LA PARCA: PERSONIFICACIÓN MACABRA DE LA MUERTE EN CARACAS A MEDIADOS DEL SIGLO XVIII

 

 

Hernando Villamizar

Departamento de Arqueología y Antropología Histórica,

Universidad Central de Venezuela correo electrónico: hvillamizar.ucv@gmail.com

 

RECIBIDO: 12 DE DICIEMBRE DE 2018; ACEPTADO: 15 DE FEBRERO DE 2019

 

Resumen: Durante la segunda mitad del siglo XVIII varios autores en la en la ciudad de Caracas escribieron textos pticos y sermones funerarios en los que la Parca, una perso- nificación macabra de la muerte, aparece como un recurso metafórico recurrente. Dicha personificación estaba asociada a un conjunto de actitudes que expresaban temor, pero también rechazo y repudio ante el sentido “arrancador con el que la muerte era perci- bida en algunos contextos del barroco hispanoamericano. A partir de un interés antro- pológico por el estudio de sociedades del pasado, este artículo busca analizar los nexos entre los rasgos agenciados con los que la Parca era representada y parte de los sentidos culturales sobre el morir y la muerte que circulaban en la sociedad caraqueña.

Palabras clave: personificación, representaciones de la muerte, tanatologías culturales.

Abstrac: In Caracas, in the middle of the 18th, several authors wrote poems and funerals sermons where The Parca, a macabre personification of death, appears as a recurrent metaphoric resource. This personification was related with a set of attitudes that ex- pressed fear, but also rejection and repudiation toward the glommy feeling” with which death was perceived in some Hispano-American contexts of the baroque. With an an- thropological interest to study societies in the past, this article aims to analyze the links between the traits with the Parca was represented and the cultural senses about death and dying that circulated in Caracas.

Key words: personification, representations of death, cultural thanatology.


 

LA PERSONIFICACIÓN DE LA MUERTE

Suele ser un hecho recurrente en distintas sociedades, el uso de expresiones en las que se atribuyen acciones animadas a objetos materiales, a elementos de la natura- leza, ideas y sentimientos, como si estos fuesen entes capaces actuar y tomar decisio- nes de forma propia. Las expresiones: la muerte no distingue colores” o la muerte nos asecha”, son un buen ejemplo de ello pues, como proceso natural y biológico que afecta a la materia orgánica y todos los seres vivos, la muerte no es un ente con capacidad consciente para distinguir o asechar. Sin embargo, al atribuirle tales rasgos es posible dar cuenta de ella de manera mucho más cercana o, simplemente, enfa- tizar algún aspecto que percibimos en el morir de nuestros semejantes, como, por ejemplo, la naturaleza inevitable de dicho fenómeno, la cual puede ser percibida como si se tratase de una amenaza acechante. Esto es lo que se conoce como perso- nificación, un recurso expresivo que permite explicar y referir aspectos de la reali- dad, identificándolos con acciones humanas” y rasgos específicos (cf. Kövecses, 2010: 55-56).

Conviene destacar, al menos desde una mirada antropológica, que el carácter de las acciones con las que se personifican elementos de la realidad no son percibidas como humanas” en todas las sociedades, entendiendo que existe una diferencia on- tológica entre distintas culturas a la hora de definir las formas del ser y del existir, las fronteras entre la natural y lo cultural o entre lo que se considera humano e inhumano. En algunas sociedades amazónicas que manejan “ontologías animistas”, las fronteras entre los animales, plantas y las personas no son opuestas, sino más bien fluidas y continuas, en la medida en que todos tienen la misma “interioridad”, dotados de alma o espíritu (cf. Descola, 2001: 86-88). De manera que la personifica- ción puede ocurrir a partir de acciones animales, vegetales o de cualquier ente con- templado otológicamente.

En tal sentido, resulta mucho más conveniente emplear la categoría “acciones agenciadas” (adaptadas aquí como acciones no específicamente humanas), que se desprende de las reflexiones sobre la personificación hechas por George Lakoff y Marck Turner (1989). Determinados tipos de eventos de la realidad (la muerte, el tiempo, la vida, el amor) son explicados como si fuesen el resultado de la acción de un “agente”, el cual asume rasgos específicos y causa dichos eventos. Esto es precisa- mente lo que ocurre con la personificación de la muerte, tal y como lo plantea George Lakoff: “events <like death> are understood in terms of actions by some agent <like reaping>. It is that agent that is personified (1993: 232). En este caso, la acción de “segar o cortar (reaping) con una hoz o guadaña se convierte en el agente que personifica a la muerte como mbolo de que la vida es truncada. Este ejemplo resulta interesante a nuestros fines, ya que la siega de la cosecha que tradicional- mente se hacía de forma manual con una guadaña, es la acción agenciada que ha


 

estado asociada a la Parca como personificación de la muerte durante siglos, tanto en el mundo hispanoamericano como su versión anglosajona, the Grim Reaper, y en buena parte de Europa Central.1 Todas ellas son representadas con figuras es- queléticas portando guadañas en sus manos, relacionadas casi siempre a un sentido macabro y atemorizante de la Muerte que viene en busca de su víctima.

El fenómeno de la personificación tiene su base en la plasticidad y capacidad simbólica del lenguaje. Opera a partir de determinados recursos linísticos que permiten identificar al menos dos variantes: en primer lugar, la personificación me- tafórica que consiste en entender una cosa en términos de otra. Por esa razón, se la puede clasificar como una “metáfora ontológica”, es decir, aquellas que permiten representar nuestras experiencias y percepción del mundo como si se tratara de en- tidades discretas o sustancias de tipo uniforme (cf. Lakoff y Johnson, 1986: 71). En segundo lugar, está la personificación metonímica en la que se utiliza una entidad para referirse a otra con la que mantiene una relación en el mismo campo concep- tual. Dentro del alegorismo cristiano, la paloma como representación del Espíritu Santo es un ejemplo de metonimia, ya que históricamente esta ave ha estado aso- ciada a dicha entidad (Ibid.: 78). La diferencia entre la metáfora y la metonimia radica en que la primera comprime y sustituye el referente por el concepto, mientras que en la segunda, la personificación del agente enfatiza un sentido particular dentro de la amplia gama de relaciones semánticas.

En los textos que analizaremos a lo largo de estas páginas es posible encontrar ambos tipos de personificación. Pero, en lo que concierne a la recreación de la Parca, esta funciona mayormente a partir de la personificación metonímica, en la medida en que las calaveras, esqueletos, figura macilenta y guadaña con los que se la repre- sentaba, no son elementos azarosos, sino que históricamente han formado parte de un conjunto de mbolos asociados a la muerte en Occidente, como lo demuestra la alegoría de la Danza Macabra en la Edad Media o el motivo de las vanitas2 en los siglos XVII y XVIII.

Evidentemente, los sentidos macabros de la muerte no son los únicos que se pueden enfatizar entro los muchos que existen dentro de la gama conceptual de dicho fenómeno. Así, por ejemplo, la muerte en Occidente también ha sido perci- bida como liberadora de los sufrimientos de la vida, como sabia, maestra, como anhelo y deseo místico.3 En algunas sociedades extra occidentales la muerte es per- sonificada a través entes sagrados como dioses, semidioses, heraldos, espectros y

 

1 La Grande Faucheuse” en Francia; “Der sensenmann” en Alemania.

2 Se trata de un motivo pictórico ampliamente difundido durante los siglos XVII y XVIII dentro del contexto del barroco europeo, en los que el uso de calaveras y esqueletos funcionaban como recorda- torios alusivos de la muerte como fin inevitable de la vida.

3 En otro espacio he analizado varios motivos compositivos y metafóricos asociados a la muerte, distintos a la personificación de la Parca, también presentes en la poseía colonial venezolana (cf. Villa- mizar, 2017).


 

monstruos que encarnan en figuras tanto antropomórficas como zoomórficas (según la variedad ontológica), y alrededor de los cuales los individuos realizan determina- dos rituales y ceremonias mediatizas bajo un conjunto de creencias mágicas o reli- giosas. Pero también se la puede encontrar representada mediante personajes que comportan más bien un carácter profano, vinculado a prácticas y discursos terrena- les sobre la muerte. Esta consideración es fundamental en lo que al estudio de la Parca se refiere, pues su origen en la mitología grecorromana la asocia a las Parcas hilanderas o diosas del destino, mientras que su uso en el Occidente cristiano y en el mundo colonial hispanoamericano, funcionaba como un motivo literario muchas veces sin identidad sagrada.

La muerte como fenómeno sociocultural abarca aspectos sagrados y profanos a un mismo tiempo (más allá del carácter ambiguo de estas categorías para definir sus significados). Esto obliga a identificar con mayor pericia los distintos registros o di- mensiones en los que se mueve una determinada representación, ya que el énfasis en uno u otro, determina el carácter particular de la acción que se quiere representar con un agente, dentro de una gama mucho más amplia de significados posibles. Para llevar a cabo esta tarea, resulta útil el empleo de una categoría que denominaré a partir de ahora “tanatologías culturales”, la cual puede ser definida como la ma- nera en que una sociedad percibe muerte y le atribuye sentido a partir su cultura. Es allí donde reside el esquema conceptual que moldea la forma en que los indivi- duos sienten y representan el morir de sus semejantes, las preocupaciones por la continuidad de la existencia en el “más allá”, el mundo de los muertos y la posibili- dad de interactuar con ellos, las demostraciones de duelo y los rituales funerarios. No se trata de un mero abstraccionismo, puesto que las tanatologías están institu- cionalizadas y moldean prácticas sostenidas en el tiempo, por lo que es posible iden- tificarlas etnográficamente a través de discursos, creencias, ceremonias, rituales y elementos tanto materiales como simbólicos que giran en torno a la muerte.4

La amplia gama de sentidos culturales atribuidos, aglutinados bajo el concepto de “tanatologías”, puede a su vez clasificarse en cuatro tipos:

 

1.        Tanatología cosmogónica, aquella que define la relación entre la vida y la muerte en función de la existencia del ser, y que es posible encontrar en muchos mitos y relatos genésicos, ¿cuál es la finalidad de la vida?, ¿por qué morimos?

2.        Tanatología escatológica, aquella que indica el destino individual y colectivo des- pués de la muerte, el destino del alma o el espíritu y las concepciones sobre el “más allá”.

 

4 La acepción del término tanatología” en este contexto es distinta a la empleada en las ciencias médicas y de la salud, donde se la define como la disciplina que estudia la muerte clínica en sus fun- damentos fisiológicos, así como la orientación, cuidados y apoyo a los pacientes con enfermedades terminales y a sus familiares en el proceso de morir.


 

3.        Tanatología terrenal, que responde a pulsiones de carácter mundano, las cuales tienen que ver con el apego a la vida, las demostraciones de duelo, los recuerdos, la memoria del difunto e, incluso, aquellas prácticas que buscan evitar la muerte.

4.        Tanatología feneciente, en las que se contemplan las distintas causas y mecanis- mos del morir, es decir, aquellos procesos que causan la muerte y las maneras en que esta puede producirse.

 

Allí donde se ven resaltados los sentidos cosmogónicos y escatológicos, las per- sonificaciones de la muerte son representadas como dioses que rigen los destinos de los seres vivos, o bien, entidades que gobiernan el inframundo o que guían a los difuntos hacia la morada de los muertos. Dado que dichos personajes no siempre tienen un carácter divino, aun cuando el destino individual y colectivo después de la muerte respondan a creencias mágicas o religiosas (sen el tipo de sociedad), resulta preferible hablar de cosmogonía y escatología, en vez de “sagrado” para evi- tar confusiones. Si, por el contrario, lo que se enfatiza son los sentidos terrenales de la muerte, entonces veremos alegorías relacionadas directa o indirectamente con el duelo, con la exaltación de los placeres terrenales de la vida o que están asociadas a los ciclos de muerte y fertilidad.5 En el caso de las tanatologías fenecientes, las per- sonificaciones pueden adquirir un carácter premonitorio o ejecutivo del morir: apa- recen para indicar que el momento final ha llegado o para buscar a su víctima y truncar su vida.

Por otra parte, las personificaciones y otras representaciones de la muerte han sido estudiadas tradicionalmente como expresiones pticas y artísticas. Aspecto im- portante a destacar, si consideramos que las fuentes que abordaremos en este estudio son fundamentalmente poemas y sermones funerarios. No obstante, algunas inves- tigaciones sobre las representaciones de la muerte en la literatura señalan que dichas recreaciones tienen una conexión profunda con distintos procesos sociales (cf. Teo- derescu, 2015: 2-3). De la misma manera, Lakoff y Johnson han advertido que el uso de las metáforas, metonimias y personificaciones no se limita a un recurso de la imaginación ptica, puesto que impregnan la vida cotidiana y nuestras acciones: “nuestro sistema conceptual ordinario, en términos del cual pensamos y actuamos es fundamentalmente de naturaleza metafórica” (1986: 39). Todas estas considera- ciones nos motivan a estudiar la personificación de la Parca en el contexto colonial, en relación a las representaciones más amplias sobre la muerte lo sus sentidos tana- tológicos que circulaban en Caracas durante la segunda mitad del siglo XVIII.

 

5 La distinción entre los cuatro planos tanatológicos no siempre resulta precisa y fácil, sobre todo cuando algunos discursos y prácticas en torno a la muerte fluctúan entre ellos e históricamente han presentado usos distintos, como es el caso de la personificación de la Parca en Occidente. Sin embargo, dichas categoas permitin diferenciar de manera instrumental las distintas direcciones de los discur- sos identificados en los textos coloniales.


 

EL ORIGEN DE LA PARCA

En caso del Occidente cristiano no existe un ente o divinidad particular consagrada a la muerte. De manera que las causas de esta y de todo lo referente a la existencia humana son interpretadas como parte de los designios de un dios omnipotente, bajo la idea de que Dios es dador y señor de la vida de toda criatura. Sin embargo, en el ámbito de la literatura y las manifestaciones artísticas ha florecido toda una serie de personificaciones y alegorías, muchas de las cuales provienen del contacto histórico con otras culturas o por la coexistencia del cristianismo con religiones muchos más anti- guas, lo que ha dado origen a algunos sincretismos.

Sin duda, la alegoría que más ha influido en dicho contexto es la de las Moiras o Parcas, quienes dentro mitología grecolatina eran concebidas como las diosas que re- gían el destino (fatum) de los mortales. Este hecho, además de la relación con otros dioses como Nix (diosa de la noche) y Tánatos (dios de la muerte sin violencia), les confiere un sentido cosmogónico y escatológico.

Las Moiras eran representadas como tres hermanas hilanderas. La primera de ellas era Cloto, que portaba un huso o una rueca. Su papel consistía en hilar o formar la hebra que simbolizaba la vida de una persona. Luego estaba Láquesis, quien deter- minaba la longitud del hilo y, por tanto, la duración de la vida. Finalmente estaba Átropos, la más temida de todas, muchas veces representada con unas tijeras o con una hoz en las manos que utilizaba para cortar el hilo, símbolo de que la hora de la muerte había llegado.

El equivalente de estas tres diosas en la mitología romana eran las Parcas o Parcae (Nona, Decima y Morta). El conjunto de estas alegorías decayó durante el medioevo hasta que las corrientes humanistas del siglo XV volcaron su mirada al mundo greco- latino buscando temas de inspiración. Los pintores renacentistas comenzaron a re- crearlas desnudas o vestidas como figuras clásicas. Pero también se las retrataba como ancianas y la figura de Átropos, la hermana que corta el hilo, en algunos casos fue objeto de una mayor atención (cf. Elvira, 2008: 318).

Curiosamente, en la literatura española del Siglo de Oro es con encontrar el nombre latino, Parcas, para referirse a la alegoría en general, pero a cada una de las hermanas se las seguía llamando individualmente por sus nombres griegos (Cloto, Láquesis y Átropos). Esta superposición de nombres también puede ser apreciada en la literatura hispanoamericana y la veremos en los textos del siglo XVIII venezolano. Al mismo tiempo, se produjo una tendencia indivualizante a medida que distintos autores comenzaron a referirse a la Parca (en singular), representada casi exclusiva- mente en la figura de Átropos.6

 

6 Es difícil precisar cuándo comenzó a ocurrir esta tendencia, pero se la puede encontrar en distin- tos textos del siglo XVI como, por ejemplo, en el vastísimo poema de Juan de Castellanos. Es impor- tante resaltar que, en dicha obra, la referencia a la Parca individualiza sólo simboliza que la muerte de


 

Con el paso de los siglos, la Parca solitaria fue cobrando un aire macabro y repugnante. Se la comenzó a representar en la pintura con forma de esqueleto, llevando en la mano una hoz o una guadaña (en vez de tijeras), para segar la vida de sus víctimas. Esta es la figura que aparece, por ejemplo, en los “Jeroglíficos de las postrimerías” (1672) de Juan de Valdés. Es importante advertir, que la repre- sentación macabra de la muerte ya había estado presente en Occidente durante la Edad Media bajo otras figuras en el contexto de la peste negra, donde fueron muy comunes los grabados de la Danza macabra, chorea macchabaeorum. El triunfo de la peste en las ciudades era personificado mediante figuras esqueticas que bailaban junto a los vivos y los llevanban de la mano a sus tumbas (cf. Hui- zinga, 1981: 197-206).

Es posible que estas pulsiones macabras hayan permanecido latentes y que luego reaparecieran con fuerza inusitada a partir del siglo XVII dentro de la mentalidad barroca, donde los significados culturales de la muerte adquirieron un sentido mu- cho más angustiante, sobre todo, a partir del énfasis que puso la Iglesia en las pos- trimerías y las amenazas del juicio divino, el purgatorio y el infierno, como bien lo sugiere Fernando Martínez Gil:

 

La sensibilidad macabra, que tan intensamente se manifestó en la baja Edad media, no desapareció por completo en el barroco en una forma más contenida pero igual- mente explícita. La reforma católica utilizó algunos elementos macabros, como la ca- lavera y el esqueleto de la muerte, para combatir las vanidades del mundo e instigar al momento mori y a la meditación de las postrimerías (2000: 75).

 

En tal sentido, la muerte dejó de ser percibida como un momento apacible al que se entregaban los moribundos en espera de la resurrección, para convertirse en una situación atemorizante, puesto que debían enfrentarse a los rigores de la corte celestial, dar cuentas de los pecados y las obras realizadas en vida, con las consecuencias que de ello derivaban. Esto coincide con lo que Philippe Ariès ha llamado la muerte del otro”, o muerte arrebatadora, es decir, aquella “que arranca al hombre de su vida cotidiana, de su sociedad razonable, de su trabajo monótono” (2000: 63).

En el caso de la ciudad de Caracas durante el siglo XVIII, el énfasis tremendista sobre la escatología cristiana y las actitudes hacia la muerte arrebatadora estuvieron muy presentes en los sermones y liturgias de la Iglesia, en distintos tratados teológicos que llegaban a los puertos en barcos, en los catecismos, en la pintura y otras manifes- taciones que se pueden evidenciar tanto en documentos históricos como en fuentes literarias (cf. Villamizar, 2017).7

algún personaje está cerca y todavía no tiene los tintes horrorosos y macabros que se pueden apreciar en textos de siglos posteriores.

7 Véase también el estudio de Janeth Rodríguez (2005) sobre las representaciones intimidatorias del purgatorio en discursos e iconografías que circulaban en la Caracas del siglo XVIII.


 

En medio de esta escatología tremendista la alegoría clásica de las hilanderas no desapareció. Se la puede encontrar en muchos textos de la época, incluso en aquellos donde también aparece la Parca macabra como figura individual. Se trata de una di- ferencia de matices retóricos, donde las primeras representaban una metáfora mucho más sublime del morir, mientras que la última encarnaba de una manera mucho más dura el sentido segador o truncado de la vida, todo ello dentro de las tanatologías fenecientes. Pero además, la Parca macabra pasó a representar otros dos matices en los que muchas veces desempeñaba un papel protagónico. Uno de ellos tiene que ver con las tanatologías escatologías asociado a la amenaza angustiante de las postrimerías, donde las calaveras y esqueletos funcionaban como mbolos de la muerte acechante; como una advertencia de que la hora final podía sobrevenir en cualquier momento y el buen cristiano debía estar siempre preparado espiritualmente para enfrentarse a la corte celestial y los rigores del purgatorio. Por eso se la puede ver recreada en el cuadro ya mencionado, Jeroglífico de las postrimerías”, y en las alegorías del Árbol de la vida”, de la cual se hicieron muchas variantes tanto en España como en América. El otro sentido exaltado por la Parca macabra está mucho más relacionado con las tanatologías terrenales, allí donde se quería resaltar el apego a la vida, a la memoria del difunto y el rechazo a la muerte arrancadora a través del complejo de las inmor-

talidades.

En el siguiente recorrido el lector podrá apreciar los distintos matices con los que la parca fue recreada en la literatura colonial caraqueña en relaciones culturales de la muerte que circulaban en dicha sociedad.

 

LA PARCA VIRULENTA EN CARACAS (TANATOLOGÍA FENECIENTE)

A lo largo del período colonial, la Provincia de Venezuela se vio afectada por distintas catástrofes naturales como terremotos, inundaciones y períodos de sequía. Pero sin duda, los que más estragos causaban —en cuanto al costo de vidas humanas— eran los brotes de viruela, una enfermedad de carácter contagioso que hizo su aparición en Europa a partir del contacto con los sarracenos y el mundo árabe a finales de la Edad Media, y que a mediados del siglo XVI llegó a América través de los barcos españoles. Su expansión por casi todo el continente fue inevitable, con un impacto muy fuerte en las poblaciones indígenas que se vieron diezmadas, y sobre las ciudades fundadas por los españoles a lo largo de tres siglos.

En 1764 Caracas experimentó el contagio de viruelas más grave de su historia, tanto por la prolongación intermitente durante casi dos décadas, como por la cantidad de afectados y de muertos (cf. Gómez, 2002: 12). lo en el año de 1764 hubo s de mil fallecidos en la ciudad, mientras que la epidemia se propagaba a los pueblos y


 

provincias vecinas. Esta situación debió impresionar profundamente al padre José Ig- nacio Moreno, quien por entonces estudiaba filosofía en la Universidad de Caracas y compuso dos poemas sobre dicho tema, los cuales transcribió luego en su cuaderno manuscrito.

El primero de ellos es un romance endecasílabo titulado Al pertinaz estrago que causan las viruelas en esta provincia de Caracas, introducidas en este año de 1.764. En él describe los rigores de la tragedia, las furias del contagio y la tristeza que asoló la ciudad. Pero las muertes de personas cercanas, el amontonamiento de los cadáveres en los degredos y el llanto de las madres por sus hijos lo debieron conmover al autor a tal punto, que decid hacer otra composición sobre el mismo tema donde la Parca se convierte en la protagonista del morir en medio de la tragedia.

 

SONETO SOBRE EL MISMO TEMA

Muertes el aire a todos remitía: quejas la tierra a las esferas daba;  iras el Cielo a todos tributaba mármol al llanto que el dolor vertía.

 

El hijo de la madre lo desvía

la airada Parca, que sangrienta estaba, el consorte al consorte no encontraba porque la destrucción se los escondía.

 

Lloraba el vivo su fatal desgracia:  naufraga en llanto, pero no llega a puerto.

La cruel cuchilla sus deseos sacia

y entre tan horroroso desconcierto era tanto del susto la eficacia

que creo que el vivo se encontró más muerto.

Moreno, 1777.

 

Es la Parca quien aparta al hijo del seno de su madre; es ella quien separa a los consortes. El deseo tenebroso de cortar la vida con su cruel cuchilla encuentra saciedad en medio del contagio. He allí su función literaria: representar los procesos de la muerte como si se tratara de una fuerza arrebatadora, inminente, que excede los me- canismos visibles y compresibles de la enfermedad, para llevarlos a un plano mayor donde domina el simbolismo del horror y el desconcierto. Esa es la belleza poética y turbadora del sentido macabro de la Parca presente este tipo de representación.

El mismo recurso lo volvemos a encontrar décadas más tarde en la oda A la vacuna compuesta por Andrés Bello junto con la obra de teatro Venezuela consolada, para recibir en 1804 a la famosa expedición de la vacuna encabezada por el doctor Francisco


 

Javier Balmis.8 El escenario recreado por Bello sobre las calamidades de la peste es muy similar a al de José Ignacio Moreno, quien también participó en la Junta de la Vacuna formada ese año en Caracas. No quiero decir con esto que haya habido una influencia directa entre ambos autores, pero señalar que, a pesar de las décadas que hay en medio de sus composiciones, los contextos mantenían ciertas similitudes.

En el caso de Bello, el dramatismo de la muerte se centra en los degredos, que eran espacios de aislamiento (en el caso de Caracas un campo cercano o alguna sabana) donde se llevaba a los contagiados para evitar que la enfermedad que se propagara más por la ciudad,9 al tiempo que se prohibía al resto de los habitantes acercarse a aquellos lugares, salvo a algunos sacerdotes que podían asistir para dar el sacramento de la extremaunción. Pero era tanto el temor, que hasta esto último llegó a ser res- tringido, como pareciera señalarse en el poema. De manera que los enfermos allí de- positados debían soportar por su cuenta la afectación de la viruela.

En medio de la extensión desoladora de los cuerpos helados, aparece la Parca luchando con los moribundos hasta exprimirles el último aliento:

 


[…] tristes degredos,

hablad vosotros; sed a las edades futuras asombroso monumento, del mayor sacrificio que las leyes por la blica dicha prescribieron;

vosotros, que, en desorden espantoso, mezclados presentáis helados cuerpos, y vivientes que luchan con la Parca, en cuyo seno oscuro, digno asiento hallaron la miseria y los gemidos;   mal segura pasión, donde el esfuerzo humano, encarcelar quiso el contagio, donde es delito el santo misterio

de la piedad, y culpa el acercarse a recoger los últimos alientos

de un labio moribundo.


 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

(1952: 9).


 

 

 

8 Una vez inventada la primera vacuna efectiva contra la viruela por un médico inglés en 1796, el método se extend por el resto de las cortes europeas. A principios del siglo XIX el rey Carlos IV decidió financiar un proyecto de vacunación general por todas las provincias del imperio español, presentado por el doctor José María Balmis. La expedición part de España en 1803 y pasó por Ve- nezuela el siguiente año. Su recorrido se extend hasta 1814 por otras provincias indianas (cf. Mira, 2014).

9 Se sabe que cierta sabana ubicada en las inmediaciones del barrio de Santa Rosalía sirvió como degredo (cf. Yépez y Gómez, 1995: 75).


 

El seno o interior de la Parca funciona simlicamente como una matriz o locus en el que se gesta la tragedia y el sufrimiento. Bello lleva el paralelismo entre los mecanismos físicos del contagio y la alegoría de la Parca a un grado alegórico mayor, pues, hace brotar del seno tenebroso de dicha personificación los barcos apestados que portaban la enfermedad, convirtiéndola así en fuente y protagonista de la tra- gedia.

 


Entonces diste a la severa Parca Duplicados tributos. De sus senos, las apestadas naves vomitaron asquerosos cadáveres cubiertos

de contagiosa podre. El desamparo hizo más terrible, más acerbo

el mortal golpe; en vano solicita evitar en la tierra tan funesto azote el navegante; en vano pide el saludable asilo en los puertos.


 

 

 

 

 

 

 

 

 

(1952: 10-11).


 

La referencia alude al mismo tiempo a una de las fuentes exteriores del contagio en las provincias indianas. Recordemos que la viruela llegó al continente siglos antes a través de barcos venidos de Europa. En otra estrofa del mismo poema, Bello sia el origen histórico de la peste en Etiopía y, al igual que muchos en su época, asumía que ésta había sido introducida en el Nuevo Mundo con los esclavos negros trdos a los puertos por los tratantes. Sin embargo, el seno de la Parca lleno de podre funciona como una “caja de Pandora” cuyo sentido mítico desdibuja el plano de las referencias históricas dentro de la obra, haciendo así que la personificación alcance una mayor expresión metafórica. Esto no quiere decir que tanto Bello como José Ignacio Moreno creían firmemente que la viruela se contagiaba mediante crueldad insaciable de la Parca.

Es importante señalar que, en los contextos de catástrofes naturales, donde los ritmos y los modos habituales del morir en una sociedad se ven alterados ya porque la cantidad de decesos sobrepasa las logísticas para el tratamiento de los cuerpos o porque los rituales funerarios deben ser acortados y modificados en fun- ción de las circunstancias—, esto puede impactar los discursos con los que la gente recrea la tragedia. Así, por ejemplo, en aquellas culturas donde esta se encuentra asociada a personificaciones macabras y cruentas, es posible que se las asocie a la destrucción y a la desolación ocasionadas por la catástrofe, donde dichas figuraciones aparecen como protagonistas o actores de la tragedia, ya sea como parte de relatos míticos o religiosos, o bien, como discursos artísticos.


 

Recordemos que cada sociedad tiene una manera específica de interpretar y ex- presar las causas del morir, sus mecanismos y las circunstancias en que ocurren. En algunas culturas estos son asumidos como agentes patológicos, enfermedades o como procesos naturales que hacen parte de la constitución del cuerpo y su inter- acción con lo que lo rodea (este el caso de Occidente y de la Caracas colonial). En otras, las causas y circunstancias del morir son el resultado de un hechizo o acción gica que se somatiza en el cuerpo y sus signos vitales. Sea cual fuese el caso, esto es lo que ya hemos referido como tanatologías fenesientes, y los individuos de una sociedad nos siempre necesitan expresar estos elementos de manera literal y precisa, aun cuando los conozcan. Dado que las metáforas hacer parte de la plasticidad del lenguaje, permean nuestra cotidianidad y forman parte de los es- quemas conceptuales de la cultura, siempre existe la posibilidad de que dicho recurso sea utilizado para dar cuenta discursivamente de las tanatologías fenecien- tes. Esto es lo que se puede apreciar en los poemas de José Ignacio Moreno y de Andrés Bello, donde el gesto segador de la Parca como acción agenciada, se con- vierte en un símbolo de la muerte trágica en medio de la epidemia.

En la Caracas de finales del siglo los médicos y mucha de la gente instruida tenía plena conciencia de que la viruela se contagiaba por el contacto con las he- ridas o pústulas que la enfermedad producía en la piel de los enfermos. Lo único que no entendían era el origen biológico de la enfermedad, porque el conoci- miento sobre los virus estaba muy lejos de ser descubierto todavía. En ocasiones, aquella matemática invisible y mortal era explicada como parte de la voluntad de Dios. Este pareciera ser un lugar común en los poemas de ambos autores. El So- neto de Eguiarreta dice: “Iras el cielo a todos tributaba”. Y en la Venezuela conso- lada de Bello encontramos que: “Las atroces viruelas/ azote vengativo/ de los cielos airados,/ ejercen su furor sobre mis hijos”.

Pudiera pensarse entonces, que la personificación de la Parca en estas obras simboliza una especie de ángel vengador asociado al brazo ejecutor de la justicia divina. Pero incluso esta imagen literaria hay que manejarla con prudencia. Es cierto que la idea de que Dios castigaba con catástrofes los pecados cometidos por el pueblo era compartida por varios sacerdotes y personajes de Caracas.10 Cosa que resulta por demás compresible, si consideramos que en las escrituras bíblicas hay varios castigos de este tipo, como la destrucción de Sodoma y Gomorra o la apa- rición del Ángel de la Muerte enviado por Dios para matar a los primogénitos de los egipcios. Sin embargo, una de las cosas que caracterizó las figuraciones de la

 

10 En 1766 el obispo Diego Antonio Diez Madroñero afirmó que el terremoto ocurrido en el terremoto ocurrido que se sint en Caracas ese año, era un castigo del Todopoderoso para encender la fe en los corazones de su pueblo (AGN. Traslados IGI, legajo 225). Véase también el estudio de Rogelio Altez, Si la naturaleza se opone (2010), sobre las interpretaciones hechas por patriotas y realista con respecto al terremoto de 1812.


 

Parca dentro de los discursos del barroco fue su carácter desacralizado. Su origen en la mitología grecolatina la apartaba de cualquier relación con la tradición ju- deocristiana y con su dios. Y es precisamente esta distancia con respecto a la vo- luntad divina, lo que permitía caracterizarla como un espectro horroroso, aborrecible, pero también, al que se podía intentar vencer o vejar simbólicamente, como veremos ahora en otras facetas dentro de las cuales se la representaba.

 

VEJANDO A LA PARCA (TANATOLOGÍA TERRENAL)

La personificación de la Parca de aspecto cruel aparece en otros poemas del siglo XVIII fuera del contexto de las epidemias de viruela, y más orientados a las conme- moraciones funerarias en Caracas. El carácter macabro sigue siendo el denominador con, acompañado de un conjunto de expresiones de rechazo y hastío hacia la muerte arrebatadora, que resultan bastante cónsonas con la mentalidad barroca. Los discursos funerarios abrían espacios para intentar derrotar simbólicamente a la muerte arrancadora a través de la exaltación de las virtudes de los difuntos.

En 1755 las autoridades políticas de Caracas pidieron al padre Juan de Eguiarreta que dirigiese el sermón y las exequias funerarias en conmemoración de las “milicias difuntas”, es decir, de aquellos militares que, al servicio de la Corona, habían muerto en alguna batalla. Ante dicha propuesta, Eguiarreta escribió un sermón panegírico que le valió muchos elogios en su momento y que fue publicado unos años más tarde en la ciudad española de Cádiz.11

Ya desde el principio, de la obra desborda el tono rudo y recriminatorio con el que el autor increpa a la Parca:

 

Estaras muy contenta, inexorable Parca, Atropos dura, Misantrope enemiga, que ale- gre vives de lo que cruel destruyes, que infiel te alegras de lo que injusta matas: estaràs my contenta de que hayan sido triumpho de tus iras, despojos â tus victorias, blanco de tus carcaxes, exercicio de tus Segures las importantes vidas de aquellos Heroes de la Fama (1756: 1).12

 

La recreación individualizada recae en Átropos, la hermana hilandera que cor- taba he hilo de la vida, algo que se había vuelto con desde el siglo XVII, como

 

11 La estructura de la obra consta tres momentos: el lamento inicial por la muerte de los soldados, seguido de un gesto memorativo que exalta sus virtudes en vida para que sean recordadas entre los vivos. Y culmina con una oración piadosa que ruega por el alivio de los sufrimientos de sus ánimas difuntas en el purgatorio y la intercesión de algún santo patrón ante la justicia divina.

12 Durante el reinado de Carlos III, esta conmemoración se hizo recurrentemente en el tiempo. De allí que en el documento se haga referencia a las exequias en honor a las “milicias difuntas que anual- mente se celebra”. La edición digital consultada es de la Universidad de la Laguna. Véase Egiarreta (1756).


 

ya se hizo notar en el primer aparatado. Pero además, el autor resalta el carácter misántropo de aquella, como enemiga del género humano, que se alegra con lo que destruye a su paso; que se carcajea (carcaxes) con el triunfo de su ira sobre los despojos de las víctimas, objeto de sus segures (o cuchillas). En otro pasaje vuelve a la carga llamándola “tirana” de aquellos y agrega: “Ah muerte executiva! Los mataste en la guerra a fe tu saña” (ibídem., 5).

Es interesante ver cómo, en lugar de lamentar la muerte de las milicias con expresiones de duelo compungido, según el estilo de las elegías clásicas y de los poemas célebres que dieron origen a este género dentro de la tradición española,13 Eguiarreta optó más bien por esgrimir un conjunto de reproches, en lo que pare- ciera ser una forma mucho más libre de renegar o rechazar a la muerte, sin que ello atentara contra las liturgias funerarias instituidas. Se suponía que un buen cristiano debía aceptar los designios divinos. Pero la arremetida y los insultos con- tra la Parca parecieran ir por una dirección contraria, en un sermón que además fue aplaudido por las autoridades civiles y religiosas de la ciudad.

Recordemos que tras la influencia San Agustín, el mundo cristiano definió un conjunto de pautas para expresar el duelo y celebrar los funerales, que fueron ratificadas durante el Concilio de Trento. En su Piedad con los difuntos, Agustín ensañaba que la muerte de los semejantes debía aceptarse con resignación. Rene- gar de ella era tanto como una blasfemia equivalente a renegar de Dios. En tal sentido, había que demostrar una actitud piadosa que consistía en rogar por la salvación de las almas de los muertos. De allí que la Iglesia recelara de las demos- traciones exageradas de duelo y restringiese los llantos desaforados de aquellas mujeres a las que se les pagaba para acompañar los sepelios. ¿Cómo se explica entonces la arremetida contra la Parca en el discurso de Eguiarreta y en otros textos hispanoamericanos de la época?

El campo cultural en el que se recrea a la Parca en dicho poema era el de las pasiones mundanas o tanatologías terrenales que hacen énfasis en la vida (la ri- queza, las virtudes, la fama, los lazos familiares) y no el de la escatología. De modo que era el plano mundano y no en el religioso, desde donde se la podía increpar, además de intentar vejarla y derrotarla. Esto último fue lo que se propuso hacer el padre Eguiarreta en la segunda parte de su sermón panegírico.

Una vez lamentada la muerte de las milicias, la voz poética advierte a la Parca que no esté tan contenta con sus victorias, pues estas serán superadas por la gran- deza las acciones heroicas dejadas en la historia por los militares difuntos.

 

 

13 Como ocurre, por ejemplo, en las Coplas a la muerte de su padre (1476) de Jorge de Manrique.


 

Pues no estés tan contenta, Guadaña injusta; porque en justa venganza de tus leras no en valde los Antiguos, que â tanta multitud de simulacros les consagraron tem- plos, se dejaron sin templos a tus simulacros; que quien como vive solo de iras, no merece los humos de las Aras.14 Y no en valde también te dibuxaron â los pies de la Fama,15 hollando tu ossaura su panta heroica, como dando a entender, que los Heroes valientes, cuyos cuellos segaste con tus cortes, te pissan, y te abaten (1756: 3).

 

Junto al carácter iracundo y la segur o guadaña de la Parca viene juntarse ahora el aspecto esquelético, al hacer referencia a su osatura, completando así el conjunto de características macabras con la que se la puede encontrar en cantidad de textos hispanoamericanos de la época. Pero lo más interesante en este pasaje, es que la Parca resulta abatida y pisoteada por las víctimas a quien ella quitó la vida, en un claro acto de venganza. Esta es la interpretación que hace Eguiarreta de una escena, posiblemente de aquellos siglos,16 donde la Parca aparece humillada a los pies de la Fama. Lo que mueve a esta alegoría es una intención monumental en torno al he- roísmo, que termina siendo el eje argumentativo de la segunda parte del sermón. De allí la referencia a los templos y altares erigidos por los antiguos.

Para Eguiarreta, la Parca resultaba tan despreciable que los romanos no se mo- lestaron en erigir templos en su honor, mientras que la fama que acompaña a los caídos constituía en misma un templo: “siendo tu hoz llave maestra, que les abr el portón del Templo de la Fama, y les dio el esplendor de la Corona en el abati- miento de la cadena (ibíd.). Aunque el autor no lo enuncia explícitamente, toda esta monumentalidad aspiraba a un sentido de inmortalidad en la medida en que el heroísmo permitía a los muertos seguir viviendo en la memoria y el agradecimiento de los vivos, con lo que el sentido arrancador de la muerte es simbólicamente de- rrotado. Sobre esto volveré más adelante.

 

EL COMPLEJO DE LAS INMORTALIDADES

El autor caraqueño que más retrató a la Parca en sus composiciones fue José Ignacio Moreno. Hemos visto mo la recreaba en medio de la epidemia de viruela segando a sus víctimas con su cuchilla cruel. Sin embargo, la actitud del autor frente a dicha

 

14 Altar o montículo de piedra donde se solía ofrecer sacrificio en los templos.

15 En la mitología, era una personificación que se encargaba de extender los actos, rumores y cotilleos de dioses y hombres. Con el tiempo se la reivindicó positivamente, asociándola a las buenas virtudes y al heroísmo.

16 En el margen del folio en el que figura este pasaje, Eguiarreta hace una llamada para citar el texto de donde posible mente extrajo la referencia: Ares de Tribul. t. 2. f. 103”. Es difícil saber exacta- mente a qué libro se refiere, pero por la representación de la Parca esquelética, posiblemente se trata de un texto posterior al siglo XVI, ¿acaso es una recreación del relato mitológico sobre el tribunal que se le hizo a Ares, dios de la guerra, en el Monte del Olimpo, y al cual asistieron varias divinidades, entre las cuales el autor coloca a la Fama y la Parca?


 

personificación varía sen la ocasión compositiva. Mientras que en los escenarios de la peste domina el temor, el sobrecogimiento y la sensación de vulnerabilidad ante la Parca; en las ocasiones funerarias ocurre todo lo contrario: hay un interés rebelde por vejarla, por derrotar la fuerza arrancadora de la vida, en una línea similar a la em- pleada por Juan de Eguiarreta en su Sermón panegírico. Pero a deferencia de éste, Moreno exploró con mayor de detalle e insistencia el tema de la inmortalidad, como un recurso retórico que permitía sobrepasar el sentido arrancador de la muerte.

Con motivo de distintas ocasiones funerarias compuso varios poemas en homenaje a los difuntos. El primero de ellos es un romance endecasílabo escrito en 1764 para las exequias celebradas Caracas en honor a dos oficiales españoles. La historia sobre sus muertes había despertado la admiración en las provincias españolas en el Caribe.

Se trata del trágico episodio que tuvo lugar en Cuba dos años antes —en 1762—, cuando el puerto de la Habana fue capturado por los ingleses en medio de las hosti- lidades de la llamada Guerra de los Siete años, que involucró a varias potencias euro- peas y sus territorios coloniales. El almirante Luis Vicente de Velasco, al mando de las fortificaciones españolas en el puerto, opuso una feroz resistencia que se extend por dos meses, durante los cuales rechazó las capitulaciones y términos de rendición propuestos por los británicos. Mur inesperadamente al ser alcanzado por una bala enemiga en el pecho. Días más tarde, Vicente González de Bassecourt, segundo oficial al mando, fue traspasado por las bayonetas mientras abrazaba el estandarte español para evitar que fuese tomado por las tropas inglesas que habían desembarcado. El rey Carlos III dio un tratamiento heroico a la muerte de estos dos oficiales y se realizaron homenajes póstumos en distintas ciudades indianas.

El romance compuesto por José Ignacio Moreno a tal fin, consta de unas 36 estro- fas y estaba acompañado de unas décimas que hacen las veces de proemio y dedicato- ria, y un epitafio que cierra simbólicamente el gesto funerario. El conjunto de programa conmemorativo aparece en su cuaderno manuscrito bajo el siguiente rótulo: En digno aplauso de los dos inmortales roes, Velazco y Gonzáles, padrones de la constancia, escribió el autor el siguiente endecasílabo, que puso en manos del señor Don Joseph solano por medio de este reverente dedicatorio obsequio” (Moreno, 1777). Ya entre las palabras de este encabezado, se puede percibir el recurso con el autor, buscará homenajear a los dos oficiales muertos: la inmortalidad de los roes. Tras alabar con rasgos épicos la valentía de estos personajes en defensa del puerto la voz poética llora amargamente el sacrificio sublime de sus muertes: González cae al suelo envuelto en su carmín y el estandarte que portaba le sirve de almohada. Otro tanto ocurre con Velasco, quien alentado en hacer frente al enemigo es alcanzado por la muerte. En medio de los lamentos pasó delante una comitiva de ninfas alegres y un carro conducido por La Fama, la Constancia y la Fortaleza, dentro del cual iban los dos roes. Dicha comitiva simboliza las aspiraciones de inmortalidad, por lo que la voz poética queda reconfortada al saber que Velasco y González no serán olvidados.


 

 


Atónito quedé, pero la Fama

me dijo en alta voz: no te suspendas, que Velazco y González no murieron, antes bien consiguieron la vida eterna.

Los varones gloriosos alabemos no se deje su gloria de la lengua

dijo, porque su nombre eterno viva, en una y otra grande descendencia.


 

 

 

 

 

 

 

 

Ibídem.


 

Una vez que la comitiva se hubo retirado, la voz poética encontró en las puertas del recinto cavernoso a la Parca de aire turbado y macilento, llorando con “lágrimas tiernas”, la cuales son un signo claro de frustración porque no ha podido consumar la totalidad de su cometido arrancador.

 


Me hallé a la Parca con aspecto horrible, Más que nunca turbada y macilenta,  por entre horrible secas arideces llorando con dolor lágrimas tiernas.

Diré que llora porque no ha logrado el fin a que sus pasos se enderezan,

que es cumplir la sentencia en los mortales, y aquí veo variada la sentencia.


 

 

 

 

 

 

 

 

Ibídem.


 

El triunfo arrancador de la muerte barroca que encarnaba la Parca consistía en el olvido completo del difunto; en borrar de la comunidad la totalidad de su exis- tencia; que nadie se ocupase siquiera de rezar por la salvación de su alma. Todo lo cual, equivaa a haber tenido una existencia efímera y miserable. De allí que la última parte del romance esté dedicada a exaltar las cualidades extraordinarias de los dos difuntos que se sobreponen a su carácter mortal.

 

La muerte pone en el eterno olvido:

en Velazco y González no se encuentra; luego la muerte en estos dos varones

no ha conseguido el fin para que es hecha.

Diré, que entre González y Velazco por su fé, su constancia, su defensa, trastornado la serie de sus libros,

su volumen var naturaleza.


 

Todo mortal entre la muerte acaba González, y Velasco en ella empiezan Luego poder tuvieron sus tropheos

A hacer principios los que fines eran.

Llora, pues de este modo, muerte horrible, Vencida con vencer dos fortalezas,

Que si para otros eres tumba en que se duerme Para estos eres cuna en que despiertan.

Ibídem.

 

Por su heroísmo Velazco y González se hallan revestidos de inmortalidad. ¿Se trata acaso de la promesa de vida eterna y resurrección dentro de la escatología cris- tiana? Algo de eso hay cuando la Fama responden que, al morir, los dos roes con- siguieron vida eterna”. Pero luego pareciera que los sentidos sobre la inmortalidad se centran en el recuerdo que los vivos guardan con respecto al difunto. Evidentemente, estas dos orientaciones hacen parte de los discursos tanatológicos, pero funcionan en planos distintos. El primero corresponde a lo que hemos definido como tanatología escatológica, mientras que el segundo hace parte de la tanatología terrenal.

La conciencia sobre la muerte como condición finita del ser humano despierta un conjunto de tensiones que Edgar Morán (1979) definió como traumatismos, los cua- les se manifiestan a través de una serie de angustias: el duelo, el horror ante la des- composición del cuerpo y el miedo a que la existencia individual finalice abruptamente al morir. De allí que muchas creencias religiosas y míticas planteen una continuidad de la vida después de la muerte, no necesariamente como eternidad.17 Dicha continui- dad del yo individual puede ser asumida como tránsito hacia un mundo distinto del terrenal. Todo esto se traducen en una aspiración a la inmortalidad, por esa razón, la mayoría de estos discursos están siempre por concepciones de la vida después de la muerte.18 Este es el plano tanatología escatológica y, en el caso del Occidente cristiano la inmortalidad consiste en la espera de la resurrección y de la vida eterna. Su carácter está más allá de las decisiones humanas.

Reconozcamos ahora que existe otro tipo de traumatismo que tienen que ver el dolor de desprenderse del mundo. Una vez que el individuo toma conciencia de su destino mortal se enfrenta al hecho de renunciar a sus seres queridos, a las cosas por las que ha trabajo en vida y a la posibilidad de que los vivos olviden a los muertos. Este tipo de traumatismos no lo experimentan todas las sociedades por igual. Pero, allí donde tiene cabida hay una parte importante de los rituales funerarios dedicados

 

17 El concepto de eternidad es relativamente tardío en la historia de las religiones y no aplica a todas las sociedades.

18 Para Edgar Morán la conciencia sobre la muerte, traumatismos y la inmortalidad, constituyen juntos una triple constante en las sociedades humanas (cf. 1979: 32).


 

a construir monumentos y a realizar prácticas conmemorativas para con los difuntos, no sólo por el sentimiento de duelo o por el temor a que los muertos se ofendan y emprendan acciones sobrenaturales19, sino además como reciprocidad, puesto que to- dos los miembros de la comunidad quieren ser recordados cuando les llegue el mo- mento. En último hace parte de las tanatologías terrenas, por lo que la aspiración de inmortalidad en ese plano descansa más en la memoria de los vivos que en las consi- deraciones del más allá. José Ignacio Moreno lo recrea metafóricamente vejando a la Parca que simboliza el olvido y haciendo triunfar a la personificación de la Fama que simboliza el recuerdo.

 

EL TRIUNFO DE LA SABIDURÍA Y LA BELLEZA

Los héroes militares no eran los únicos merecedores de la inmortalidad terrena. Existía otro tipo de personaje cuyos méritos descasaban en el campo de la virtud y de las ideas; me refiero al “sabio”, quien a través de sus obras y ejemplos también era merecedor de la fama y del recuerdo después de la muerte. La relación entre sabiduría e inmortalidad combinó en el contexto del barroco español e hispanoa- mericano un conjunto de matices entre las viejas ideas escolásticas y las corrientes filosóficas que abrieron paso a la Ilustración. Dicho tema ocupó un espacio intere- sante en la obra de José Ignacio Moreno, a quien veremos ahora explorar los cami- nos de la sabiduría y de la belleza como medio para alcanzar la inmortalidad y vencer a la Parca. Se trata en este caso de un ciclo de tres poemas, posiblemente compuestos entre 1765 y 1766.

En cierta ocasión, un estimado suyo enfermó gravemente a consecuencia de lo cual murió. Enterado de su estado delicado, Moreno escribió un poema lamentando aquella fatalidad.

 

Teniendo noticia el autor de que Don Miguel María de la Torre (célebre ingenio) era acometido de una grave enfermedad; considerando el atrevimiento de la Muerte a tan lucido entendimiento, hizo el siguiente verso Heroico.

 

chesis atrevida

enemiga fatal de nuestra vida que en horroroso esmero  nada perdona el filo su acero20

intenta airada ¡qué terrible suerte! a la vida de un sabio dar la muerte.

 

19 Esto último ocurre sobre todo en sociedades que contemplan la posibilidad de que los muertos manifiesten poderes o propiedades en el mundo de los vivos.

20 En este verso Moreno invierte los papeles de Láquesis y Átropos. Recordemos que era a esta última a quien usualmente se la representaba sosteniendo unas tijeras o una cuchilla filosa, la cual dio origen a la Parca como espectro individualizado.


 


Yo que númen pequeño,

y de su original corto diseño en tantos desalientos

de sus alientos penden mis alientos, arrogante, atrevido, firme, fuerte, tomé la pluma, y escribí a la muerte.


 

 

 

 

 

Moreno, 1777.


 

Esta décima resulta particularmente hermosa por el desafío decidido que pro- pone en los últimos dos versos. Ya no es suficiente increpar a la Parca, sino que ahora se la enfrenta directamente haciendo consciencia del ejercicio de la escritura. Al principio, la voz ptica se concibe así misma minúscula y pequeña ante el arre- bato de aquella. Pero el atentado contra la vida de un sabio genera tal indignación, que la humildad inicial se convierte en temple arrogante y decidido, capaz de tomar la pluma y desafiar a la muerte.

¿Cuáles son los indicios que nos muestran al difunto como un sabio? Moreno atribuye a Miguel de la Torre dos cualidades: “célebre ingenio” y “lúcido entendi- miento”, que parecieran hacer referencia a un estado mental de conocimiento. Di- chos conceptos estaban muy extendidos en el ars poetica de aquellos siglos, sobre todo en el contexto iberoamericano, a partir de la influencia de Baltasar Gracián y su obra Agudeza y arte de ingenio, compuesta en 1648.

Para Gracián, el entendimiento era la primera potencia del alma y tenía por objeto la squeda de la verdad. Pero por solo, era tan vano como un sol sin rayos. De allí que un buen entendimiento precisara de la agudeza o capacidad de discernimiento, y del “ingenio”, considerado en distintas áreas como una facultad creativa o de inventiva. En una época en la que la idea de “inspiración” n no estaba en boga (habrá que esperar hasta el romanticismo), el ingenio daba cuenta del pro- ceso a través del cual el artista creaba belleza (cf. Aguirre, 1986: 184-185). Por esa razón, los poetas se encomendaban a las musas para que los iluminaran y cuando alguien quería elogiar la obra de un autor, hacía referencia al ingenio de sus versos o de su prosa.21 Pareciera entonces que la sabiduría que alababa José Ignacio Moreno en Miguel de la Torre estaba ligada a la creación literaria.22

 

 

21 Otra forma de referirse al ingenio como creatividad literaria era con el término numen, que Moreno también emplea en el poema anteriormente citado en medio de un gesto de humildad al describir su numen como pequeño y de corto diseño, a pesar de lo cual, decide tomar la pluma y escribir a la Muerte.

22Lamentablemente, no hay muchos datos biográficos al respecto. Es posible que dicho personaje haya participado en las tertulias celebradas en Caracas, y que compusiera versos cuya huella se ha perdido en el tiempo. Algo compresible, si se tiene en cuenta que buena parte de la producción literaria en la Venezuela colonial circuló en manuscritos, como la obra de mismo José Ignacio Moreno, quien


 

Más allá del reclamo a la Parca por haber arrebatado la vida de un sabio, la relación entre la sabiduría y la inmortalidad no es enunciada explícitamente en este poema, como ocurre en otra décima que compuso el autor tras la muerte Juan de Eguiarreta23 cuyo Sermón panegírico analizamos anteriormente, y con quien Mo- reno mantuvo una entrañable relación intelectual y literaria.

 

DÉCIMAS

 

Muerte airada, y atrevida, detén el acero fuerte

que no merece la muerte sabio que a todos da vida: no lograras la encendida sed, con que intentas rendir: porque debes advertir

en tus letales resabios que la vida de los sabios es más allá del morir.

Atiende que tu manía aunque en lo vital asombre, tiene poder en el Hombre, más no en la sabiduría.

La airada sen (porfía de tu letargo fatal)

ten, que en desventura igual como ahora al presente ves; cualquier Hombre mortal es pero el sabio es inmortal.

Un sabio (b) allí le consuela [el Dr. Eguiarreta]24

con saludables consejos,

y a mi numen, aunque lejos en su salud se desvela, quedar vencida recelas

si proseguir tus agravios  que te aseguran mis labios, (sin que te llegue a temer) que tienes mucho que hacer si has de reñir con los sabios.

Moreno, 1777.

 

además recopiló poemas de algunos amigos, y cuyo cuaderno copiador tuvo la serte de ser preservado en los archivos históricos.

23 No consta en los registros históricos una fecha exacta de su muerte, pero esta debió ocurrir entre 1765 y 1766.

24 La nota al margen que hace referencia al padre Eguiarreta aparece en el manuscrito original.


 

Hay un carácter extraordinario que lo diferencian de cualquier otro mortal, aspecto que ya vimos en el caso de los roes militares. Sin embargo, el tratamiento conmemo- rativo es distinto. Recordemos que la inmortalidad de estos últimos radicaba en el re- cuerdo de sus hazañas militares, de su valentía y de su fuerza. Pero con los sabios pareciera tratarse más bien de una gracia, de un estado sublime y al mismo tiempo indeterminado que la Muerte de acero fuerte no puede arrancar. ¿En qué consiste, pues, este sentido trascendencia?

El concepto de sabiduría en la época de José Ignacio Moreno reunía varias acepciones que pueden ser apreciadas en la definición que recoge el Diccionario de Autoridades de la Real Academia de 1739.25 Algunas de ellas estaban emparentadas con los discursos del libro blico de la Sabiduría atribuido al rey Salomón. Allí, el discernimiento era un don de Dios, y sabio era quien cumplía la ley divina, por lo que sería recordado como persona justa, aun cuando no dejase descendencia.26 Es interesante porque está relacio- nada con la inmortalidad del difunto a través del recuerdo de los vivos y, por tanto, con las tanatologías terrenas. Las otras acepciones tienen su origen en el intelectualismo de la época que fomentaban la curiosidad y el estudio de las ciencias. En este caso, el camino para alcanzar la inmortalidad descansaba en la claridad y la valides de las ideas, capaces de sostenerse así mismas en el tiempo o a través de la enseñanza.

Sin embargo, la idea de sabiduría que domina en los versos de José Ignacio Moreno pareciera estar más relacionada con el ingenio creativo y la producción de hermosura, que veíamos anteriormente ligada a la agudeza de artificio del Baltazar Gracián. Esta intuición puede ser confirmada en un tercer poema que compuso por la misma época. Se trata ahora de un Romance que aparece en su manuscrito sin referencia a ningún difunto u ocasión funeraria, como si el autor hubiese querido explorar con mayor pro- fundidad dicho tema. Aquí, la voz poética adopta un tono más reflexivo y menos furi- bundo hacia la Parca, aunque igualmente intentará vejarla. Ya en la primera parte, se nos dice que el sabio tiene dos vidas, una mortal y otra de mayor trascendencia que adquiere la mente.

 

Si ser completo en las ciencias es tener dos vidas, una

una que le da naturaleza,

y otra que adquiere la mente con duración casi eterna:

 

25 “1.-Conocimiento intelectual de las cosas. Lat. Sapientia. TOST. Qüest. cap. 15. Casó despues Salomón. E una noche en sueños Dios le d sabiduría, mas que à todos los hombres del mundo. NUÑ. Empr. 15. Vosotros que estais llenos de charidád y sabiduría, podeis hacer con satisfacción oficio de Administradóres. 2. Se toma tambien por el conocimiento extendido y penetrativo de muchas cosas, ù de diversas facultades. Lat. Eruditio. Rerum cognitio. Scientia. 3. ETERNA INCREADA, & C. Por antonomásia se aprópria al Verbo Divino. Lat. Æterna Sapientia.”

26 Dice en el libro De la sabiduría: “Es mejor no tener hijos y poseer virtud, porque ella deja un recuerdo inmortal, ya que es reconocida por Dios y por los hombres” (4: 1).


 


¿cómo ha de poder la Parca tan lo con una fuerza quitar dos vidas, que tienen animaciones tan diversas?

es imposible, porque aunque igualmente posea las abatidas cabañas,

y las regias fortalezas,

es porque consigue airada aquel fin para que es hecha, que es sepultar en el olvido las vitales existencias;

pero en el docto no puede; pues aunque airada, y severa la forma material quite, queda la de mayor esencia.


 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Moreno, 1777.


 

versos restantes del romance muestran el ascenso de los sabios a su morada inmortal.

 


le dirás: que no se aflija [al sabio] que con soberanas fuerzas

las Musas defenderán el acto de su tragedia: porque si se acaba, Clio

rompe al punto sus cuerdas: Talía de su instrumento consumirá las candencias:

Orfeo a la suave lira

de confundir la orquesta de sus voces: y por fin

la agigantada belleza

del Parnaso, a cuya altura son medidas las estrellas, acabará en un instante pasmo hermosura y belleza.


 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Ibídem.


 

No es casualidad que el destino inmortal de este tipo de sabio sea el Parnaso, término con el que en el siglo XVIII se daba cuenta del conjunto de poetas que con- forman la historia literaria de una región. A ellos no los reciben la Fama y la Cons- tancia como a los roes militares, sino Clío, musa de la lírica y la poesía épica; Orfeo, alabado por los dioses debido a su voz y a su sica. Estas sutiles diferencias hacen patente dos tratamientos distintos sobre la aspiración a la inmortalidad terrena en la obra de Moreno.


 

CONSIDERACIONES FINALES Y ALCANCE INTERPRETATIVO

Los distintos discursos que hemos podidos identificar con respecto a la recreación de Parca en los textos coloniales, nos la presentan en toda su manifestación maca- bra: cruel, dura, sanguinaria, sedienta de muerte, asesina, misántropa. A todas luces se trata de una personificación negativa. Aunque no era el único tipo de representación con el que la muerte era percibida y tratada en la sociedad cara- queña, la Parca formaba parte de un conjunto de pulsiones y de actitudes cultu- rales que expresaban temores y angustias en torno al morir dentro de la mentalidad barroca.

La acción agenciada de segar la vida como metáfora de la muerte fue muy utilizada por los autores caraqueños como expresión de las tanatologías fenecien- tes que dan cuenta de las distintas maneras de morir. Dicha acción recaía en la guadaña o acero duro de la Parca e incluso en su interior, como locus de la muerte. Por esa razón la encontramos recreada en los contextos de epidemias, pero tam- bién en los discursos funerarios. Era ella quien simbólicamente robaba el último aliento a los moribundos infectados por la viruela, quien separaba al hijo de la madre y venía a buscar a sus víctimas en medio de la ciudad apestada, como una forma de expresar el hálito invisible del contagio. Aun cuando los tenían plena conciencia de los mecanismos físicos y orgánicos que propagaban la viruela, la Parca era retratada como signo molesto y acechante de la muerte violenta. En este mismo plano tanatológico, dicha personificación aparece como protagonista del morir segando la vida de los soldados en la batalla y atentado contra los sabios, bien que hubiesen muerto a causa de una grave enfermedad, como es el caso de Miguel de la Torre, o en su senectud, como ocurre en el poema dedicado a la muerte de Juan de Eguiarreta.

En el plano de las tanatologías terrenales los discursos funerarios que hemos analizado buscaban oponerse a los signos angustiantes de la “muerte arrebata- dora” representados en el olvido, en el arrancamiento completo del mundo de los vivos, el peligro de que nadie recordase al difunto. Si bien la escatología cristiana prometía vida eterna más allá de la muerte, los caminos postrimeros en el más allá se volvieron mucho más rigurosos y atemorizantes, haciendo la salvación un camino arduo e incierto. Ante este programa tremendista, pareciera que los trau- matismos terrenales debían ser exaltados: la vida era entonces era un lugar de certidumbres en el que se podía acumular acciones, proezas, virtudes y fama ante los semejantes, lo cual confería seguridad en la existencia, aún cundo físicamente no se estuviese presente y el alma estuviese recorriendo los estadios postrimeros. Se trata de la aspiración a la inmortalidad terrena.

Además de conmemoraciones, pidas, rezos, monumentos y retratos que los familiares y allegados podían hacer a sus difuntos, las ocasiones funerarias eran un


 

buen ligar para exaltar su memoria y la perdurabilidad de su recuerdo en el mundo. Hemos visto que, para logar este objetivo, los autores que hemos estu- diado utilizaban la alegoría de la Parca, vejando y humillando su acción arranca- dora de la vida con el fin de enfatizar la fama y la sabiduría de los difuntos como símbolo de la inmortalidad terrena.

Este estudio forma parte de una investigación mayor sobre los discursos y las prácticas de la muerte en la sociedad colonial venezolana. Para lograr una mayor compresión sobre las tanatologías culturales presentes en cualquier sociedad, es indispensable recopilar un mayor número de datos etnográficos representativos del fenómeno. El conjunto de textos analizados aquí forma parte de una dimen- sión más grande de fuentes históricas del siglo XVIII que dan cuenta sobre otros aspectos de la muerte. En tal sentido, los que he intentado hacer a lo largo de estas páginas consisten en una reducción de escala, focalizando la mirada en un pequeño grupo de autores que formaban parte de un contexto sociocultural co- mún, en la medida en que mantenían relaciones entre sí, estuvieron vinculado con la Universidad de Caracas y hacían vida en las tertulias intelectuales de la ciudad. Sus textos y la atención sobre el fenómeno de la personificación de la Parca sirven como una ventana aproximativa para comprender algunos de los sentidos de la muerte que circulaban entre ellos.

Sin ánimos de generalizar el alcance de estas interpretaciones, es posible am- pliar prudentemente el espectro de observación y pensar hipotéticamente que las representaciones de la Parca y las actitudes hacia la muerte arrebatadora compar- tidas por este grupo de autores, pudieron circular en contextos más amplios de la sociedad caraqueña, entendido que ellos hacían parte de otras instituciones sociales de donde pudieron haber obtenido sus fuentes de inspiración o que servían como plataforma para la difusión de sus discursos.

 

 


 

 

Aguirre, J.M.


BIBLIOGRAFÍA


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In Ictu Oculi (1771-72) Juan de Valdés Leal.

Sotocoro de la Iglesia del San Jorge del Hospital de la Caridad de Sevilla