían las invasiones y el mal, y también con el maíz (su principal alimento) y con algunos espíritus ctónicos (González Torres, 1991: 126). Por otra parte, los tzotziles (mayas) de San Juan Chamula en el estado de Chiapas en el sur de México asocian el blanco (sak) con la irradiación del sol (Gossen, 1992: 224). Aunque no lo afirmaron directamente los informantes teenek, podemos inferir que el término dhakil evoca para ellos estas antiguas representaciones, vinculadas como están a una época primitiva, el sol, los espíritus de la tierra y el sustento básico. En cualquier caso, en la vida cotidiana, los teenek están muy atentos a estos lugares, que son un recordatorio constante de su historia de creación (basta con recordar la primera narración de este documento donde se cuenta que “antes”, los teenek vivían “en cuevas, bajo las rocas” comiendo alimentos no cocinados...). Como se verá, los teenek asocian el espacio de los baatsik’, localizado en el dhakil, a su pasado autóctono y por extensión, a su configuración social interétnica poscolonial.

     En cuanto a la figura de Marcos, el héroe mítico que salvó al pueblo encerrando a los baatsik’ en su condición ctónica,[18] puede representar, en la religión sincrética teenek, al apóstol Marcos, autor del segundo evangelio sinóptico. De hecho, este texto fue escrito precisamente para los convertidos del mundo pagano en el Imperio Romano. Según la representación canónica de este evangelista, San Marcos aparece en la iconografía popular mexicana (popularizada a través de imágenes sagradas y calendarios), escribiendo en un gran libro cerca de la entrada de una cueva con un felino alado a su lado. Recordemos que, según las creencias teenek, los baatsik’ habitan en cavidades y a menudo adoptan la forma de un gato aterrador. Aunque Marcos salvó a las personas y animales (de origen europeo) que habían sido capturados por los baatsik’ y luego encerró el universo de éstos últimos, no destruyó a estos seres ctónicos. Simplemente los confinó a su reino telúrico, del cual desde entonces sólo podían robar las almas de los teenek. A partir de ese momento los dos mundos, el pagano y el cristiano, quedaron delimitados y fueron incompatibles. El acto de Marcos, tal como se relata en el mito, podría por tanto percibirse como el acto que definió la actual separación de los dominios culturales entre la fe católica (en la superficie de la tierra) y la antigua religión (bajo la superficie de la tierra). Como subrayaron Jean y John Comaroff, los pueblos atrapados en procesos de cambio radical muchas veces utilizan oposiciones sugestivas para aceptar su historia. Sin embargo, como se mostrará, “dar sentido a todo el proceso [está] mediado... por un conjunto existente de categorías culturales” (Comaroff y Comaroff, 1987: 194).

     Este mito fundacional sostiene que la llegada del sol, que según mis interlocutores teenek corresponde a la llegada del cristianismo,[19] creó una distinción fundamental entre el espacio de los antepasados que rechazaron la nueva fe traída por la “luz” y el espacio de los actuales teenek, que la aceptaron.[20] Así, se constituyó un primer par de términos opuestos, en el que el “nosotros” del presente se contrastaba con el “ellos” del pasado. Hay que mostrar a estos “otros” respeto si no se quiere ser sometido a su furia y causar un desequilibrio social. De esta manera los teenek establecieron todo un sistema de distribución del espacio partiéndose de los baatsik’, y creando posteriormente una distinción entre el mundo autóctono mitificado y el mundo que después debía compartirse con la presencia hispano-cristiano-mestiza. A grandes rasgos, este sistema separa el espacio común entre el espacio doméstico cristiano del presente y el espacio silvestre y pagano del pasado.

     Esta organización del espacio es evidente en varios ámbitos, como los relacionados con la música, el cuerpo humano, el hogar, el lenguaje y los rituales de nacimiento. En conjunto, como se demostrará, estas distinciones reflejan un sistema clasificatorio interno de diferenciación étnica.

Los espacios musicales

Sin describir aquí en detalle las diferentes danzas y composiciones musicales que constituyen el patrimonio cultural teenek veracruzano (véase Ariel de Vidas, 2003a), es posible, sin embargo, observar una distinción espacial muy clara que se aplica a las danzas y a los tipos de instrumentos musicales que las acompañan. Los teenek veracruzanos practican seis danzas. Tres de ellas parecen ser de origen indígena antiguo (la danza del carrizo -bixom pakaab-, la danza del gavilán —bixom t’iiw— y la danza del tigrillo —bixom padhum) en virtud de que se acompañan de instrumentos como la flauta de otate o bambú, el tambor de marco cuadrado y/o los cascabeles de concha. Otras tres danzas se acompañan de un violín y una guitarra y, por lo tanto, parecen de origen europeo o son mutaciones de danzas antiguas (la danza de las inditas —bixom tsidhan—, la danza de los espejos —bixom lam— y la danza de los negritos —bixom ejek). Además, muchas variantes de estas danzas se encuentran en toda la región de la Huasteca y son interpretadas por grupos indígenas nahuas, totonacas, tepehuas y otomíes, hecho que refuerza a fortiori su carácter “importado”. Estas distinciones no son arbitrarias y creadas por mí, como si ocultara el sincretismo cultural. Esta clasificación la establecen los propios danzantes teenek que distinguen estas danzas según su relación con la fe católica o con las creencias paganas y que aplican esta distinción espacialmente. Así, las danzas que se consideran “foráneas” pueden ejecutarse dentro de las iglesias o capillas, mientras que las danzas que se consideran “nuestras” y que mantienen cierta relación implícita con algunas divinidades o rituales del pasado autóctono no se ejecutan generalmente dentro de los santuarios cristianos.

     La relación entre el espacio y el patrimonio musical autóctono se manifiesta también por el hecho de que los baatsik’, según las creencias locales, se niegan a escuchar la música que emana de los instrumentos de cuerda, como el violín y la guitarra. Como sabemos, estos instrumentos específicos fueron introducidos por los españoles, y acompañan a las tres danzas designadas como “foráneas”. Además, en los lugares sagrados de la región, como cerros, cuevas y árboles grandes, todos considerados dhakil, los sitios donde uno puede encontrarse con los seres del pasado autóctono, algunos interlocutores teenek me dijeron que se puede escuchar música festiva tocada con tambores y flautas. Como se ha señalado anteriormente, estos son los instrumentos musicales de las tres danzas antiguas que todavía existen hoy en esta región: las danzas del carrizo, del gavilán y del tigrillo. Es importante mencionar que ninguno de los informantes ha indicado haber escuchado en estos lugares particulares los instrumentos musicales de las otras danzas practicadas en la región, como el violín y la guitarra, que fueron introducidos por los europeos.

     La danza y la música se distinguen así por su origen. Por el significado que se les da, contribuyen a establecer distinciones pragmáticas, así como a la diferenciación entre el tiempo y el espacio contemporáneo, cristiano y el de la antigüedad pagana.

Los espacios corporales

Esta división espacial y temporal también se aplica a una distinción esencial hecha en el cuerpo humano y que se manifiesta particularmente a través del tipo de enfermedades que pueden padecer los individuos teenek. En la vida cotidiana los teenek están muy preocupados por los dhakil: los evitan, por ejemplo, al mediodía y después del anochecer, que son las horas favoritas de los baatsik’ o vierten aguardiente como ofrenda al pasar en esos lugares que siempre les recuerdan a los antepasados prehumanos y, por tanto, a sus orígenes y a la historia de la configuración social y espacial contemporánea. Los teenek son conscientes de ocupar un territorio que no es el suyo, y saben que los encuentros con estos seres permanentemente malévolos son inevitables. De hecho, este tipo de encuentro causa las enfermedades del alma. Las enfermedades del alma son el resultado de una perturbación de la fuerza vital de un ser. Según la nosología teenek, estas enfermedades son diferentes a las enfermedades del cuerpo que se deben a un mal funcionamiento físico. Las enfermedades en las que es evidente un mal funcionamiento del cuerpo se tratan con hierbas medicinales, infusiones, y si es necesario a través de la consulta con un médico en la ciudad. Estas enfermedades se consideran similares a las que sufren los mestizos y para curarse, los teenek usan el mismo tipo de remedios que sus vecinos no indios. Estas son enfermedades del presente. Las enfermedades del alma se califican de modo totalmente diferente. Según la propia exégesis de mis interlocutores, sólo los teenek pueden sufrir una enfermedad del alma, que resulta de la captura de la fuerza vital de un ser por los baatsik’, los antepasados del pasado autóctono. Estas enfermedades se curan mediante ritos terapéuticos particulares, llevados a cabo sólo por curanderos teenek, que obran por liberar el alma de su cautiverio.

     Siempre cuando los teenek contemporáneos se comportan de una manera juzgada excesiva con respecto a los baatsik’ (por ejemplo, si invaden su territorio o cazan animales prohibidos) o a los miembros de su comunidad (si se diferencian de los demás, provocando así la envidia —véase Ariel de Vidas, 2007), estos seres del inframundo aparecen en la vida de los teenek en forma de “aires”, visiones de animales feroces o fantasmas que asustan a los humanos. Tales visiones provocan un pavor repentino (jik’ltalaab), llamado espanto, o en algunos lugares susto, causando una pérdida de la fuerza espiritual (ch’ichiin), privando a las víctimas de parte de su calor interno, es decir, de parte de su fuerza anímica, y conduciendo a una “enfermedad del alma”. El jik’eenib o espanto se manifiesta por la falta de apetito, además de mareo, ansiedad, apatía, incapacidad para concentrarse, desmayos, pérdida de equilibrio y otros síntomas. Todos los casos reflejan un estado de debilidad y vulnerabilidad relacionado con la idea de perder las fuerzas vitales.[21]

     Para recuperar estas fuerzas vitales es necesario averiguar dónde se han perdido (ya que los efectos del espanto no siempre son inmediatos), y para ello se realizan diferentes tipos de barridas terapéuticas (peedhox, comúnmente llamadas limpias) y adivinaciones. Los rituales de adivinación detectan el dhakil donde el alma del paciente se mantiene cautiva. Este procedimiento implica, evidentemente, una cierta familiaridad con el espacio silvestre. Una vez que se ha descubierto el origen de la dolencia, los baatsik’ deben ser apaciguados en su propio territorio a través de invocaciones y ofrendas. Las invocaciones se hacen exclusivamente en teenek porque los baatsik’ no entienden el español (un ejemplo del refuerzo de la identidad étnica a través del lenguaje que permite la comunicación exclusiva con los antepasados). El rito también incluye la colocación, únicamente con la mano izquierda, de ofrendas especiales de alimentos al pie de ciertos árboles, alimentos que son sabrosos para los seres telúricos pero repugnantes para los seres humanos. Recordemos que los baatsik’ aprecian la basura, los escupitajos, los alimentos malolientes, sucios, crudos, podridos o insípidos, las cabezas de pollo, las cáscaras de huevo, los huesos, la carroña y especialmente el aguardiente mezclado con saliva. A cambio, los baatsik’ devuelven la fuerza espiritual cautiva a los teenek y se restablece el equilibrio simbólico entre los humanos y los seres sobrenaturales.

     Así, esta transposición del o de la paciente (o su representante) al espacio silvestre, del monte, que es antitético al reino humano para curar su alma, vincula al individuo con su pasado autóctono, con la historia del grupo, y por lo tanto con su identidad colectiva. La enfermedad del alma, a través de la transposición espacial, realza la relación entre el cuerpo individual y el cuerpo social y étnico. Después, el retorno del alma liberada al espacio doméstico reintroduce al paciente en el espacio del presente regido por los santos católicos y lo relaciona con el cuerpo social extra-étnico.

El espacio doméstico

Después de que el curandero ha redimido el alma cautiva en el espacio silvestre, la reubica en el cuerpo dentro del hogar del individuo. Esta ceremonia se realiza frente al altar donde se colocan imágenes de santos católicos íconos, a los que se les reza en español. La casa y su solar (patio) adyacente son considerados espacios donde la influencia de los baatsik’ es contrarrestada por el poder de los santos. El mito teenek sobre el origen de los curanderos (Ariel de Vidas, 2003a: 267-269) menciona que la “enfermedad” no puede encontrar a un hombre que se esconda en su propia casa. Los curanderos siempre cuidan así a sus pacientes en su propio domicilio porque uno sólo puede curarse en su casa. En las prácticas de curación, se puede ver claramente cómo se negocia el espacio de las diferentes divinidades. La casa y el patio son lugares que pertenecen a la vida sociocultural y católica, y constituyen espacios que fueron sustraídos del territorio antisocial de los baatsik’.

     Los límites entre los diferentes espacios se mantienen permanentemente mediante prácticas distintas. Por ejemplo, en un pasado no muy lejano, cuando la gente terminaba de construir una casa, invocaba una bendición que la consagraba como un hogar católico. Además, era necesario renovar esta ceremonia una vez cada diez años ya que, según mis informantes, la bendición “se borra” con el paso del tiempo. Se organizaba una vigilia precedida por una procesión de danzantes que interpretaban la danza del carrizo (bixom pakaab)
—considerada autóctona— y acompañada por imágenes de los santos católicos pertenecientes a la capilla de la aldea. Mientras tanto, el dueño de la casa encendía incienso hecho de copal y rociaba agua bendita en las cuatro esquinas de la casa y en el solar, empezando por la esquina derecha (todas estas actividades están relacionadas con el espacio social). La vigilia duraba toda la noche, alternando el rezo del rosario con la aspersión de agua bendita y el uso de incienso en la casa, así como en sus puertas y ventanas. Sin embargo, después de dejar las imágenes de los santos dentro de la casa, no se permitía que los danzantes entraran. Periódicamente, el dueño salía de la casa para verter una libación de aguardiente en el suelo, ofreciéndosela también a los danzantes. Mis informantes explicaron este detalle diciendo que “el santo que tenemos dentro de la casa no manda en todas partes, sólo donde vivimos” [es decir, el espacio doméstico].

     De estas descripciones, podemos inferir que se trataba de una ceremonia cuya intención era delimitar el territorio regido por los baatsik’ del de los santos católicos. Las ofrendas de aguardiente y la danza autóctona se hacían a los seres telúricos para pacificarlos porque acababan de perder una parte de su dominio. Además, el copal, el agua bendita y la derecha (el primer rincón en el que se usaba el incienso) son un anatema para los baatsik’ y consagran el lugar como un espacio fuera de su alcance. Estos elementos sirven como marcadores, tanto concretos como simbólicos, de los diferentes espacios. Personalmente, no tuve la oportunidad de asistir a esta práctica porque hace unos años el sacerdote de Tantoyuca que, aunque rara vez venía a la ranchería, descubrió este rito y lo prohibió, y desde entonces sólo un miembro del clero puede bendecir la casa. Claramente, no fui la primera en percibir en esta costumbre algunas prácticas “no ortodoxas”.

     Este principio de desplazamiento de un espacio a otro con sus connotaciones específicas está en la base de una ambivalencia social y cultural concreta. El cuerpo teenek y, por extensión, la casa teenek, las danzas, el idioma, etc., contienen dos dimensiones vinculadas a sitios concretos del paisaje y a distintos tiempos históricos y sociales. Sin embargo, no se trata de lugares precisos del espacio teenek, sino más bien de una percepción dualista particular que atribuye varios papeles a cada una de las dimensiones temporales representadas por el dominio pagano autóctono y el orden cristiano-exógeno (pero incorporado). Esto puede verse particularmente en el ritual teenek de nacimiento.

El ritual de nacimiento

En el ritual teenek de nacimiento se puede ver claramente la manera en que se establecen los límites entre los diferentes espacios. Sin embargo, en este caso, todo el rito se lleva a cabo dentro del espacio doméstico. La enfermedad
—como se considera el parto— y el exceso de contaminación que produce coloca la parturienta y a la partera en el ámbito de los baatsik’ de donde tienen que extraerse después de los primeros siete días de reclusión. Durante esa semana de confinamiento el espacio de la casa ya no se considera un espacio católico y social, sino en un limbo en el que el destino del bebé permanece incierto. De hecho, el interior de la casa sirve como un punto de encuentro, tanto espacial como simbólico, entre el universo de la oscuridad uterina y el de la luz social. Al final de este purgatorio espacial y temporal (el término se toma prestado de la teología católica sin su contenido religioso), los límites entre los dos universos deben ser marcados de nuevo. Así, la partera barre el interior de la casa con hierbas purificadoras para limpiar la impureza del espacio doméstico y devolverla al espacio silvestre de los baatsik’. Esta tarea se completa encendiendo en el interior de la casa incienso hecho con copal, que produce un olor agradable que los teenek asocian sólo con los santos católicos del ámbito social. Es en el umbral de la casa, en el límite entre el espacio social y el espacio doméstico, que durante el período neonatal permaneció indefinido, donde los padres ponen al recién nacido en brazos de la partera con los utensilios que le servirán más tarde en su vida social y que lo definen como miembro de la sociedad. Luego, la partera y el bebé rodean la casa, simbolizando explícitamente el ciclo vital que acaba de comenzar.

     Además, este paseo comienza en el lado derecho, el que es antitético a los baatsik’, y se realiza sosteniendo un tizón encendido. La luz se asocia con los santos católicos a los que se les habla sólo en español inmediatamente después de haber rodeado la casa. Frente a las imágenes de los santos la partera se persigna y recita el Ave María y el Padre Nuestro en español. Luego ella habla con los espíritus de la tierra en teenek pidiéndoles que dejen al niño con buena salud. Como en los rituales de curación, las oraciones a los santos siempre se dicen en español, mientras que las súplicas por la buena salud dirigidas a los baatsik’ se hacen en teenek. Estas distinciones muestran claramente los poderes y límites de cada una de estas entidades divinas, así como la sincera devoción a ambas.

     Debido a su extracción del inframundo y a su situación transitoria que precede a su entrada en el mundo cristiano, los niños teenek no bautizados (en términos católicos) se asocian localmente a la zarigüeya o tlacuache (uut’ en teenek). Además, las mujeres teenek veracruzanas llevan a sus hijos delante de sus cuerpos en una manta circular colgada en diagonal sobre sus hombros y a sus espaldas. Esta tela se llama akilab, sugiriendo la forma en que la descendencia de la zarigüeya se aferra a su madre en la bolsa marsupial y haciendo eco de la asociación de los niños teenek no bautizados con ese animal. Además, las personas malvadas con las que uno se encuentra por la noche (visiones) se llaman pakdha uut’ (‘grandes zarigüeyas’). La zarigüeya se asocia explícitamente con los baatsik’ que, aunque son espíritus subterráneos, interfieren en la vida de los humanos. El bautismo indígena se complementa después con el bautismo católico que borra, según mis interlocutores teenek, la condición de zarigüeya del niño. Los dos bautismos, el indígena y el católico, son por consiguiente complementarios en el proceso de formación de una persona. Las dos ceremonias, la pagana y la cristiana, crean respuestas de eco entre sí. El primer ritual es una extracción del alma, mientras que el segundo es una inmersión del cuerpo. El alma de un individuo teenek es, por lo tanto, el primer elemento que se separa del inframundo. El cuerpo, considerado como el de una zarigüeya o tlacuache —el animal de los baatsik’— hasta el bautismo católico, sigue al alma que ha surgido inicialmente. La partera que lleva los utensilios que el niño o niña usará en su vida activa es reemplazada en el rito cristiano por los padrinos que reciben alimentos que simbolizan el amanecer de la vida (café, pan dulce...). Al igual que el alma del niño, que requiere un período de tiempo para integrarse en su cuerpo y mostrarse en la sociedad, el cuerpo del niño espera un cierto tiempo para integrarse en el cuerpo institucional religioso que representa un cuerpo social extra-étnico mucho más vasto (cf. Slaney, 1997). Este lapso de tiempo entre los viajes del alma y del cuerpo se repite a la muerte de un individuo. Su alma abandona primero el cuerpo para ir a donde van las almas de los muertos, mientras que el cuerpo es luego enterrado (“sembrado”) en la tierra.

Discusión

Esta duplicación del ritual de nacimiento en las esferas pagana y cristiana, observada también entre otros grupos indígenas de México,[22] se aplica también en medio teenek veracruzano para otros rituales del ciclo vital como las bodas y los entierros, que siempre se dividen entre el ritual católico realizado por el sacerdote mestizo en español y de manera bastante impersonal en la iglesia de Tantoyuca, y la ceremonia tradicional realizada en el ámbito de la familia dentro de la aldea por el especialista ritual local teenek (Ariel de Vidas, 2003a: 148-158). Aunque forman parte del mundo cristiano, los teenek operan una bipartición de esos rituales que expresan, como las otras prácticas mencionadas, una distinción interna entre sus orígenes, lo cual es, a mi juicio, el núcleo duro de la etnicidad teenek. Los rituales terapéuticos y otras prácticas que demarcan los espacios entre los baatsik’ y los santos, y entre los ámbitos tradicionales y contemporáneos, expresan en última instancia la noción teenek de persona, individual y étnica. Así pues, el sistema de clasificación étnica que está en la base de toda identidad étnica (Levine, 1999) no es, en el caso teenek, en sí mismo espacial, sino que se expresa en el lenguaje del espacio (véase Kuper, 1972: 422).

     En efecto, en el caso teenek, parece que las diferentes categorías de tiempo están vinculadas a diferentes espacios de tal manera que la identidad étnica teenek, basada en un diálogo continuo con los antepasados, así como con sus sucesores actuales, expresa una ambivalencia social y cultural. Parafraseando a Karen Blu (1996: 221), los “otros” locales validan (aunque dolorosamente) el carácter distintivo y la realidad de la indigenidad teenek. Además, entre los vecinos indígenas nahuas católicos de Postectitla pude observar que durante el ritual de Chicomexochitl de petición de la lluvia, ellos delimitan el territorio ritual en el cerro rodeándolo con figuras cortadas de papel, que representan diferentes deidades paganas (cf. Sandstrom, 1997). Entre los teenek, la ambivalencia de la fe, en lugar de estar representada por objetos simbólicos, se basa en su realidad concreta de la división espacial y lingüística entre los santos cristianos, a los que sólo se les habla en español, y los espacios de los que huyeron de la nueva fe, a los que sólo se les habla en teenek. Al igual que los habitantes de la región de la Malinche en el centro de México descritos por Jane Hill (1985), existe un equilibrio funcional entre el uso del español y el idioma nativo, configurado por las relaciones de poder entre el sector capitalista nacional y las sociedades indígenas. El español es el idioma de la ciudad y de la distancia social mientras que la lengua nativa es la de la intimidad y de la identidad (Hill, 1985: 727). Pero a diferencia del pueblo de la Malinche, el uso distintivo de ambos idiomas entre los teenek no refleja una tensión interna entre puristas y laxistas. La división del espacio y las lenguas entre los teenek y los baatsik’, o la alternancia entre espacios autóctonos y exógenos, se organiza probablemente con el fin de preservar el equilibrio entre fuerzas opuestas (cf. Maybury-Lewis, 1989), haciendo frente así a las contradicciones que surgen para una sociedad nativa en su proceso de incorporación a una sociedad poscolonial que tiende a la homogeneización (cf. Comaroff y Comaroff, 1987: 206, no. 1). En conjunto, estos espacios conforman la identidad contemporánea de los teenek forjada a partir de 500 años de contactos interétnicos a través de la noción indígena de espacio y de acuerdo a una escala temporal. La partición espacial concreta resuelve la contradicción entre la tradición arcaica y el universo cristiano, preservando el patrimonio cultural indígena en un espacio específico fuera del alcance de los santos cristianos y sirviéndolo mediante un ferviente culto. Como los dos espacios son antitéticos, se conservan y se complementan en una relación diádica que forma la propia religión sincrética teenek, que en última instancia es bipartita. Tal como para los pueblos tarahumaras analizados por Frances Slaney (1997), la organización dual teenek de la realidad se forma dentro de un universo monista porque se trata de un credo único que se desarrolla en el espacio y el tiempo.

     Además, en las aldeas teenek, muchos me decían a menudo que varios habitantes de Tantoyuca que se comportan como mestizos son en realidad teenek nativos pero que ya no creen en el dominio de los baatsik’. Así pues, el apego al lugar, junto con las ideas expresadas por varios de mis interlocutores teenek sobre su propio espacio, que no se basa en la exclusividad étnica sino más bien en la inscripción multiétnica histórica en el relieve, son fundamentales para asentar el sentido de pertenencia al grupo étnico local. Como se examinará más adelante, aunque la cultura y la religión teenek son sincréticas, la identidad étnica de este grupo emana del mero hecho de diferenciarse internamente de los “otros” y, al mismo tiempo, vincular de manera permanente el espacio autóctono al universo exterior.

La conformación de la etnicidad teenek en torno a eventos históricos y configuraciones espaciales

En lugar de presentar un análisis detallado de una práctica específica relacionada con un espacio, he optado por presentar de manera concisa un complejo de prácticas teenek que hacen evidente la partición concreta de diferentes espacios. Este complejo parece presentar una concepción particular del espacio o, en otras palabras, una estructura de significados. Recapitulemos los elementos esenciales que aparecen en esta división de espacios. Se trata de espacios que delimitan simultáneamente los dos universos en los que viven los teenek: el espacio que pertenece a los seres del pasado pagano y por extensión a la tradición, y el espacio que pertenece a los santos del presente católico y por extensión a la contemporaneidad. Cada espacio corresponde a un lugar específico en el paisaje, por ejemplo, el espacio doméstico en contraposición al espacio silvestre, o la capilla local en contraposición a los lugares sagrados paganos. Estos espacios duales también pueden inscribirse en la concepción del cuerpo: el izquierdo es el lado con el que se comunica con los baatsik’ y el derecho es el lado de los humanos y los santos. Esta división aparece también en la clasificación de las enfermedades: las del “cuerpo” que pertenecen a este universo y las del “alma” que vinculan a los teenek con sus antepasados, los baatsik’. Cada espacio corresponde a una actitud específica, así como a un idioma particular: el teenek cuando uno está en comunicación con los baatsik’, el español cuando uno tiene que negociar con los elementos considerados como cristianos, extranjeros o modernos. Así, si tenemos en cuenta las narraciones históricas teenek como paradigma de esta configuración simbólica de los espacios —como la oposición entre los espacios cristiano y pagano, lo cultivado y lo silvestre, etc., que están presentes en las prácticas teenek—, éstas parecen surgir no sólo de una organización dualista sino también de extrapolaciones dialógicas dentro del universo social teenek.

     Para concretar mis observaciones y profundizar en el análisis, presento el testimonio de Dionisio, el curandero de Loma Larga, la aldea teenek donde realicé la mayor parte de mis investigaciones. Su relato define y amplía las concepciones espaciales dualistas que se han discutido hasta ahora

El interior de la tierra está poblado por malos, porque los de dentro de la tierra están en contra de nosotros, porque así pasó. Pero cuando hay que buscar el ch’ichiin [el alma] vamos a hablar con los que se debe. Los espíritus nos escuchan, están con nosotros, la tierra también, es un espíritu maligno, son malos amigos, malos hermanos, malos antepasados; ahí están, debajo de la tierra, por eso hay que hablar también con la tierra, porque bajo la tierra están vivos, allí están los difuntos que fueron bajo tierra. Los espíritus de esos muertos están allí debajo, allí quedó su vida —en la tierra. Es por ello que debemos ir a ver a nuestros espíritus cuando necesitamos pedirles perdón. Primero aquí con Dios, arriba, porque pertenecemos a este lugar, y después hay que hablar también con la tierra porque allí están los espíritus. Pero vamos allá porque la tierra tiene otro trabajo, tiene otros poderes. La tierra no quiere ver cruces, no quiere oír oraciones, la tierra no quiere que nos persignemos, que demos alabanzas a Dios, que recemos. No, la tierra nunca quiere ver eso, es por eso que nunca rezamos con la tierra, sólo cuando vamos a buscar a Dios. Con la Santa Cruz, las oraciones, rezamos nuestras creencias en Dios, pero con la tierra nunca. No le gusta eso, no quiere verte con la cruz, rezando, eso no quiere. Si rezas, no te va a recibir, no te va a dar tu ch’ichiin. Si vas a ver a la tierra no debes rezar, porque la tierra no quiere rezos, no quiere velas, ni copal, nada, porque son malos, quieren malos tratos, maldiciones, lo que quieren es Satanás porque no quisieron ver a Dios. No quisieron ver la imagen de Dios, no quisieron ver cosas buenas, por eso se metieron debajo de la tierra. Los baatsik’, ellos no quieren nada, no quieren escuchar alabanzas a Dios, no quieren oír lo que nos gusta aquí, no quieren ver bailes con violines, nada, están enojados, entonces llevan parte de nuestro chalap [el pensamiento] bajo tierra, donde ellos. Les gustó irse bajo tierra y nosotros, a los que no gusta ir bajo tierra, nos quedamos aquí, en lo alto porque vamos a rezar, al bautismo, porque vamos con Cristo, con Dios. A los que no quisieron ir con Dios no los bautizaron, no van a la iglesia, no aprenden a rezar, se quedan con los baatsik’. Quien no quiera ir con Dios no se hace bautizar, no aprende a rezar, a cantar, y cuando llega la hora, va directamente donde ellos, no va al cielo porque no está bautizado, no sabe rezar, no sabe cantar, va directamente a donde los baatsik’. Pero nosotros cuando estamos bautizados sabemos que somos cristianos, que hay que rezar, hay que saber, hay que creer, hay que dar alabanzas a Dios. Así somos. Los antepasados, algunos se quedaron bajo tierra, otros arriba. Por eso hay dos lugares, uno aquí con éste y otro allí con ése. Dicen que hay dos Dioses, uno se llama Jonás, es el que manda en la tierra, está abajo de la tierra.[23] El de arriba, es Jesucristo. Dios padre está en el cielo, el padre Satanás dentro de

la tierra, es el gran ladrón [de almas]. Te caes en el camino o ves un animal, vas a un lugar en el que encuentras cosas malas, o ves gente mala, eso viene de ellos, de Satanás.

     Este testimonio resume muy explícitamente las prácticas descritas anteriormente. Como paradigma detrás de la expresada partición dualista, encontramos el mito de origen teenek y los baatsik’ que son sus antepasados prehumanos. También encontramos en él la interiorización de la ideología de la evangelización como elemento dominante en la explicación del credo actual de los teenek (cf. Hawkins, 1984). La clara conexión entre la inmersión de los baatsik’ en la tierra para evitar la llegada del sol y la evangelización misionera demuestra la adaptación de este mito a la historia, pero también el entrelazamiento de la cultura indígena con la europea. Las distinciones culturales entre los teenek y los mestizos sólo podían entenderse, por tanto, considerándolas como constitutivas de una sociedad postcolonial (cf. Grinker, 1990; Hawkins, 1984; Slaney, 1997). Como todos los relatos sobre la aparición del sol, sean o no anteriores a la era cristiana, este mito reproduce una batalla cósmica de este astro para convertirse, literal o simbólicamente, en la única fuerza que ilumina el mundo. El universo de los baatsik’ se asocia así a la ancestralidad, la autoctonía, la tierra, la lengua teenek y al declive, elementos constitutivos de la cultura contemporánea teenek que se oponen a los valores de la sociedad dominante. Estos elementos expresan la ambivalencia social y cultural en la que viven los grupos teenek contemporáneos, una ambivalencia que está en la base de su identificación étnica. De hecho, los teenek se consideran descendientes de los baatsik’, lo que significa que se identifican con el mundo arcaico y pagano. Por otro lado, se ven a sí mismos como parte del mundo moderno y católico.

     Sin embargo, lo que parece estar en juego en esta serie de oposiciones dualistas en las prácticas teenek no es el hallazgo de una especie de pensamiento humano universalista o americanista caracterizado por las inversiones de polaridades, que fueron calificadas por Claude Lévi-Strauss como “el dualismo inestable” propio del pensamiento amerindio (Lévi-Strauss, 1995: 231). Este tipo de análisis, como bien dijo Roger Rasnake, se mantiene en el nivel del pensamiento, fuera del tiempo y de la praxis (Rasnake, 1988: 138) y no tiene en cuenta una conciencia histórica dentro del corpus mítico (Hugh-Jones, 1989: 54). En este trabajo, estoy más bien interesada en analizar las relaciones entre los mitos y las narrativas históricas, el orden social y las prácticas espaciales. La realidad cosmológica mesoamericana se caracteriza, en efecto, por las oposiciones diádicas.[24] Pero para comprender cómo se configura la etnicidad contemporánea de un grupo indígena, no sólo por sus antecedentes culturales sino también por su entorno extracomunitario contemporáneo y sus procesos históricos, es importante contextualizar social e históricamente sus prácticas y narraciones (véase Hugh-Jones, 1989; Rasnake, 1988; Roe, 1988; Tedlock, 1983) mostrando que, si bien se expresan en un lenguaje metafórico específico, los mitos siguen el ritmo de la realidad contemporánea. Así pues, interpretar esas prácticas y narraciones teenek como “expresiones poéticas de la historia” (Comaroff y Comaroff, 1987) nos permite en última instancia extraer de ellas el lenguaje cultural a través del cual se expresa la conciencia histórica y social de un grupo étnico en relación con la configuración socioeconómica en la que se sitúa. Para demostrar la relación entre las prácticas y narrativas teenek mencionadas con la situación interétnica contemporánea, escuchemos de nuevo a Dionisio, esta vez explícitamente en relación con un acontecimiento histórico y relativamente reciente:

Se dice que el teenek quedó muy pobre porque es muy dejante [indolente], no quería ser malo, no quería andar de noche, eso no le gusta, no le gusta matar gente, y por eso quedó así. Al ejek, al español le gusta robar, quitarle al otro. Le gusta tomar lo que encuentra en el camino, le gusta matar, sacar dinero, llevarse el ganado, juntar animalitos llevándolos a su solar, porque son ellos los que matan a los teenek. Por eso ellos son más ricos, así llegaron a tener dinero, a tener casas bonitas, porque no tuvieron piedad de los teenek, porque el teenek no se defendió por ser muy dejante. Todo lo que tenían los teenek los ejek se lo llevaron, agarraron todo el ganado de los teenek, todo lo robaron, así fue como llegaron a tener dinero. Por eso ahora los ejek están bien instalados en las ciudades, en casas bonitas, es porque tienen dinero, se llevaron muchos animales. Antes a los huastecos les quitaron todas las cosas que tenían. Eso nos lo contaron los abuelos, cuando hubo la Revolución, los huastecos tenían vacas, caballos, tenían cosas, pero ahora que pasó la Revolución el pobre se quedó sin sus animales, como puedes ver ahora: ya no tienen casas, ni animales, así nomás. El ejek está allí con sus animales, sus vacas, sus casas, bonito. Los huastecos no pueden luchar contra eso porque son miedosos, asustados, no quieren pelear, no quieren matar a sus enemigos, no quieren matar. El ejek no tiene lástima, ni sabe qué es, son soldados, meten balazos. En México, cuando el español llegó se dice que los huastecos [probablemente los aztecas] lucharon, pero no todos, unos cuantos. El que podía, los que lucharon fueron los que se apropiaron de [la Ciudad de] México, pero no todos son así parejos, sólo algunos, los demás se fueron al monte. Hasta ahora estamos aquí en el alte’. Nosotros estamos aquí en el monte porque mis abuelos y mis padres no quisieron luchar, no quisieron pelear y por eso se fueron a esconder. Los que quisieron luchar entraron en la capital, por eso los que están en [la Ciudad de] México son los que lucharon, a los que les gusta la lucha, el pleito, les gustó la matanza. A los que no les gustó eso, esos vinieron aquí al monte, aquí se quedaron, caminaron y luego se quedaron aquí. Así estamos nosotros aquí, porque mis antepasados vinieron acá, al alte’, porque no querían luchar, no querían pelearse, por eso hay huastecos aquí en el monte. Los que no quisieron pelear contra los españoles, contra los extranjeros, están aquí. El español hizo guerras, hizo cosas, nos espantó, se apropió de lo que teníamos, y el que no quiso luchar se quedó así [situación actual] (Ariel de Vidas, 2003a: 424).

     En este relato se encuentran las posiciones espaciales de los teenek y los mestizos definidas por el poder de la violencia. Esta narración muestra claramente la construcción subjetiva de una cultura subalterna en la articulación de las relaciones de poder y la identidad de la comunidad (cf. Alonso, 1995). Los teenek no querían luchar contra los recién llegados y por eso se refugiaron en el alte’, el espacio de la naturaleza, el espacio no cultivado por excelencia, el ámbito de los baatsik’ que son sus antepasados y origen de su identidad étnica.[25] Sin embargo, según este relato, los teenek tienden a evitar comportarse como los baatsik’: no deambulan de noche, no matan, no roban y cosas por el estilo. Más bien, son los mestizos los que actúan de esa manera, haciéndose finalmente ricos a expensas de los teenek al apoderarse de sus propiedades, incluyendo su ganado, precisamente como los baatsik’ que robaron los animales europeos a la llegada de la luz.[26] Además, los ejek tienen fama de ser capaces de domesticar los animales silvestres de los baatsik’, como serpientes, búhos o jaguares —precisamente aquellos que los teenek dicen que no pueden ser domesticados ya que pertenecen a los seres del inframundo. Al igual que la “transformación inca” de los occidentales que se opera en un mito Shipibo (Roe, 1988), los mestizos se asocian en el mito teenek a los poderosos ancestros para explicar su riqueza y poder. “Los ejek saben cómo dominar, lo quieren todo, quieren ser intrépidos”. Pero los teenek parecen mostrar una actitud completamente diferente a la del ejek y al negarse a luchar contra los soldados, huyeron, al espacio de la naturaleza, al alte’, el espacio de los seres telúricos, redescubriendo así el modo de vida de los antepasados prehumanos. Aquí, hay algo así como un imperfecto retorno a la era primitiva, porque hubo un retroceso, experimentado como un cataclismo. De hecho, según esta narración, con la Revolución los teenek volvieron al espacio silvestre, pero los ejek no salieron de él completamente. La relación antitética entre los dos grupos se ve así ensombrecida por esta inversión incompleta. Es como la Revolución que, aunque marcó un punto de inflexión en la historia de México, no cambió drásticamente la situación para los teenek veracruzanos, y ese episodio permanece en la memoria colectiva más bien como una verdadera catástrofe.

     Recordemos que el período pre-revolucionario fue el de la creación histórica de las actuales comunidades teenek. Favorecidos por varias leyes y coyunturas liberales a finales del siglo xix, los peones teenek compraron progresivamente las tierras de las haciendas donde trabajaban y las mantuvieron en copropiedad. El condueñazgo es, en realidad, una forma de tenencia comunal de tierras en cuanto a la gestión de los asuntos internos y una propiedad privada frente a instituciones externas. Esta fórmula ha permitido el anclaje territorial de los teenek —los límites de las comunidades actuales se trazan en la mayoría de los casos sobre los de las antiguas haciendas— y el comienzo de su organización social, así como su reconstitución como grupo étnico tal como se conoce hoy en día. Además, es difícil evaluar el grado de emancipación económica y política de los teenek a principios del siglo xx. Uno podría imaginar que aquellos que ya habían alcanzado la copropiedad experimentaron una fase de estabilidad. Por otra parte, en esa época un número considerable de individuos teenek vivía todavía bajo el régimen de la hacienda, que en esa región se reducía sobre todo a su obligación de trabajar un día a la semana para el terrateniente a cambio del derecho a cultivar una parcela de tierra en su dominio. Algunos descendientes de hacendados de Tantoyuca me aseguraron que antes de la Revolución la suerte de los peones de sus abuelos era mucho mejor que la actual y que, de hecho, poseían animales de toda clase, como se menciona en el relato citado anteriormente; así, evocando extrema pobreza de los teenek actuales, un hombre rojizo que vive en Tantoyuca de sus rentas afirmó: “Su libertad es algo bueno, pero eso no les ayuda a comer”.

     La Revolución, que empezó en 1910 y duró una docena de años, alteró permanentemente esta situación que se presume satisfactoria. Durante la Revolución, la región huasteca fue atravesada por grupos revolucionarios y contrarrevolucionarios que obligaron a los indígenas que encontraban en su camino a proporcionarles alimentos y animales para llevar su material. En consecuencia, los indígenas fueron acusados por ambas partes de colaborar, y hubo represalias y saqueos contra ellos: chozas y cosechas quemadas, robos, violaciones, ejecuciones, ahorcamientos y asaltos similares.[27] Los indígenas también fueron obligados a aceptar el reclutamiento forzoso en uno u otro grupo de combate de la región, y para escapar, muchos de ellos optaron por huir al alte’. Hoy en día, los ancianos cuentan lo que sus padres les contaron de aquella época: no había nada que comer, y muchos murieron de hambre porque la gente sólo comía lo poco que podía encontrar en la naturaleza —raíces de plátanos y papayas, semillas de crotón, t’udhub (Vitis mesoamericana, de la familia de los vitáceas), ciertas hierbas, mandioca, frutas del ojox o árbol del fruto del pan (Brosimum alicastrum, de la familia de las moráceas) y cosas por el estilo.

     En la narración mencionada, la visión de las relaciones entre los teenek y la figura del mestizo abusivo es conmovedora. Llama también la atención el hecho de que está completamente interiorizada en las prácticas y en los conceptos locales teenek con respecto al “Otro”. En una ocasión, le pedí al curandero de Loma Larga que me curara y él reaccionó diciendo que el modo teenek de curar no es aplicable a personas no teenek. Argumentando que tenemos el mismo cuerpo, lo convencí y cuando llegamos a un árbol específico donde se realizan los rituales de curación, Dionisio habló con ese árbol explicándole, en teenek, que, aunque yo fuera una fuereña (ejek), no hago daño a nadie ni robo a nadie y que como me quedo en la ranchería debería ser considerada positivamente por los baatsik' y ellos deberían ayudarme. Además, el miedo al mestizo se percibe como un rasgo étnico, y cuando el jefe del grupo de la Danza del Gavilán regresó al pueblo después de participar en una reunión de danzas mayas en el estado sureño de Campeche, me dijo que todos los danzantes eran en realidad teenek, no sólo porque hablaban un idioma cercano al suyo, sino porque también, como le dijeron, temían a los “ricos”. En otro lugar, analicé en profundidad las relaciones sociales y abusivas que los teenek soportan de sus vecinos mestizos (denigración, explotación, expolio...) y cómo estas interacciones son interpretadas e interiorizadas por los teenek que conozco (Ariel de Vidas, 2003a).

     De hecho, esta narración se une a las explicaciones dadas por Dionisio y citadas al principio de ese artículo sobre la huida de los habitantes de las aldeas teenek a mi llegada. Sin embargo, más allá de los hechos históricos, ¿no hemos escuchado ya esta misma historia de la huida a la naturaleza después de otro cataclismo, aquel en el que los baatsik’, que, no queriendo luchar contra la luz, enterraron sus cabezas en la tierra? Los relatos teenek parecen comparar el comportamiento de la gente teenek ante el desastre revolucionario —y, en general, ante el ejek— con el de los baatsik’ ante la llegada de otro cataclismo, el de la luz. La Revolución fue así experimentada como otro desastre, bien anclado en la realidad. Sin embargo, su narración adquirió el estatus de un cuento mítico cuya estructura recuerda a la de una catástrofe más lejana que se convirtió en un mito fundacional de los antepasados de los teenek y, más aún, que explica sus enfermedades y sus desgracias. Como bien dice Patricia McAnany, el culto a los antepasados no se refiere en última instancia “a los muertos, sino a cómo los vivos se sirven de los muertos” (McAnany, 2000: 484) y, por extensión, al pasado. El mismo proceso puede verse también entre los indígenas chamula descritos por Gary Gossen (1999: 25) donde “nuevas oleadas de otros [...] son sistemáticamente relegadas a un pasado recién reconfigurado”. Lo tradicional es un modo de interpretación para entender y legitimar el presente transfiriendo el mundo representado al pasado (Alonso, 1995: 10). De hecho, la misma estructura de pensamiento se aplica para explicar la enfermedad (baatsik’) así como la desgracia social (la Revolución y los mestizos) dando la impresión de que nada ha cambiado. Estos dos relatos míticos, a fin de cuenta análogos, parecen surgir de un modelo de transmisión de la memoria que da cuenta de la formación simbólica de la identidad teenek y que se expresa espacialmente en el territorio étnico a través de diferentes prácticas religiosas, sociales y corporales. Como señala Stephen Hugh-Jones, el pensamiento mítico destila de la experiencia histórica un conjunto ordenado de categorías sin borrar sus fuentes de la conciencia (Hugh-Jones, 1989: 57).

     Así, estas repeticiones narrativas y sus prácticas asociadas transmiten en última instancia el mensaje del conflicto étnico que está en el origen de los cataclismos y la desgracia teenek. En otras palabras, los relatos míticos y las prácticas relacionadas con ellos dan cuenta de las configuraciones sociales que emanan de los hechos históricos y colocan en un lado a los que irrumpieron en el mundo indígena y en el otro a aquellos para los que sólo queda un recuerdo de él.

Conclusiones

Las oposiciones dualistas, que caracterizan las diferentes prácticas y narraciones teenek mencionadas, emanan de un acontecimiento determinante evocado en el mito de origen teenek que alude al advenimiento del cristianismo y a la subyugación por una cultura ajena. El mundo actual de los teenek se caracteriza por la ambivalencia de sus creencias, que podemos ver en su división del espacio comunitario. Así, aunque los baatsik’ están localizados en el dominio de lo antisocial, no dejan de ser los antepasados y como tales forjaron la historia del grupo. En otras palabras, los baatsik’ encarnan la alteridad constituyente de la identidad teenek. Además, aunque pertenecen al mundo infraterrestre, los baatsik’ siguen siendo los garantes de la moralidad teenek aquí en la tierra. Esto se hace a través del mecanismo de las enfermedades que a menudo golpean a los cuerpos teenek por causa de una transgresión territorial o lapsos sociales (Ariel de Vidas, 2003a). El castigo del exceso por el infortunio salvaguarda así el orden social y también sirve como un recordatorio del origen común del grupo y de la memoria colectiva. Los baatsik’, dueños de la tierra, son por lo tanto los guardianes del territorio teenek en su sentido más amplio. Por lo tanto, la alteridad no es opuesta al sí mismo, sino que está en el sí mismo. Esto puede explicar, extrapolando un poco, el hecho de que incluso que la conciencia histórica, así como la visión específica de las desigualdades sociales estén muy vivas entre los teenek veracruzanos que conocí, éstas no se fusionaron (hasta ahora) en un movimiento etnopolítico sino en prácticas espaciales internas (Ariel de Vidas, 2000; 2003b). Estas configuraciones simbólicas y sociales han dado lugar a que los teenek dupliquen sus límites. Tienen límites externos con respecto a los mestizos que marcan el contorno de su territorio con estrictas normas de ascendencia y residencia y límites internos con respecto a los baatsik’ que marcan el contorno de su religión sincrética contemporánea y su forma de vida, aunque reconocen su fidelidad a sus antepasados recalcitrantes y derrotados. Así pues, la noción interna de marcación social esclarece la ambigüedad de los límites, que es probablemente lo que motiva a muchas sociedades a investirlos fuertemente de simbolismo (Cohen, 1994: 69).

     El enfoque proxémico adoptado en este artículo, es decir, “las observaciones y teorías interrelacionadas del uso del espacio por parte del hombre como una elaboración especializada de la cultura” (Hall, 1966: 1), nos permite captar el sentido teenek de la singularidad social. La relación entre la localidad y la identidad indígena ha quedado bien establecida en el área mesoamericana, destacando la percepción dinámica de las prácticas y los discursos indígenas anclados en las cosmovisiones y mecanismos locales a fin de mantener las fronteras sociales en el contexto de los cambiantes entornos ecológicos y extra-étnicos (véase, por ejemplo, los estudios de casos de Brintnall, 1979; Bunzel, 1959; Hoffmann y Salmerón Castro, 1997; Tax, 1941; Warren, 1978; Watanabe, 1992). No obstante, mi preocupación en este artículo no es el análisis de la relación entre la identidad y la localidad (pueblo, aldea) o la identidad indígena como corolario de la no indígena dentro de la cultura nacional (Hawkins, 1984). Se trata más bien del análisis de un espacio simbólicamente construido, que, en este caso, incluye la aldea anclada en su entorno silvestre, así como en su contexto regional no indígena. En otras palabras, no son sólo los aspectos sociales locales (“conocimiento, experiencia y familiaridad interpersonal necesarios para intuir los acontecimientos y los individuos dentro de ese discurso” de acuerdo a Watanabe, 1992: 15) sino también la elaboración simbólica y las prácticas que las acompañan (que son en sí mismas una construcción histórica contextual) las que, en relación con parámetros externos, forjan la identidad étnica teenek.

     Mi análisis de la cosmovisión teenek como un modo autóctono para organizar las relaciones extracomunitarias complementa los estudios mencionados anteriormente al destacar cómo las jerarquías interétnicas se interiorizan y se traducen en una modalidad simbólica de la organización del espacio intracomunitario. Pero a diferencia de otros casos en los que el “simbolismo de la subordinación” (Warren, 1978) se canaliza hacia la conciencia política exteriorizada o pan-indígena, los teenek veracruzanos lo están orientando internamente. Ellos dan forma a su espacio comunal y a sus límites de la misma manera en que categorizan a “otros” y se identifican a sí mismos. Las relaciones sociales con el otro cultural son, por tanto, la clave de esta construcción interna de la identidad étnica, y se expresan en dos ámbitos espaciales distintos. El primero es posicional y, por tanto, extrovertido; como organización social, la etnicidad teenek se basa en interacciones reguladas a través de mecanismos sociopolíticos, que mantienen los límites de la comunidad con el mundo contemporáneo no teenek. La segunda es relacional y por lo tanto introvertida; como elemento de la cultura, la referencia étnica de los teenek —es decir, la racionalización interna de su peculiaridad compartida y la conciencia de la diferencia desigual y asimétrica con sus vecinos mestizos— proviene de sus relaciones con sus antepasados que se expresan en la organización interna de su espacio comunitario y conciernen exclusivamente a los miembros de la comunidad. Sin embargo, la historia de los antepasados prehumanos no es ajena a los procesos históricos y al conjunto de relaciones sociales externas contemporáneas. Por el contrario, las manifestaciones espaciales tanto formales como simbólicas de la identidad teenek están estrechamente relacionadas.

     A través de estos procesos de dualidad cultural, los teenek de Loma Larga intentan así encontrar un delicado equilibrio, que depende de sus aptitudes y del contexto social e histórico en el que se encuentran. Su organización espacial y lingüística simbólica está en relación directa con el orden social contemporáneo. Al igual que el lenguaje de los sitios entre el pueblo suazi analizado por Hilda Kuper (1972), la clasificación espacial teenek es, por lo tanto, una réplica de su compleja clasificación étnica encarnada tanto en un sistema duradero como en el cambio histórico. Las comunidades teenek no son culturas aisladas e inconmensurables, y los individuos teenek no están circunscritos y autónomos. Dentro del espacio comunitario teenek, que es culturalmente plural (los habitantes son católicos y bilingües, los niños asisten a la escuela pública de la localidad donde se les enseña en español, la gente trabaja fuera de la aldea, etc.), la clasificación espacial proporciona a los miembros del grupo étnico lugares exclusivos en los que se evoca la situación poscolonial, pero al mismo tiempo se suspende (la gente rinde homenaje, únicamente en teenek, a su fe autóctona). Su espacio comunitario permite a los teenek identificarse plenamente con sus antepasados míticos y derrotados y, por tanto, recrear en el ámbito simbólico su drama social cotidiano que emana de los encuentros coloniales y poscoloniales. De este modo, las formas de disensión de los grupos teenek con la dominación colonial y poscolonial, que se reflejan en los discursos y prácticas sobre su etnicidad, reflejan el grado en que todavía están mentalmente subyugados. Los teenek están dominados así en la forma misma de su resistencia.

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* Este artículo es una traducción autorizada de su versión original en inglés: “What Makes a Place Ethnic? The Formal and Symbolic Spatial Manifestations of Teenek Identity”, Anthropological Quarterly, Winter issue, vol. 81, no. 1, 2008, pp. 161-205.

[1] El trabajo de campo en las localidades teenek, en particular en la aldea de Loma Larga, se llevó a cabo entre marzo de 1991 y septiembre de 1993. La autora regresó a la región varias veces entre 1993 y noviembre de 1995 y nuevamente de septiembre de 2003 a junio de 2007 mientras realizaba otra investigación, esta vez entre un grupo nahua cercano. Las investigaciones del grupo teenek recibieron el apoyo financiero del Ministerio de Educación de Francia (1990), el Ministerio de Investigación y Tecnología de Francia (1990-1993), la Secretaría de Relaciones Exteriores de México (1991-1993) y el Seminario de Estudio de la Cultura, CNCA, México (1994).

[2] De acuerdo a los datos proporcionado por el Consejo Nacional de Población (conapo, 2000), las dimensiones de la marginalidad son medidas según diferentes parámetros y de acuerdo al porcentaje de la población que responde a las siguientes características:

Calidad de la vivienda: existencia o no de desagües; cuarto de baño; agua corriente; piso de tierra; energía eléctrica, así como la tasa de hacinamiento por habitación.

Ingresos monetarios menores a dos salarios mínimos.

Educación: el número de habitantes de más de 16 años analfabetos o que no terminó la escuela primaria.

Distribución de la población: dispersión de las localidades de menos de cinco mil habitantes.

[3] Huasteco es la denominación externa del grupo en español, la lengua en la que se me dio este testimonio. En la lengua teenek, teenek es el etnónimo y se utiliza principalmente entre los propios hablantes de este idioma.

[4] Los discursos estructurados, mitos y narraciones presentados en este texto me fueron contados esencialmente por curanderos (hombres y mujeres) y catequistas (individuos teenek que representan a la Iglesia Católica en las aldeas) de Loma Larga y las localidades teenek de los alrededores. Otras personas, con una menor capacidad narrativa, a menudo escuchaban mientras asentían a los comentarios y diálogos en curso. También pude acompañar a muchas personas (hombres, mujeres, niños y ancianos) en los rituales de curación en el monte en cuales se evocaban este tipo de narraciones. Ciertamente, no todos compartían el mismo conocimiento estructurado, pero las prácticas relacionadas con él eran comunes a todos los habitantes teenek que conocí.

[5] Véanse, por ejemplo, los escritos de los cronistas españoles que describían al pueblo huasteco como compuesto de borrachos, sucios, sodomitas y atrasados (Sahagún, 1977 [1547-1582], 3: 204; Díaz del Castillo, 1977 [1568], 2: 85). En cuanto al enfoque institucional actual, y más precisamente el sistema educativo expresado en los libros de texto de la escuela primaria, la civilización azteca es abrumadoramente privilegiada mientras que las otras civilizaciones prehispánicas son silenciadas.

[6] Para una discusión sobre los usos polisémicos del término “etnicidad”, véase Blu (1980: 218-227). Para una excelente revisión de los diversos enfoques de la etnicidad véase Jones (1997: 56-83).

[7] Sobre la cuestión de las identidades colectivas y étnicas véase también Wachtel (1992).

[8] Cabe mencionar que, a diferencia de las localidades indígenas del sur de México y Guatemala, que están organizadas en un patrón administrativo y social distinto basado en configuraciones coloniales o a veces prehispánicas, las de la región de la huasteca veracruzana se fundaron y se organizaron en su mayor parte en el siglo xix o incluso a principios del siglo xx.

[9] Para una crítica y contextualización actualizadas de las ideas de la “comunidad indígena” véase Dehouve (2001).

[10] Los teenek veracruzanos (población de aproximadamente 62 000 habitantes en el año 2000) difieren en varios aspectos de los teenek del vecino estado de San Luis Potosí (población de aproximadamente 104 000 habitantes en el año 2000) cuyos análisis empezaron principalmente por Janis Alcorn (1984). Algunas de las razones de la diferenciación entre los dos grupos subétnicos fueron analizadas en Ariel de Vidas y Barthas (1996).

[11] Uno de los primeros estudios etnográficos escritos desde esta perspectiva fue el de Cole y Wolf (1974).

[12] …[T]he issue of cultural content versus boundary, as it was formulated, unintentionally served to mislead. Yes, it is a question of analyzing boundary processes, not of enumerating the sum of content (…). But locating the bases of such boundary processes is not a question of pacing the limits of a group and observing its markers and the shedding of members. (…) [C]entral and culturally valued institutions and activities in an ethnic group may be deeply involved in its boundary maintenance by setting internal processes of convergence into motion” (Barth, 1994: 17-18).

[13] “[…] Space was treated as the dead, the fixed, the undialectical, the immobile. Time, on the other hand, was richness, fecundity, life, dialectic… The use of spatial terms seems to have the air of anti-history. If one started to talk in terms of space that meant that one was hostile to time. It meant, as the fools say, that one “denied history...”. They did not understand that [these spatial terms] …meant the throwing into relief of processes —historical ones, needless to say— of power” (Foucault, 1980: 149 citado por Agnew y Duncan, 1989: 1).

[14] Las tierras de los teenek veracruzanos están bajo el régimen de bienes comunales, lo que significa, en este caso, que los teenek las adquirieron colectivamente antes de la Reforma Agraria promulgada después de la Revolución mexicana (1910-1920). La presencia dominante de los ganaderos y su poderosa organización en la cabecera de Tantoyuca no es ajena al hecho de que en la región se hicieron pocas dotaciones de tierras posrevolucionarias (ejidos). Para más detalles sobre estos temas y la relación entre la tenencia de la tierra y la identidad étnica, véase Ariel de Vidas (1994a).

[15] Véanse, por ejemplo, los escritos de investigadores que trabajan principalmente entre las sociedades andinas y mesoamericanas, que estuvieron sometidas a la influencia europea mucho más intensamente que las poblaciones de las tierras bajas, como las de la región amazónica: Abercrombie, 1997; Ariel de Vidas, 1995, 2002b; Bunzel, 1959; Farriss, 1984; Galinier, 1990; López Austin, 1990; Sandstrom, 1991; Urton, 1993 y Wachtel, 1990.

[16] De hecho, según otro mito teenek, hubo una era solar precedente (Ariel de Vidas, 2003a: 222).

[17] Aunque separados de las poblaciones mayas del sur de México y de Guatemala por más de 1 000 km, los teenek contemporáneos hablan un idioma cuyo origen se sitúa de acuerdo a lingüistas en una migración maya que data de hace treinta y dos siglos (Manrique Castañeda, 1979; McQuown, 1964).

[18] No es una alusión implícita al subcomandante Marcos —el mito me fue contado en mayo de 1993, antes de la insurrección zapatista en Chiapas en enero de 1994.

[19] Para una apreciación del proceso de cambio de significados de los mitos mesoamericanos contemporáneos y la relación encontrada entre las llegadas del sol y del cristianismo, véase López Austin (1990).

[20] En Loma Larga, en el momento de escribir estas líneas, todos los habitantes eran adeptos de una versión mesoamericana del catolicismo romano. Las religiones evangélicas tenían diversos adeptos en algunas de las localidades teenek de los alrededores, principalmente en aquellas ubicadas cerca de la carretera principal.

[21] Por supuesto, los fenómenos del susto o del espanto no se limitan al medio teenek, y este tipo de enfermedades está muy extendido tanto entre los pueblos indígenas como entre muchas poblaciones no indígenas de América Latina (véase, entre otros, Bolton, 1981; Crandon, 1983; Klein, 1978; Lincoln, 2001; Rubel, 1964; Signorini, 1981; Tousignant, 1979; Trotter, 1982). Sin embargo, los teenek con los que trabajé consideran que esta enfermedad es exclusiva de ellos, ya que emana de un desequilibrio en sus relaciones específicas con sus propios antepasados telúricos (Ariel de Vidas, 2003a).

[22] Véase por ejemplo: Marion 1994: 24-39; Redfield y Villa Rojas, 1962: 188-190; Slaney, 1997; Villa Rojas, 1978: 412-415.

[23] La mención en este testimonio de Jonás, nombre derivado de un corpus mitológico exógeno, se analiza en Ariel de Vidas (2003a: 364-365). En teenek, el jefe de los baatsik’ se llama
Buk ik’ —‘siete vientos’.

[24] Véase López Austin (1989, 1990). Para una descripción concisa de la cosmología mesoamericana, véase Gossen (1986).

[25] Véase también la distinción étnica espacial en el Zaire entre los Lese que son “del pueblo” y los Efe que son “del bosque” (Grinker, 1990).

[26] La falta de espacio impide una discusión adecuada sobre los conceptos y valores teenek del trabajo, que difieren de los de los mestizos, según el punto de vista teenek. Para un interesante debate sobre la noción de trabajo/labor entre los pueblos indígenas en contraste con los valores de la sociedad dominante, véase, entre otros: Comaroff y Comaroff, 1987 y Good Eshelman, 2005.

[27] Comentarios reiterados por interlocutores teenek ancianos y también descritos en el relato autobiográfico de un ex revolucionario de la Huasteca (Mendoza Vargas, 1960).