De espaldas al agua: apuntes para una Antropología histórica…                11

 
DE ESPALDAS AL AGUA: APUNTES PARA UNA ANTROPOLOGÍA HISTÓRICA DE LA DESECACIÓN EN LA CUENCA DE MÉXICO

 

Emiliano Zolla Márquez

Departamento de Ciencias Sociales y Políticas,

Universidad Iberoamericana, Ciudad de México, México correo electrónico: emiliano.zolla@ibero.mx

 

Ariadna Ramonetti Liceaga

Escuela de Arte, Arquitectura y Diseño,

Universidad de Monterrey, México  correo electrónico:ariadna.ramonetti@udem.mx

 

Recibido: el 01 de abril de 2019; aceptado: el 24 de agosto de 2019

 

 

Resumen: El propósito de este ensayo es explorar desde una perspectiva histórica y antropológica la progresiva desecación de la Cuenca de México. A través de indagar la política colonial para manejar el agua en la Ciudad de México, se muestra la manera en que se impuso una visión hegemónica sobre los cuerpos de hídricos que negaba la complejidad ecológica de éstos y marginaba la visión indígena sobre el agua. Por otra parte, el artículo muestra las continuidades de la política colonial hasta el presente y señala la relación estructural entre el manejo del agua y la desigualdad social en la Cuenca de México.

 

Palabras clave: Desecación, Cuenca de México, Hidrología, Antropología histórica.

 

Abstract: The purpose of this essay is to explore from a historical and anthropological perspective the progressive desiccation of the Basin of Mexico. By examining colonial policies of water management in Mexico City, it provides evidence on how a view that simplified the ecological complexity and disregarded indigenous understandings on water bodies became dominant. The article brings light to the continuities between colonial and present-day water policies, while it draws attention to the links between water management and social inequality in the Basin of Mexico.

 

Key words: Desiccation, Mexico Basin, Hydrology, Historical Anthropology.


 

 

Introducción

A partir de la antropología y la historia, el presente artículo problematiza la desecación progresiva y secular de la Cuenca de México. Previo a la exposición, me permito subrayar dos elementos centrales de la argumentación presentada en estas páginas: el carácter procesual y multicausal de la desaparición de los cuer- pos de agua de la Cuenca de México y una consideración de carácter metodoló- gico sobre el tipo de enfoque que debe emplearse para dar cuenta de un proceso que, si bien se puede describir a través de una narrativa lineal, solamente puede ser explicado apelando a las discontinuidades.

La desecación de los cuerpos de agua que se formaron en la Cuenca de Mé- xico es un proceso paradójico: por una parte, quien se adentra en la historia de los “lagos”, ríos y canales de la Cuenca, podrá atestiguar su progresiva desapari- ción, contracción y deterioro y, al mismo tiempo, tendrá que reconocer que para reconstruir esas metamorfosis, se deben seguir caminos sinuosos en los que apa- recen diversos agentes y actores, cuyas experiencias superpuestas y a menudo contradictorias, dificultan la construcción de un relato histórico claro y transpa- rente.

A partir del siglo XVI y hasta nuestros días, los cuerpos de agua de la Cuenca de México han ido desplazándose de manera gradual hacia los márgenes físicos y conceptuales de la vida urbana. A medida que desaparecen, las aguas de la Cuenca de México se transforman (especialmente desde la óptica de la Ciudad de México) en un objeto lejano, con frecuencia abstracto e incluso mítico; el alejamiento de las aguas las vuelve un asunto cada vez más problemático; en tanto se desvanecen del paisaje, la relación agua-ciudad se torna cada vez más tensa y compleja.

Esta complejidad dificulta dotar de coherencia a las explicaciones, pues más que un objeto o un recurso que pueda ser descrito por medios históricos o an- tropológicos convencionales, las aguas de la Cuenca de México son realmente un agente (Latour, 2017) que articula, media y convoca a su alrededor a toda una red de actores que, en conjunto, suscitan una gran cantidad de fenómenos y procesos que se manifiestan en distintos ámbitos y niveles.

Los cambios en la morfología hidráulica de la Ciudad de México y su Cuenca, son mucho más que una modificación de la geografía o del paisaje; implican la transformación del orden y la forma del conjunto de las relaciones sociales y naturales. En el caso que nos ocupa, el agua aparece como el gran articulador de una suerte de campo socioambiental (Bourdieu, 1977; Bourdieu y Wacquant,


 

 

2005) en el que “historia natural” e “historia moral”, por usar las fórmulas de una antigua terminología, aparecen completamente entrelazadas y en el que la distinción entre un ámbito natural y otro socio-cultural es apenas contingente, parcial y, en definitiva, abstracta.

Lo anterior constituye un punto de partida teórico para intentar esbozar una antropología histórica de la desecación en la Cuenca de México; establece un principio según el cual el agua no debe ser vista como un recurso natural que se gestiona y se disputa desde la esfera social, ni como un objeto de descripción de las ciencias (de la naturaleza) y menos aún, como un símbolo o un elemento ordenador de sistemas culturales. Aunque se reconoce el valor y la aportación de las narrativas sociales, culturales, históricas y científicas sobre las aguas la Cuenca, consideramos que, por mismos y de manera aislada, esos enfoques no logran dar cuenta del proceso de desecación en su conjunto. Por el contrario, las narrativas que desde la lógica de las ciencias sociales o desde las “ciencias duras” hacen del agua un objeto, obstaculizan, ya no digamos la integración de sus enfoques, sino la mera posibilidad del diálogo disciplinar.

Así, proponemos tratar a las aguas de la Cuenca de México como un agente que, si bien no es humano, es capaz de generar efectos materiales y suscitar ac- ciones que configuran procesos sociales que, a su vez, son susceptibles de ser examinados por distintos regímenes disciplinares (Latour, 2001; Gell, 2016). Lo que aquí se sugiere, es la posibilidad de abrir un espacio en el que las narrativas del pasado y del presente, de lo social y lo natural, de lo humano y lo no-humano puedan integrarse sin jerarquizaciones construidas a priori. Nuestro objetivo re- cuerda, quizás, al que se planteaba Fernand Braudel cuando especulaba sobre la posibilidad de una historia total, capaz de superar la fragmentación disciplinaria y dar cuenta de todos los niveles de la experiencia histórica (Braudel, 1994). No obstante, el propósito de este ensayo es mucho más modesto: apenas esboza una posible vía para poder incorporar elementos en apariencia disímiles y que perte- necen a órdenes discursivos, epistemológicos y ontológicos distintos. Lo que se propone, es sugerir un camino para una lectura de la desecación que sea capaz, por ejemplo, de incorporar la crónica novohispana de las inundaciones, las per- cepciones de los campesinos actuales de la Cuenca de México sobre el agua, los informes técnicos de ingenieros hidráulicos y de suelos, las normas y regulacio- nes del drenaje público, el relato sobre la expansión de las hacienda porfirianas o el testimonio de las luchas y conflictos contemporáneos por el acceso y disfrute del agua.


 

 

En más de un sentido, lo que buscan estas páginas no es nuevo: el mismo Ángel Palerm (y en menor medida, Eric Wolf y Pedro Armillas), intentaron desa- rrollar un enfoque que diera cuenta de la historia de larga duración del orden hidráulico en el centro de México. Palerm, cuyas estrategias etnográficas conce- dían una enorme importancia al paisaje como objeto analítico, destacaba una línea de continuidad entre los pobladores tempranos de la región a la que llamaba “Acolhuacan septentrional” y los campesinos del Texcoco moderno, la cual gi- raba en torno a la tecnología social del agua; las prácticas utilizadas por los pue- blos de Texcoco para distribuir y canalizar los acuíferos le remitían a los grandes sistemas de regadío que poblaron los paisajes de la región al menos desde el clásico mesoamericano (Palerm, 1973; Palerm Viquiera, 1993). Sin embargo, aun cuando buscaba alcanzar una perspectiva abarcadora por medio de combinar la arqueología marxista inspirada por Witffogel y Childe, con la ecología cultural de estilo norteamericano, el trabajo de Palerm fracasó en desarrollar una pers- pectiva comprehensiva que diera cuenta de los procesos de transformación hi- dráulica  de  la  Cuenca  de  México.  Conspiraba  en  su  contra  un  rígido materialismo, el peso de una mirada evolucionista y más bien positivista de la historia, las restricciones teóricas impuestas por las tesis del “modo de produc- ción asiático” y, sobre todo, un desprecio mal disimulado por todo aquello que, en relación al agua y a la agricultura, pareciera sospechoso de pertenecer al mundo de la ideología. Palerm profesaba una abierta hostilidad hacia los estudios sobre la mitología, el ritual y las cosmovisiones nativas, que le parecían fenóme- nos de segundo orden, puramente determinados por las condiciones materiales de producción; dicha concepción lo llevaba —de manera irremediable— a otor- gar un lugar menor a las concepciones y prácticas que distintos sujetos (especial- mente indígenas y campesinos) han sostenido en relación a las aguas de la región. Lo anterior, dio a la obra de Palerm un carácter un tanto inconexo: sus tra- bajos históricos no terminan de comunicarse con los antropológicos, mientras que su obra teórica quedó, en más de una ocasión, reducida a una escolástica marxista con poco diálogo con el pasado histórico y con el presente etnográfico. Visto en su conjunto, el trabajo de Palerm revela la incapacidad de un proyecto cientificista para dar cuenta de la historia socio-ambiental del Valle de México; el suyo era un programa de investigación en el que el agua y el medio ambiente sólo podían ser vistos como objetos sobre los que se proyecta y despliega la

acción social, concebida como un asunto puramente humano.


 

 

En contraste, nuestra perspectiva enfatiza la agencia de los cuerpos de agua e invita a pensar en ellos como elementos que, aun dentro de ciertas determina- ciones, aparecen animados y dotados de algo cercano a la voluntad propia. Se trata de una óptica que recoge y reconoce el trabajo científico sobre la hidrología del Valle de México pero que, al mismo tiempo, se acerca a las posiciones de muchos actores de la región, quienes han visto a los cuerpos de agua como en- tidades que constantemente influyen el curso de los asuntos humanos, con los que se establecen vínculos y relaciones que no son meramente objetivas y cuya lógica no se conduce por criterios puramente utilitarios.

 

Objetos europeos y sujetos indígenas: dos visiones sobre las aguas

Cualquiera que observe los mapas de la Ciudad de México hechos a lo largo de los siglos, verá que los cuerpos de agua que la rodeaban y le proporcionaban sustento se han reducido hasta convertirse en pequeñas manchas que apenas interrumpen el trazo de una desordenada cartografía urbana. La desecación de la Cuenca de México y su ciudad principal, es la historia de un tipo de civilización que en violento rechazo de su pasado prehispánico, se erigió en oposición al agua y de espaldas a una compleja (y casi excepcional) geografía hidráulica. No obstante, la historia muestra que la distancia e incluso el rechazo frente al agua no siempre ha definido el desarrollo de la urbe y que, por el contrario, uno de los ejes de la vida urbana fue la búsqueda por armonizar la relación entre el agua y la ciudad.

Aunque decirlo es ya un lugar común, vale la pena insistir en que la existencia misma de las civilizaciones de la Cuenca de México fue resultado de la expansión de sistemas de riego y canalizaciones, que permitieron sostener a una población muy grande y a unas formaciones estatales muy complejas. De manera cada vez más frecuente, las investigaciones sobre el pasado de los centros urbanos de la Cuenca de México, muestran que el manejo del agua constituía el corazón de la vida social, económica y religiosa de sus pobladores. La arqueología reciente so- bre Teotihuacán, por ejemplo, proporciona evidencias de que tanto en los alre- dedores de los núcleos ceremoniales como en su periferia agrícola, las canalizaciones, acequias y templos dedicados a las divinidades del agua tenían un papel primordial, al punto de que los arqueólogos han comenzado a sustituir la visión de la urbe como un espacio puramente religioso y comercial, por una en la que el manejo del agua aparece como un elemento principal de su vida social y cultural.


 

 

La historia prehispánica de las grandes regiones lacustres del centro del país, que incluye a los valles de México y Toluca, da cuenta de la ocupación milenaria de un paisaje en el que el agua estaba entrelazada en la vida de pueblos y ciuda- des; en el que las poblaciones se alimentaban de una flora y una fauna que crecía, silvestre o cultivada, en un medio lacustre; en el que el trabajo humano se orga- nizaba para contener o expandir unas aguas que eran consideradas como entida- des animadas, metafísicas y al mismo tiempo materiales y en la que no había una distinción clara entre el sujeto y el objeto. La “mitología” de los pueblos origi- narios del centro de México (tanto del pasado como del presente) debe verse no sólo como un sistema religioso, sino como un gran ejercicio taxonómico y des- criptivo del medio ambiente de la zona: además de ser divinidades, las distintas entidades acuáticas de los panteones locales permitían categorizar y describir un abanico de conocimientos sobre fenómenos hídricos y una forma de dar cuenta de las intervenciones humanas sobre éstos. Así, por ejemplo, los manantiales de Chapultepec se convirtieron, alrededor del año 1454, en un sitio sagrado en el que se dejaban ofrendas y se realizaban sacrificios en las aguas que luego corrían por el sofisticado acueducto que los texcocanos construyeron para abastecer a la capital de los mexicas (Rojas, et al., 2009). Algo similar se hizo en Coyoacán en 1499, cuando el Tlatoani Ahuízotl intentó llevar el agua de los manantiales de Acuecuexco hacia el islote tenochca, para lo cual, nos dice el cronista Fray Diego Durán,

 

[se] echó en el lugar donde el agua hacía el golpe que da la canal caía en la acequia, muchas joyas de oro, en figuras de peces y ranas […] A cabo de pocos días, el agua, con las fuertes y recias presas que a a quellas fuentes se le hicieron, empezó a crecer con tanta abundancia que a cabo de cuarenta días que entraba en la ciudad, el agua de la laguna empezó a crecer y a volver a entrar por las acequias de México y a anegar algunos de los camellones sembrados (Durán, 1967, t. II, 378).

 

Información como la consignada por Durán, se refuerza al consultar una de las imágenes que acompañaban a la crónica del fraile, en la que se muestra a tres personajes que portando copal humeante, un caracol y un ave, realizan un ritual para conducir una corriente arremolinada en la que flotan diversos animales y un humano sacrificados, y que baja de las montañas en dirección a Tenochtitlán. Ejemplos como el anterior abundan en códices y documentos de distinta natu- raleza, tanto prehispánicos como coloniales, al grado de que es posible recons- truir importantes aspectos de la ingeniería hidráulica precortesiana a partir de analizar la ritualidad y la mitología local; en sentido inverso, podemos entender


 

 

muchos aspectos de la esfera religiosa a través de estudiar acequias, acueductos, jagüeyes, terrazas, canalizaciones y represas tanto del pasado como del presente. Un clásico de esta integración entre la esfera religiosa y el manejo del agua lo encontramos en los metepantles que rodean al cerro del Tezcotzingo en Texcoco, el cual está coronado por un imponente y hermoso conjunto arquitectónico que el saber local denomina como “Los baños de Nezahualcóyotl” y al que arqueó- logos,  historiadores  y  antropólogos  (bajo  la  influencia  de  Ángel  Palerm) identifican como parte de un sistema hidráulico destinado a la producción

agrícola.

Hasta cierto punto, debemos lamentar el hecho de que la imagen producti- vista sobre el Tetzcotzingo se haya impuesto a la de “los baños de Nezahualcó- yotl”. Más allá de si ésta es producto de un equívoco popular, la imagen del viejo Señor de Texcoco reposando en alguna de las pozas que dominan el valle es más evocativa que la que transmitida por el materialismo witffogeliano del “modo de producción texcocano” y una metáfora mejor lograda de esta integración entre paisaje, agua y persona que definió las relaciones de las poblaciones prehispáni- cas y de algunas poblaciones contemporáneas del Valle de México.

No obstante, esta condición del agua como entidad animada que participaba de las relaciones sociales empezó a ser sustituida, a partir del periodo colonial, por un nuevo orden que comenzaba a separar la naturaleza de la sociedad (Des- cola, 2012) y, por lo tanto, a colocar al agua y a los seres humanos en ámbitos ontológicamente distintos. A partir del siglo XVI, somos testigos del creciente dominio de una forma de pensamiento que reconoce a las entidades de la natu- raleza únicamente en la medida en que la actividad humana las dota de acción, sentido y significación. A medida que la Ciudad de México va reemplazando a la antigua Tenochtitlan y al resto de las grandes poblaciones de la Cuenca de Mé- xico, el régimen colonial establece, no sin contradicciones y de manera zigzagueante, una separación que divide al campo moral del natural y que, lejos de ser una distinción meramente intelectual, conceptual o filosófica es una divi- sión de orden práctico y llena de efectos concretos sobre el medio.

El dominio español sobre la Cuenca de México se funda, precisamente, en la destrucción del orden hídrico construido por los pueblos nativos de la región. La caída de Tenochtitlan se logra cuando Cortés y sus aliados indígenas destru- yen el albarradón de Nezahualcóyotl y el acueducto de Chapultepec. El primero no era solamente la barrera artificial que permitía separar las aguas salinas del norte y contener las inundaciones producidas por las crecidas del río Cuautitlán,


 

 

sino como señala Vera Candiani, era un instrumento de la diplomacia texcocana- tenochca, un articulador del comercio, una instalación para la defensa militar y el instrumento que permitió la creación del llamado Lago de México (Candiani, 2014) que, inundado por las aguas dulces de Chapultepec y Coyoacán, permitió el florecimiento de una próspera agricultura chinampera en el corazón mismo de la ciudad. La destrucción parcial del acueducto de Chapultepec detuvo el abasto de agua potable y contribuyó a extender las enfermedades importadas por los españoles, lo que, a su vez, impidió que se pudiera mantener un sistema que demandaba grandes cantidades de trabajo para limpiar y cuidar las acequias y canales, precipitando el derrumbe del orden social del Tenochtitlan y del resto de los pueblos de la región lacustre. De manera inadvertida o intencional (quizás aprovechando el conocimiento que los tlaxcaltecas tenían de sus antiguos enemi- gos), Hernán Cortés y sus aliados indígenas no sólo infligieron una derrota mili- tar a los tenochcas, sino que por medio de atacar dos de las principales obras hidráulicas de la región, lograron trastocar la totalidad del sistema social de la Cuenca de México. El agua y las obras que servían para regularla constituían el nudo que ataba el conjunto de los aspectos de la vida y, por ello es que después de 1521, el preciso orden hídrico construido por los pueblos nahuas (y algunos otomíes y chichimecas) se sumió en una confusión que no sólo alcanzó a los indígenas sino también a los españoles. A partir de ese momento, se pone en marcha un proceso que entre contradicciones, proyectos disímiles y visiones an- tagónicas, intentó establecer una nueva relación con las aguas de la Cuenca, que parecían sumirse en el desorden. Desentrañar el curso de esas aguas y sus histo- rias, es el propósito de las siguientes secciones.

 

La nomenclatura de las aguas: un problema de definición colonial

Definir la composición del paisaje hídrico de la Cuenca de México y entender sus transformaciones es una tarea ardua y complicada: los términos para descri- bir a los cuerpos de agua de la región han cambiado a lo largo de los siglos y, con frecuencia, la nomenclatura nahua ha convivido con la española y con los nombres introducidos después de la independencia nacional. Los mapas hidro- gráficos muestran enormes variaciones en los métodos de proyección y repre- sentación y es sólo a finales del siglo XIX cuando aparece cierta uniformidad en la cartografía. Así, distintos mapas presentan a los lagos con diferentes tamaños, muestran arroyos, ríos y afluentes cuyo curso y designación varían, a lo que se debe agregar una cierta confusión al distinguir entre cuerpos naturales y obras


 

 

hidráulicas humanas; aparecen ríos que son en realidad canales y viceversa, o diques y represas que más bien son lagunas o manantiales, lo que refuerza una sensación caótica.

¿Cómo explicar estas variaciones y discrepancias en las representaciones geo- gráficas de la Cuenca? Las razones son múltiples: en lo que concierne a los mapas coloniales, éstos seguían los principios de distintas lógicas cartográficas: las car- tas, planos y mapas de la época provenían de tradiciones españolas (muchas de ellas de origen árabe), genovesas, portuguesas y holandesas, cada una dotada de sus propias escalas, mediciones y proyecciones, a lo que hay que agregar la in- fluencia de distintas formas indígenas de representación cartográfica (Castañeda y Oudijk, 2011). Son comunes los mapas que combinan elementos medievales y renacentistas con principios derivados de códices prehispánicos y en los que es notoria la hibridación entre formas de origen diverso; en ese sentido, todo mapa era un instrumento de traducción cultural que intentaba establecer puentes entre formas radicalmente distintas de concebir el mundo. Hacer entender al lector de un mapa en Europa la forma de un mundo desconocido, requería improvisar recursos y emplear toda una serie de operaciones en que la novedad se combi- naba con lo antiguo. Así, por ejemplo, podemos ver cómo en el mapa de Nú- remberg, Tenochtitlan aparece como una fortaleza medieval europea con elementos de arquitectura indígena.

Por otra parte, resulta imposible separar las representaciones cartográficas de los intereses políticos, económicos y simbólicos asociados a los contextos en que fueron producidos. Así, por ejemplo, los mapas utilizados en las disputas de tie- rras solían modificar la extensión de las superficies inundadas de la Cuenca en función de aquello que estuviera en disputa: indígenas, autoridades civiles y reli- giosas podían aportar mapas que magnificaban o disminuían el tamaño de los terrenos de vecinos con los que sostenían conflictos. Enrico Martínez, el cos- mógrafo encargado de la monumental y fallida obra del desagüe del Valle de México, elaboró planos en los que las lagunas de San Cristóbal, Xaltocan y Zum- pango aparecen con una superficie mucho menor a la que en realidad tenían, lo que al parecer era un subterfugio para mostrar que las obras a su cargo estaban cumpliendo con los objetivos de desaguar el Valle de México.

En otros casos, autoridades y particulares con intereses en la ganadería y en la agricultura extensiva, recurrieron a eliminar o minimizar distintos cuerpos de agua de los mapas, como estrategia para defender sus intereses y avanzar en sus


 

 

propósitos. Si bien las representaciones cartográficas de la Cuenca están inmer- sas en relaciones de poder y obedecen a los intereses contrapuestos de distintas economías políticas y simbólicas, sería equivocado atribuir sus divergencias úni- camente a esos criterios. El contraste y la falta de uniformidad en la cartografía es producto de las dificultades de los europeos para entender las características del entorno y el peculiar comportamiento de las aguas de la región. Si uno atiende a lo dicho por la literatura histórica, científica y geográfica sobre la Cuenca, verá que no siempre hay acuerdo sobre la cantidad, tamaño y localización de los cuer- pos de agua que la conforman.

En un mapa dibujado hacia 1550 por el cartógrafo Giovanni Battista Ramu- sio, la Ciudad de México aparece situada entre dos lagos sin nombre propio y que simplemente se designan como uno dulce en el sur y otro salado en el norte. Más tarde, en el mapa elaborado por Enrico Martínez para el virrey Luis de Ve- lasco en 1607, el cosmógrafo alemán destacó la existencia de tres cuerpos de agua: las lagunas de México, Chalco y Zumpango. Por su parte, el mapa de Car- los de Sigüenza y Góngora, elimina el término “Laguna de México” y lo sustituye por “Laguna de Tezcuco” e introduce una separación que distingue a éste de la “Laguna de San Cristóbal”. El cosmógrafo Sigüenza conservó los nombres de las lagunas de Chalco y Zumpango y marcó la existencia de otra laguna, situada entre las poblaciones de Tenayuca y Teoloyuca. El viajero italiano Gemelli Ca- reri, quien copió la cartografía de Sigüenza, introdujo una nueva distinción al dividir la laguna de San Cristóbal de la de Xaltocan (Pérez-Rocha, 1976).

Las variaciones se mantendrían en las distintas copias modificadas que se hicieron del mapa de Sigüenza a lo largo del siglo XVIII, entre las que destacan las versiones de José Antonio Alzate y del francés Jacques-Nicolas Bellin. Otras representaciones distinguirían la “Laguna de México” como un cuerpo separado de Texcoco por el albarradón de Nezahualcóyotl. No es hasta el siglo XIX en que aparece un nuevo elemento: el lago de Xochimilco, el cual sería visto como un cuerpo distinto del lago de Chalco. Así, podemos ver que la clasificación de los lagos es mucho más compleja de lo que parece a primera vista: dependiendo del criterio utilizado y del momento histórico, se puede hablar de dos lagunas (Texcoco y Chalco), de tres (Texcoco, Chalco, San Cristóbal), cuatro (Texcoco, Chalco, San Cristóbal y Xaltocan) e incluso de seis, si se agregan las de Xochi- milco y Zumpango.


 

 

Objetos europeos, sujetos indígenas:

la dinámica de las aguas de la Cuenca de México

¿A qué obedecen las variaciones en las representaciones y cuál podría conside- rarse correcta? Sin duda, no podemos reducir las diferencias en las distintas ca- racterizaciones de los cuerpos de agua a un refinamiento de las técnicas cartográficas. Lo que estas diferencias ponen en evidencia, son los límites de la tradición geográfica europea para aprehender y dar cuenta de las características cambiantes de las aguas y de las constante mutaciones en el paisaje de la Cuenca. Los mapas coloniales fueron pensados para transmitir la imagen de un espacio estático, en el que la naturaleza aparece escindida de sus flujos y cambios. La tarea de cosmógrafos y cartógrafos era fijar límites y demarcar un territorio ob- jetivado, susceptible de ser administrado y sujeto al control del nuevo orden co- lonial. Las representaciones de la Cuenca de México elaboradas por las ciencias geográficas de los siglos XVII y XVIII, son incapaces de dar cuenta del carácter cambiante de las aguas de la Cuenca y las despoja de uno de sus rasgos funda- mentales: la capacidad de aumentar o disminuir su tamaño en función de las estaciones, del régimen de lluvias, del volumen de los afluentes y de las interven- ciones humanas. La utilización de los términos “laguna” y “lago” impuso sobre el paisaje mexicano la noción de masas acuíferas estables y contenidas dentro de un área limitada. En realidad, lo que existe en la Cuenca son humedales cuya extensión, profundidad y composición se modifica en términos de las tempora- das de secas y de lluvias. Cuando las precipitaciones y el caudal de los afluentes provenientes de las montañas que rodean al Valle de México aumentaba, la su- perficie de los “lagos” se incrementaba e inundaba las riberas de Chalco, Texcoco y Xochimilco, permitiendo el desarrollo de una agricultura aluvial (González Jácome, 1995) y la puesta en marcha de una “economía de la inunda- ción”, que dinamizaba los intercambios entre poblaciones comunicadas a través de la navegación en canos y permitía actividades de cacería y recolección en ni- chos ecológicos de gran diversidad y riqueza.

Estas variaciones climáticas ocupaban (y aún lo hacen) un lugar fundamental en la vida de los pueblos originarios de la zona: a partir de la distinción general entre el tonalla o tonalco (el estío o la temporada de secas) y xopan (la temporada de lluvias o el “verano”, según la traducción de Alonso de Molina), se establecían clasificaciones particulares para las tierras de regadío (atlalli), de temporal (xinmi- lli) y de humedal (chiyautla) que no eran solamente edafológicas, sino climáticas


 

 

y estacionales (Rojas Rabiela, 1998). Los sistemas de clasificación y representa- ción indígenas, a diferencia de los europeos, se enfocaban en el registro minu- cioso de las peculiaridades del paisaje y el territorio, pues éstas permitían consignar las especificidades de cada zona, señalando la abundancia de determi- nadas plantas, animales, materiales de distinto tipo o ciertos rasgos predominan- tes en un área particular. Estos registros, que pertenecen tanto a la tradición escrita como a la oral, revelan el predominio de un criterio casuístico y especia- lizado de clasificación (que en códices y mapas de origen indígena se refleja en la abundancia de glifos toponímicos), diferente del más general, categórico y abstracto de las cartografías europeas. La mirada de los pueblos nativos de la Cuenca sobre el paisaje está condicionada por sistemas de producción agrícola y de subsistencia dominados por los policultivos y por una maximización del po- tencial productivo y alimentario de cada nicho ecológico. En contraste, los sis- temas cartográficos de origen europeo, privilegiaban las generalidades, lo que en parte se explica por el predominio de los monocultivos, la ganadería y minería extensiva y en los que determinar la propiedad legal del territorio era una priori- dad de cartas y mapas.

Las clasificaciones indígenas partían de reconocer el carácter cambiante de un paisaje continuamente alterado por los ritmos hídricos de la Cuenca. Así, tierras que durante la época de secas eran poco visitadas y quedaban relegadas a la periferia de los pueblos, registraban una gran actividad durante la época de lluvias, cuando las comunidades las visitaban para pescar, cazar aves, recolectar insectos, algas y quelites, fuera en canoas o a pie (Parsons, 2006). Los territorios de los pueblos situados en los márgenes de los vastos humedales de la Cuenca cambiaban junto con la extensión de las aguas y, por ello, estos límites móviles no podían sino entrar en conflicto con los criterios cartográficos modernos, que insistían en establecer fronteras inamovibles en lugares en los que había un flujo constante entre humanos y cuerpos acuáticos. Es importante enfatizar que los pueblos de la región no han vivido nunca en un espacio en el que el mundo del agua y el de la tierra firme estuvieran plenamente demarcados. No ha existido una orilla concreta que separara al agua de la tierra, que es precisamente la ima- gen que transmite un lago; más aún, esas zonas un tanto indeterminadas, que parecen ambiguas a ojos de la cartografía moderna, se ubicaban en terrenos de uso comunal o en espacios compartidos por diferentes pueblos.

El carácter cambiante de los humedales explica, en parte, las variaciones en la cartografía y la terminología. Es probable que en algún momento de su historia


 

 

geológica los “lagos” de la cuenca hayan constituido una masa acuática estable y de gran profundidad, pero hay evidencia de que las fluctuaciones y vaivenes de las aguas han ocurrido por lo menos desde el pleistoceno (Espinoza, 1996), y es un hecho que los pobladores de asentamientos muy tempranos adaptaron su vida a los cambios en la extensión y profundidad de las aguas que les rodeaban. Dependiendo de las condiciones climáticas, las aguas se unían formando cuerpos homogéneos o bien, se fragmentaban multiplicando lagunas y charcas. En la actualidad, este fenómeno aún puede verse en los remanentes del “lago” de Texcoco y en los humedales de Zumpango, Tláhuac y Xochimilco, en donde los lugareños utilizan distintos nombres para designar a charcas que aparecen y desparecen y cuyo tamaño aumenta o disminuye. En un paisaje cambiante, la mirada indígena también modificaba nombres y términos, reconstruyendo una y

otra vez una cartografía colectiva y casi siempre campesina.

El contraste entre los usos y concepciones indígenas y europeos sobre las aguas de la Cuenca, implicó el desarrollo de visiones antagónicas sobre el papel que éstas debían tener y el tipo de relación que debía mantenerse con ellas. Las poblaciones indígenas otorgaban a la alternancia cíclica entre sequías e inunda- ciones un lugar central de su vida social y, aunque habían construido un régimen hidrológico que proveía de cierta estabilidad a los ritmos del agua, no se plan- teaban la eliminación de los vaivenes ni buscaban establecer un dominio abso- luto sobre el agua. Los pueblos de la Cuenca reconocían el carácter contradictorio del agua y esto se reflejaba en su cosmología: al mismo tiempo que era dadora de vida, el agua también era capaz de traer destrucción y muerte (López Austin y López Luján, 2011; Declercq y Cervantes, 2013).

La potencia creativa y destructiva del agua era vista como una propiedad in- trínseca de la misma; se trataba de un rasgo que convertía a las aguas en sujetos con capacidad de acción y no en objetos inertes; al agua era un ser animado, dotado de fuerza y de (lo que actualmente llamamos) agencia, lo que la hacía parte reconocible y activa de la sociabilidad. Hablando sobre la estrecha interrelación con el agua, el historiador Richard Boyer enfatizaba el hecho de que los habitan- tes indígenas de Tenochtitlan “habían aprendido a vivir con el agua y sobre el agua, experiencia [que era] desconocida para los españoles” (Boyer, 1978: 15).

Del lado de los españoles, éstos tenían dificultades y resistencias para reco- nocer y aceptar el carácter cambiante del agua y, por supuesto, rechazaban cual- quier noción que pudiera otorgarle las propiedades de un sujeto autónomo, como se proponía en la “idolatría” nativa. Por el contrario, buscaron siempre


 

 

establecer una relación de dominio sobre las aguas lo que necesariamente reque- ría de su objetivación y de una racionalización que iba desarrollándose en para- lelo a la construcción del orden colonial.

De la mano de la Iglesia, del Estado y de una élite de expertos, las aguas fueron separadas de su antiguo domino social: los sacerdotes católicos se encar- garon de proscribir la asociación entre agua y divinidad, tal como la practicaban los nativos; las autoridades civiles se empeñaron en regular e institucionalizar las aguas y, para ello, organizaron su propia forma de poder hídrico, encaminada a a expulsar el agua del Valle de México. Por último, las nacientes élites científicas (cartógrafos, arquitectos, ingenieros hidráulicos, etc.) proporcionarán instru- mentos para reforzar la naciente percepción moderna que establece que el agua (transformada en objeto) debe estar sujeta la acción humana y no al revés.

La objetivación española del agua influirá sobre el tipo de relaciones que se establecen con los indígenas: a medida que los españoles imponen su versión del orden hidráulico, las visiones indígenas del agua se vuelven marginales e inde- seables. Sobre todo a partir de la inundación de 1607, cuando Enrico Martínez plantea la posibilidad de desaguar la Cuenca, el saber indígena acumulado du- rante siglos será excluido del ámbito del conocimiento técnico, social y político. Las prácticas indígenas con el agua se asociaron, a partir de entonces, con un modo de vida despreciable (indio, en la peor de las acepciones del término) que debía dejar lugar a un modo superior de vivir. Habitar junto a los canales, trans- portarse en canoa, desplazarse sobre los lodos aluviales, alimentarse de las char- cas y lagunas o trabajar la tierra limosa, fueron vistos como hábitos incompatibles con las costumbres españolas. El régimen colonial produjo una suerte de incomprensión ecológica que vio la vida acuática el riesgo permanente de las epidemias, las hambrunas y el caos.

Este rechazo al modo de vida lacustre se extenderá hasta la actualidad: la ciudad de México porfiriana, la posrevolucionaria y la urbe neoliberal de nues- tros días no cesarán en su empeño por separar el agua de la convivencia social: así, los canales serán cegados y convertidos en calzadas y avenidas, los ríos serán ocultados debajo de la tierra en tuberías que los transforman en drenajes y los llanos en los que proliferaban las charcas se tornarán en espacios para la expan- sión urbana. El capítulo más reciente de esta larga historia de lucha contra el agua, fue el intento de construir un aeropuerto en la última porción sin urbanizar del “lago” de Texcoco, a la cual el poder estatal y el capital privado consideraban


 

 

un espacio atrasado, improductivo, carente de valor y sólo defendido por grupos de campesinos atávicos y enemigos del progreso.

 

Alejarse del punto de vista indígena:

las inundaciones desde la perspectiva colonial

Las inundaciones no eran una novedad en México-Tenochitlan: existen registros de desbordamientos ocurridos en la ciudad prehispánica durante los años 1429, 1449 y 1499 y (ya bajo el dominio español) ocurrieron otras diez antes de 1700 (López, 2014: 26). Sin embargo, los aluviones de 1604 y 1607 convencieron a los españoles de buscar soluciones técnicas a lo que se había convertido en un gran problema hídrico y social, el cual amenazaba la viabilidad misma de la capital virreinal (Candiani, 2014; Boyer, 1978; Lemoine Villicaña, 1978).

La primera solución buscada por los españoles, se alejaba parcialmente de los principios mexica-texcocanos del manejo hídrico: en vez de apostar por un sis- tema de barreras, diques, represas y “calzadas duales” en las que se podía circular a pie y en canoa, la administración colonial optó por únicamente reconstruir las calzadas principales y las albarradas principales de Nezahualcóyotl y San Lázaro (antes llamada de Ahuízotl). En el camino, se dejó sin reparar la infraestructura secundaria formada por pequeños canales, acequias, exclusas y represas (algunas de ellas “efímeras” y artesanales, como explica Teresa Rojas) lo cual, lejos de contribuir a restaurar el equilibrio de los acuíferos, acrecentó los daños, precipi- tando nuevas crecidas sobre una ciudad que aún flotaba en las aguas anegadas de 1604.

El fracaso de la reconstrucción parcial de la infraestructura prehispánica, con- dujo a los expertos religiosos y civiles a una solución que se alejaba todavía más de la perspectiva tecnológica indígena y que no sólo trastocaría el régimen hídrico, sino el orden ecosistémico general de la Cuenca.

La administración virreinal optó por implementar una solución nunca antes vista: la Cuenca (hasta entonces endorreica) se abriría con un tajo y sería despo- jada de sus aguas a través de un gigantesco canal y un largo túnel que partiría desde Huehuetoca hasta llegar al Pánuco y perderse en el Golfo de México. Con la construcción del canal de Hueuetoca, elevado por el Virrey al estatus de Ace- quia Real, se erigió un gran proyecto imperial y colonial cuya racionalidad pervive hasta nuestros días. Desaguar la Ciudad de México no sólo fue una solución técnica frente al desafío de una naturaleza vista como un objeto de dominación: implicó también, la construcción de un proyecto de Estado, centralista en su


 

 

concepción, planificador en su ejecución y opuesto a la lógica tecnológica y eco- lógica indígenas. El virreinato terminó reemplazando a los antiguos estados in- dígenas con un orden que también basaba su poder en el control hídrico, pero que mostraba una diferencia fundamental con respecto a sus antecesores, pues el nuevo régimen movilizaba recursos y organizaba el trabajo para llevarse el agua fuera de la Ciudad y de la Cuenca. Si texcocanos y mexicas hicieron todo para atraer las aguas hacia la urbe, los españoles harían exactamente lo contrario: la Ciudad de México se convertiría en la imagen invertida en el espejo de Tenochtitlan.

 

Desagüe y desorden: consideraciones sobre el manejo colonial del agua

El desorden generalizado en el que se sumió el sistema de la Cuenca y especial- mente el de la Ciudad de México después de la conquista, los cambios en la agricultura, en la estructura de propiedad, en la manera de transportar e inter- cambiar y en la forma general de concebir la relación entre agua y ciudad, per- mitió instaurar una política de largo plazo para la desecación. El altépetl y el pueblo como ejes de la administración de los acuíferos (Mundy, 2018) cedió su lugar a la administración imperial y virreinal de las aguas. Aunque la mirada car- tográfica hispánica intentaba establecer dominios específicos para el agua y para la gente que la utilizaba, el hecho es que ambas siguieron entrelazadas, aunque de un modo distinto y probablemente más conflictivo que bajo el dominio de la Triple Alianza. Cada medida tomada por el Cabildo, la Audiencia o el Virrey, parecía complicar más las cosas: la desviación de los ríos, el cegado de los canales y toda ocupación de terreno aluvial en beneficio del ganado, el trigo o los asen- tamientos de población, parecía desordenar y volver más impredecible el com- portamiento del ecosistema.

El mismo Enrico Martínez y otros protagonistas de la época, advirtieron so- bre los preocupantes cambios en el clima y el paisaje; a medida que los mono- cultivos y la ganadería desplazaban a los humedales y los bosques, los suelos iban perdiendo riqueza y la aridez era cada vez más notoria; de igual manera, la defo- restación, la apertura de minas a cielo abierto para extraer materiales para la Acequia Real y el túnel de Huehuetoca, junto a la desaparición de represas y diques, extendían la erosión y secaban manantiales y fuentes de agua a lo largo de toda la Cuenca (Boyer, 1978: 19; Rojas Rabiela, 2011).


 

 

La creciente desecación, el entubamiento y las modificaciones de los afluen- tes no sólo transformaban el medio ambiente, sino que cimentaban el orden de dominación colonial, despojando a los indígenas de tierras y aguas para benefi- ciar haciendas y obrajes. Hacia los siglos XVIII y XIX, la creciente desecación aceleró los conflictos por el agua en comunidades rurales y urbanas; en el campo se desarrollaba una constante lucha entre los indígenas (cuyas tierras aluviales y de regadío iban disminuyendo) y las élites españolas y criollas, que acaparaban el agua para su beneficio. En la Ciudad, los conflictos se centraban en disputas por evitar que los habitantes de las periferias utilizaran el agua que bajaba de las montañas hacia las fuentes de la capital, por el precio que debía pagarse por los servicios de los aguadores y por la forma en que se disponían los desechos hu- manos, animales y provenientes de los obrajes.

A partir de la exploración de las transformaciones de los siglos XVI y XVII, es posible establecer cuatro rasgos principales que caracterizan al sistema hidroló- gico colonial: un orden hídrico estatal organizado alrededor de expulsar las aguas de la Cuenca; una incomprensión sobre el funcionamiento ecológico de los cuer- pos de agua de la región, basado en la negación del punto de vista tecnológico, ambiental y social indígena y finalmente, el surgimiento de una forma social de desigualdad hídrica, que de manera simultánea, dependía y reforzaba el orden de castas y clases. Es a partir de estos rasgos que se genera una cultura urbana que no sólo buscaba implementar medios técnicos para desaguar las aguas, sino que produjo un orden en el que los acuíferos son permanentemente relegados a es- pacios ocultos, subterráneos y marginales.

Los intentos por desaguar a la Cuenca de México no cesaron con la cons- trucción del canal y de los túneles que corrían de Zumpango a Nochistongo. Por el contrario, estas obras resultaron siempre insuficientes debido a defectos téc- nicos, a la demanda constante de mantenimiento y a los costos generales de la obra, que eran siempre absorbidos por la hacienda pública. En misma, la obra era un monumento a la explotación del trabajo indígena (tributario, asalariado y esclavo), a la burocracia hispánica y al gigantismo imperial de su monarquía.

Las tareas de desagüe no se han detenido a lo largo de cuatro siglos: conti- nuamente han demandado adiciones y modificaciones de diversa índole, sin que ninguna de éstas haya logrado dominar del todo a las aguas de México. Por el contrario, la incesante intervención colonial hacía del sistema hídrico algo cada vez más caótico, agravando inundaciones, problemas de drenaje y toda clase de contaminación  acuífera.  La distancia  entre el sistema  español  y  el  sistema


 

 

texcocano-mexica, agravaría los problemas hídricos de la Ciudad de México, pues impondría un modelo urbano en el que toda el agua, sin importar su pro- cedencia (manantiales, ríos, humedales o lagunas), terminaría en el gran desagüe, mezclada con las heces y desechos de todos los humanos del Valle de México.

La ciudad que reemplazó a Tenochtitlan, no pudo o no quiso entender que la circulación del agua en una cuenca cerrada requería separar con eficiencia las aguas limpias de las negras. En el proyecto fundacional de Enrico Martínez, toda el agua, sin importar su calidad, condición u origen, fue vertida en el mismo lugar. El modelo hidráulico basado en el Tajo, no podía sino conducir a que los cuerpos de agua localizados en el curso del desagüe, se secaran o se convirtieran en superficies muertas en las que nada podía crecer o vivir. El aumento de gran- des superficies de aguas negras fue un efecto inherente al modelo español y novohispano del agua. Es la política que causó que los afluentes de los “lagos” drenados se convirtieran en drenajes y caños, y la responsable de convertir a los humedales en focos de infección a los que luego había que desecar. El modelo colonial, al transformar los ecosistemas lacustres en zonas muertas, empujó a la Ciudad de México a otra de sus paradojas: conseguir y traer el agua potable fuera de una Cuenca rica en acuíferos.

Lo anterior fue advertido con claridad por el ingeniero hidráulico holandés Adrian Boot, quien rechazó las soluciones de Enrico Martínez (a quien había venido a supervisar), oponiéndose a la idea del tajo y proponiendo, en su lugar, un sistema más cercano al texcocano-mexica, que no requería de abrir la cuenca cerrada (López, 2017), sino de hacer circular el agua en forma inteligente, a través de diques, esclusas y represas. La solución de Adrian Boot nunca se implementó, entre otras cosas, por- que era más barata, requería menor inversión de trabajo y, para desagrado de los españoles, demandaba conservar una agricultura menos concentrada y más cercana al modelo indígena de organización social. El desagüe de la cuenca habrá obedecido a una lógica irracional en términos ambientales y sociales, pero sin duda trajo enor- mes beneficios monetarios a sus constructores e impulsores, a la vez que impulsó la centralización del poder político y reforzó a una administración pública caracterizada por el barroquismo de sus formas y procedimientos.

 

La colonialidad del orden hidráulico: el desagüe más allá del virreinato

Diseccionar y dar cuenta de los rasgos coloniales del desagüe sirve para explicar las continuidades históricas del actual modelo de desecación. Con frecuencia, la


 

 

historiografía sobre los intentos de desaguar la Ciudad de México ha desesti- mado los vínculos entre el régimen hídrico colonial y la vida republicana. Una lectura secuencial y teleológica de la historia ha transmitido la falsa idea de que aquello que se implementó bajo el dominio español es un mero objeto de museo. No obstante, es posible advertir cómo el proyecto de desecación ha logrado so- brevivir a los cambios en la forma política del Estado. Si algo del orden colonial pervive en nuestra época, éste debe buscarse en las relaciones entre la Ciudad de México y el agua. La persistencia de los proyectos de desecación de la Cuenca es evidencia de la continuidad histórica de una política de despojo y negación del saber tecnológico, ambiental y social indígena.

Dicha continuidad se evidencia cuando revisamos la forma en que el régimen porfiriano retomó el proyecto colonial del desagüe. Durante el siglo XIX, la Ciu- dad de México continuó luchando contra los afluentes, las lluvias y los humeda- les como una especie de Sísifo hidráulico: a pesar de casi tres siglos de obras coloniales y de que hacia 1850 el sistema de humedales se había reducido en un 80% (Vitz, 2018), las inundaciones y los problemas hídricos no se habían re- suelto y, por el contrario, se agravaron debido al deterioro de la infraestructura hidráulica durante las décadas más caóticas de la vida republicana.

Los cambios políticos traídos por la independencia no modificaron sustan- cialmente la visión frente a la Cuenca desarrollada por el régimen colonial. Por el contrario, la Pax porfiriana implicó la renovación del antiguo proyecto de En- rico Martínez. Los ingenieros, salubristas, arquitectos y funcionarios porfiristas pensaron que, gracias a la ciencia positivista y a la tecnología mecánica, lograrían desaguar la Cuenca, marcando el triunfo definitivo de la técnica sobre la natura- leza (Jiménez Muñoz, 1993). La desecación porfiriana se justificó como parte de una política de salud pública que debía resolver problemas de inundaciones, ac- ceso al agua potable, drenaje y control de enfermedades causadas por los “mias- mas” de las zonas pantanosas y que serviría para ordenar y disciplinar una sociedad atrasada, ignorante y hasta desviada y peligrosa (Piccato, 2001).

Aunque esta perspectiva no era completamente nueva, bajo el régimen de Díaz se refuerza la idea de que los “lagos” de la Cuenca son sitios de enfermedad física y social a los que era necesario transformar en sitios higiénicos, producti- vos y ordenados. El sentido lineal y progresivo con el que los porfirianos enten- dían la historia, les hacía ver a los cuerpos de agua y a las comunidades (humanas y no-humanas) que albergaban como entidades moribundas y sin futuro, cuya desaparición era mejor acelerar. A este sentido de teleológico de la historia hay


 

 

que agregar los intereses económicos del porfiriato, que resultaban incompati- bles con las economías chinamperas, estacionales y de pequeña escala que pre- valecían entre los pueblos cercanos a humedales y ríos. Por el contrario, el modelo porfiriano privilegiaba a grandes terratenientes y compañías concentra- das que, en el caso de la Cuenca, buscaban aumentar la extensión de las hacien- das a costa de los humedales y de sus habitantes.

Bajo esta lógica de higienización, de imitación de modelos urbanos europeos y norteamericanos y de extensión de una economía oligárquica a costa de la pe- queña propiedad (privada o comunal), se impulsó la construcción del Gran Ca- nal del Desagüe, que complementaría y mejoraría el antiguo proyecto colonial del Tajo. El entusiasmo por el Gran Canal y por las obras que servirían para extender las tierras de las haciendas trigueras y el ferrocarril a costa de los hume- dales de Chalco, fueron calificadas por Porfirio Díaz como uno de los mayores logros de su gobierno (Vitz, 2018: 76), lo que proporciona una idea del papel que tenía la desecación en el imaginario del régimen.

La profundización porfiriana del modelo de desecación iniciado en la colonia agravó los problemas de la Ciudad y la Cuenca de México; la expansión de mo- nocultivos sobre los humedales, de papeleras y textileras que usaban los ríos del poniente de la Ciudad, agudizaron los problemas de deforestación y agotamiento de arroyos, manantiales y pozos, lo que profundizó la desigualdad social en el Valle de México. Grandes masas de pobres quedaron concentradas sobre todo en el nororiente, en zonas que no sólo sufrían las carencias impuestas por el capitalismo porfiriano, sino que, además, resentían los efectos traídos por la con- versión de los ecosistemas en desagües y en páramos salinizados. Al reforzar un sistema hídrico dependiente del desagüe centralizado, la Ciudad configuró una persistente relación entre centros ricos y periferias depauperadas: mientras que los primeros tomaban agua de Chapultepec, Coyoacán, Santa Fe y Cuajimalpa, la cual ensuciaban con descargas humanas y desechos industriales para luego enviarla a la región de Texcoco y Zumpango.

La política de desagüe y la centralización del drenaje, produjo que no hubiera incentivos para cuidar y tratar el agua: cada vez que un río o un arroyo alcanzaba un nivel máximo de deterioro, la solución implementada por el Estado consistía en entubarlo y explotar un nuevo afluente, lo que produjo que prácticamente todos los ríos y arroyos del Valle de México fueran convertidos en drenaje. A medida que los ríos quedaban inutilizados, se optó por extraer agua de pozos


 

 

artesianos. Esta política dio resultados hasta la década de 1940, cuando el agota- miento de los mantos freáticos y las dificultades de perforar a profundidades cada vez mayores llevaron a una moratoria en la extracción del líquido, la cual obligó a traer el agua desde la Cuenca del Lerma. A partir de estos años, la Ciu- dad y la Cuenca de México entrarían en una nueva fase hídrica, marcada por la creciente escasez de agua potable, situación que se agravaría durante los siguien- tes cuarenta años cuando el agotamiento y la contaminación del Lerma y sus afluentes llevaría a explotar el Río Cutzamala.

Esta situación paradójica, en la que una ciudad localizada en una cuenca rica en acuíferos tiene que buscar su agua en otras regiones hidrológicas del país, ha conducido a pensar que la Ciudad, el Valle y la Cuenca de México son espacios completamente desecados en los que alguna vez hubo ríos y lagos que desapa- recieron para siempre. Dicha posición ha sido reforzada por la historiografía del desecamiento, la cual ha estado dominada por un pesimismo que a veces se torna en fatalismo apocalíptico. Sobre todo entre los historiadores norteamericanos (Mathes, 1970; Boyer, 1978; Candiani, 2014; López, 2014; Vitz, 2018; Mundy, 2018), el relato sobre de la hidrología de la Ciudad de México aparece como una sucesión interminable de errores y malas decisiones ambientales que conducido a su población a un callejón sin salida. Esta posición es sólo parcialmente cierta y tiene el inconveniente de que oculta a las comunidades que hoy habitan los humedales sobrevivientes de la Cuenca; se trata de una visión que depende ex- clusivamente de fuentes documentales y que, pese a sus posiciones críticas, re- fuerza las ideas hegemónicas que ven a las culturas lacustres como objetos de museo o como una supervivencia marginal sin lugar en el México del presente.

No obstante, si se pone en práctica una mirada que vaya más allá de los ar- chivos estatales y que incorpore el análisis del paisaje presente, tal como lo hi- cieron Palerm (1973), Rojas Rabiela (1993; 1998; 2009) o Parsons (2006; 2015), pronto se revelaría la existencia de comunidades humanas que, con muchas di- ficultades y a contracorriente del orden dominante, mantienen otra relación con el agua. Se trata de las comunidades que conservan vivas las charcas, canales, lagunas y llanuras aluviales en partes de Zumpango, Texcoco, Xochimilco y Tláhuac e incluso en pequeñas porciones de Chalco y Chimalhuacán. Son co- munidades presentes en los intersticios de una ruralidad urbanizada, negadas por el Estado y siempre en la mira de especuladores y desarrolladores estatales y privados. Son la prueba de que la desecación de la Cuenca de México no ha sido


 

 

total; son el testimonio de que existen ecosistemas lacustres que, pese al dete- rioro, prestan un servicio ambiental fundamental para los habitantes de una re- gión metropolitana que alberga a 20 millones de habitantes.

Aunque jamás volveremos a tener un sistema hidrológico como aquel que tuvieron los mexicas y los texcocanos, existe un pequeño margen para restaurar algunos de los acuíferos de la Cuenca y una posibilidad de revivir algo de la antigua convivencia con el agua. Lo anterior es la aspiración de decenas de co- munidades que mantienen los vínculos con aguas animadas y dotadas de agencia; es la idea que inspiró los trabajos olvidados de Adrian Boot y el proyecto de restauración de Texcoco impulsada por Nabor Carrillo a mediados del siglo XX. Frente a la política sin futuro del desecamiento existen algunas alternativas, pero desarrollarlas implica abandonar los principios y la racionalidad colonial que aún gobiernan nuestra relación con el agua.

 

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