LOS REYES DESNUDOS. PERCEPCIÓN Y REPRESENTACIONES…             57

 
LOS REYES DESNUDOS.  PERCEPCIÓN Y REPRESENTACIONES ESPAÑOLAS

DE LAS FORMAS POLÍTICAS INDÍGENAS DE TIERRA FIRME

 

 

Emanuele Amodio

Escuela de Antropología, Universidad Central de Venezuela, Caracas correo electrónico: arinsana@gmail.com

 

RECIBIDO: 15 DE DICIEMBRE DE 2018; ACEPTADO: 20 DE ENERO DE 2019

 

Resumen: A la llegada de los europeos en tierras americanas, el continente estaba po- blado por una multitud de sociedades indígenas, con diferentes idiomas, culturas y siste- mas sociales. Sus sistemas políticos eran variados cuanto sus culturas, pero de difícil aprehensión de parte de los conquistadores y cronistas. Por esto, resulta importante de- linear los recorridos de las representaciones españolas producidas durante el siglo XVI con el fin de entender tanto la construcción de identidades que conllevó el contacto con sociedades diferentes, como la manera de utilizarlas con el fin de integrar esas poblaciones americanas al imperio español.

Palabras claves: Indígenas, formas políticas, representaciones, cacicazgos, behetría.

Abstract: Upon the European’s arrival to American lands, the continent was populated by a variety of indigenous societies boasting different languages, cultures and social systems. These groups had distinct political systems that both conquerors and chroniclers had difficulty com- prehending. In this sense, tracing the path of Spanish depictions generated throughout the sixteenth century allows a better comprehension of the whole phenomenon. Doing so sheds light over both the construction of identity caused by the contact with different societies and the instrumentation of these same depictions in order to integrate the indigenous groups to the Spanish Empire..

Key words: Indigenous people, political forms, representations, cacicazgos, behetría.


 

La isla tiene varios reyes, pero desnudos, y como ellos todas personas de ambos sexos.

Mártir de Angleria

 

 

INTRODUCCIÓN

Si las culturas funcionan como conjuntos de sistemas simbólicos, sen la definición de Lévi-Strauss (1991: 20), se puede inferir que se constituyen como sistemas de signos que sirven no sólo para producir sentido, sino también como dispositivos para identi- ficar, organizar y obrar sobre realidades, parciales o totales, internas o externas a cada sociedad. La producción de sentido alrededor del mundo externo de una sociedad puede ser aprehendido desde la dicotomía conceptual nosotros-otros, dentro de un contexto que distingue espacial y culturalmente los mundos cercanos” de los mun- dos lejanos, diferenciados entre ellos no sólo por el hecho que los cercanos son más conocidos realísticamente que los lejanos, cuya construcción debe más al imaginario que a la realidad, sino también y sobre todo porque en la relación con los mundos cercanos priva una mayor reciprocidad en las construcciones identitarias, mientras que con los lejanos ésta es mínima o del todo ausente, por lo menos hasta que permanecen alejados del contacto directo y continuado. Cuando este contacto se realiza y se pro- longa en el tiempo, aumenta la reciprocidad de las imágenes, por lo menos teórica- mente, ya que intervienen en la ecuación las relaciones de fuerza: el grupo cultural s fuerte da/impone más de lo que recibe y la relación intercultural se vuelve des- balanceada y desigual.

Estos presupuestos servirán de marco de referencia en nuestra aproximación his- tórico-antropológica a las primeras construcciones europeas de la vida social y política de los indígenas del Caribe y norte de Sudamérica en las primeras décadas de la con- quista. La premisa histórica que nos sirve de asidero, más allá de las posturas ideoló- gicas, radica en el hecho que, una vez demostrada la presencia de poblaciones en el nuevo continente, la Corona española desarrolló un proyecto de conquista y someti- miento de los indígenas, sin duda violento en sus inicios y a lo largo del contacto con nuevas poblaciones, para transformarlos en súbditos de España a fines económicos y políticos. Es precisamente este proyecto lo que impuso un conocimiento del otro, con la finalidad de facilitar la transformación y el sometimiento con métodos “pacíficos”, sobre todo a través de los misioneros. Así, conocer para gobernar puede ser consi- derado el programa explícito de la Corona a lo largo del siglo XVI (cf. Amodio, 2002), mientras progresivamente se colonizaban las nuevas tierras con población europea.

Las aproximaciones que hemos trazado, entre textos y eventos históricos, es una de las tantas posibles y lo único que una antropología interpretativa puede hacer es indicar posibilidades, juntando piezas en un ensamblaje suficientemente coherente para servir de asidero a una reconstrucción verosímil de los procesos sociales y cultu- rales del pasado.


 

UNA MIRADA ETNOGRÁFICA, ANTE LITERAM

A lo largo de la conquista americana, sobre todo durante el primer siglo, los europeos necesitaron de algún modo conocer y describir a los pueblos indígenas encontrados para tener un referente fehaciente de la situación local, tanto en el mismo frente de la conquista, para poderla realizar, como para la administración española desde Madrid, para dirigirla. Más allá de las imágenes exóticas de la primera hora que servían de contrapunto negativo a la identidad europea (el otro como monstruo), se trataba de elaborar instrumentos realistas para un proceso de ingeniería social y cultural a través de los cuales los europeos pretendían transformar a esos pueblos y sociedades en súb- ditos productivos del imperio español. Este propósito estratégico terminó por produ- cir una enorme masa de datos que impuso la necesidad de organizarlos de manera racional y formar expertos en la tarea, quienes pudieran producir datos para el go- bierno de las colonias de ultramar. Los Cronistas de Indias, la Casa de Contratación y el Consejo de Indias fueron las figuras e instituciones que se encargaron de organizar el material y dirigir el acopio de nuevos datos. Es en este contexto, por ejemplo, que se producen los Cuestionarios para la relaciones de Indias que constituyen verdaderos manuales ante literam de recopilación de datos etnográficos, aunque será necesario esperar el siglo XVIII para que la comparación entre diferentes etnografías produjera una interpretación etnológica (cf. Solano, 1988; Amodio, 2002). En todo caso, estas proto-etnografías deben ser consideradas particularmente densas”, en el sentido de Geertz (1997), ya que intervenían a sesgarlas fuertemente tanto los intereses de los recopiladores como su referente cultural que impedía el despliegue cabal de una pers- pectiva relativista. Así, la descripción que los primeros cronistas y funcionarios elabo- raron de las sociedades indígenas latinoamericanas, está claramente moldeada por:

 

1.        Las expectativas que tenían sobre el Nuevo Mundo, pensado a partir de la litera- tura más o menos fantástica sobre el Oriente;

2.        La categorías sociales europeas que sirvieron de referente, positivo o negativo, es de- cir, por semejanza o diferencia, para la percepción de los sistemas sociales locales;1

3.        El conocimiento inicial que habían tenido de los grupos indígenas de habla arahuaca, los tainos sobre todo, en las islas antillanas.

 

Estos tres presupuestos fueron considerados al momento de examinar las des- cripciones de los indígenas que fueron elaboradas de manera espontánea o progra- mada, a lo largo de la conquista. En el caso de los escribientes de cosas de Indias

 

1 Como escribe Umberto Eco, “ante el fenómeno desconocido, a menudo se reacciona por aproxi- mación: se busca ese recorte de contenido, ya presente en nuestra enciclopedia, que de alguna manera consiga dar razón del hecho nuevo” (Eco, 1999: 69).


 

sucesivos, hay que añadir otros elementos condicionantes: la utilización como refe- rente de verdad de los primeros cronistas (es decir: un filtro interpretante), aun siglos después del primer contacto, para describir sus características pasadas y pre- sentes. Por todo esto, a los fines de describir e interpretar los sistemas sociales indí- genas, sobre todo en su aspecto político, así como fueron percibidos y trasformados por los colonizadores y cronistas, resulta particularmente interesante analizar los textos producidos, con distintas finalidades, durante el siglo XVI, cuando todavía era posible observar, por lo menos tricamente, la realidad indígena, haciendo resaltar así en mayor grado la “invención” del otro, en general dietas, sexualidad, relacio- nes bélicas, etc.— y, en términos políticos, siendo éste nuestro mayor interés, coin- cidente con aquel de los mismos primeros Cronistas ya que en este aspecto de la vida de las poblaciones encontradas estribaba la posibilidad de reacción lica y, al mismo tiempo, la de “pactar convivencia y/o sometimiento.

Aunque cada sociedad autóctona americana tenía sus peculiaridades sociales, los europeos se encontraron fundamentalmente con tres tipos de organización política: sociedades segmentarias, es decir, con una organización tendencialmente horizontal de los grupos locales y una distribución amplia del poder sustentada por familia extensas; sociedades cacicales, tendencialmente diferenciadas en grupos locales con diferente acceso al poder mantenido por caciques hereditarios (cf. Molina, 2005); y sociedades estratificadas de diferente tipo, donde los grupos locales estaban someti- dos a un grupos central que funcionaba como elite tanto religiosa como política.

Nuestra intención en el análisis de las primeras representaciones de la estructura social indígenas de las islas antillanas y Tierra Firme, es la de tomar en consideración las siguientes fuentes: a) documentos administrativos y textos privados; b) Crónicas de autores tempranos que tuvieron experiencia directa de los territorios aquí histo- riados; c) textos elaborados por quienes, en Europa, tuvieron acceso directos a los primeros descubridores o a sus escritos. De esta manera, se tomarán en consideración las obras de Cristóbal Colón, Américo Vespucio, Bartolomé de Las Casas, Fernán- dez de Oviedo y Girolamo Benzoni, quienes visitaron la región oriental de Tierra Firme. A estos autores queremos también añadir Mártir de Angleria, aunque se trata de alguien que nunca estuvo en América, pese a haber sido nombrado primer Cronista General de Indias. Es este nombramiento que, de alguna manera, lo califica para nuestros propósitos, ya que en su casa madrileña pasaron todos los hombres importantes de la conquista de los primeros años, junto con los objetos americanos que demostraban su éxito: papagayos, coronas de plumas, cemies y armas indígenas, entre otros. Además, no hay que subvalorar que se trata de un humanista milanés culto, con una ironía renacentista que le permite una “mirada lejana” que, para los protagonistas de la jornada americana, era difícil de producir.


 

LAS FORMAS DEL OTRO

 

La relaciones entre europeos e indígenas, tanto pacíficas como bélicas, impusieron la producción de dinámicas identitarias: españoles e indígenas tuvieron que delimitar un nuevo espacio en sus representaciones culturales frente a los nuevos otros con quienes tuvieron que relacionarse. Sabemos cómo los españoles monstrificaron al indio antillano y de Tierra Firme a fines identitarios y para justificar ideológica- mente la conquista. Esta monstrificación fue al comienzo biológica aunque, frente a la realidad del otro, el mismo Colón tuvo que admitir que monstruos no he ha- llado” (Colón, 1984: 144). Sin embargo, la necesidad de construir una imagen nega- tiva del otro, los obligo a deslizar la caracterización negativa del ámbito biológico al cultural, creando así esa obra maestra de la historia americana: los caníbales (cf. Amodio, 1993). Una vez creado el monstruo cultural, la otredad estaba finalmente reducida a diferencia y categorizada: se refería a su modo de vivir, sus gustos ali- mentarios, sus prácticas sexuales y, en fin, su manera de pensar el mundo. Los caní- bales, identificados con los caribes de Tierra Firme y de algunas islas antillanas, se volvieron emblema de la condición indígena, produciendo una estructura semtica de referencia más o menos consciente, es decir, una imagen exitosa y compartida que se trasformaba en representación cultural al servicio de la conquista. En todo caso, se trataba solo del primer paso para reducir la otredad radical representada por el monstruo biológico, útil para justificar el exterminio pero no para los planes de incorporación de esas poblaciones al imperio; y, por otro lado, en la fase de co- lonización, cuando la frecuentación cotidiana contradecía el referente “caníbal”, se necesitan otras imágenes utilizables directamente para la producción de la acción. Es en ese momento que la trasformación de la alteridad radical en diferencia se despliega completamente: se produjeron otras definiciones, en parte coherentes con las primeras imágenes, pero con una mayor capacidad operativa, sen los nuevos fines: debían contener la posibilidad de su trasformación, es decir, su caracterización debía volver posible la realización de la integración, aunque desigual, de esas po- blaciones y transformarlos en actores productivos.

Por otro lado, no hay que olvidar que hay otras representaciones de los indíge- nas que habría que tomar en cuenta, como la religiosa, por ejemplo, que al co- mienzo del contacto atribuyó características edénicas a los indígenas de Tierra Firme, para después terminar transformándolos en marionetas del diablo cristiano. Por lo que nos interesa aquí, edenizar a los indígenas era atribuirles una condición sin pecado (cf. Buarque de Holanda, 1986); es decir, sin propiedad o política. Sin embargo, la observación directa terminó imponiéndose: allí pasaba algo y ese algo eran relaciones sociales, tanto familiares como políticas, imponiéndole una reestruc- turación de la primera representación.


 

Atribuida a los indígenas la posibilidad de que alguna forma de “policía los man- tenía unidos y hasta organizados, se trataba de entender bien cómo funcionaban esos lazos y como podían ser utilizados para los fines de la conquista y colonización. Nos parece que tres cuestiones, articuladas del general al particular, se impusieron a los políticos e intelectuales europeos y, particularmente, españoles:

 

·       La primera, que podríamos considerar antropológica, en el sentido más amplio del término, deriva de la admisión que no eran monstruos sino humanos: ¿Qu- nes eran? ¿De dónde venían?;

·       La segunda, que podríamos considerar sociológica, atañe a sus formas sociales y

políticas, es decir: ¿Qué formas de gobierno tenían?

·       La tercera, más política y jurídica: qué hacer para someterlos y como justificar esta acción.

 

 

REYES Y REINAS

 

Desde el primer viaje, Colón buscó entender y, de alguna manera, respectar las reglas indígenas locales, hasta por lo menos que no se atravesaban con sus planes, sobre todo la búsqueda del oro. Es posible identificar varias fases del pensamiento colombino sobre las formas políticas de los pueblos encontrados: al comienzo, una vez percibido que no había encontrado a los súbditos del Gran Khan, Colón edeniza a los indígenas antillanos, es decir, los percibe como “simples en su organización social:

 

Viendo el Almirante y los demás su simplicidad, todo con gran placer y gozo lo sufrían; parábanse a mirar los cristianos a los indios, no menos maravillados que los indios dellos, cuánta fueses su mansedumbre, simplicidad y confianza de gente que nunca cognoscie- ron, y que, por su apariencia, como sea feroz, pudieran temer y huir dellos; cómo an- daban entre ellos y a ellos se allegaban con tanta familiaridad y tan sin temor y sospecha, como si fueran padres y hijos; mo andaban todos desnudos, como sus madres los habían parido, con tanto descuido y simplicidad, todas sus cosas vergonzosas de fuera, que parecía no haberse perdido o haberse restituido el estado de la inocencia, en que un poquito de tiempo, que se dice no haber pasado de seis horas, vivió nuestro padre Adán (Las Casas, I, 1951: 221).

 

También en el aspecto religioso, preordinado como estaba en percibir la religión como iglesia organizada, no le percibe complejidad, tanto que afirma que…no le conozco secta ninguna y creo que muy presto se tornarían cristianos (Colón, 1984: 36- 37). Esta atribución de simplicidad social se extiende a todos los aspectos de la vida social de los indígenas, incluyendo la ausencia de propiedad, lo que entusiasmó la fantasía europea que sobre esta imagen construiría sus utopías”, a comenzar de la primera estampa alemana sobre los caníbales, donde se afirma que entre ellos No


 

existe la propiedad privada, sino que todas las cosas son del con. Viven todos juntos sin rey ni gobierno, siendo cada uno su propio amo” (Hanke, 1958: 20). Sin embargo, la realidad local es más fuerte de la fantasía de Colón, obligándolo a reconocer que por lo menos existía un cleo de organización política demostrada por la existencia de “reyes”. En la Carta a Santangel anota: “En todas estas islas me parece que todos los ombres sean contentos con una muger, y a su maioral o rey dan fasta veinte. Las mugeres me parece que trabaxan más que los ombres, ni he podido entender si tienen bienes propios, que me pareció ver que aquéllos que uno tenía todos hazían parte, en especial de las cosas comederas (Colón, 1984: 144). Comienza así a dibujarse un pano- rama social donde el otro adquiere cada vez más peso cultural, desde la primera ima- gen de simple y puro, recién salido del paraíso Terrenal (que, es bueno recordarlo, Colón coloca en Tierra Firme, en el monte que da origen al Orinoco), hasta la iden- tificación de jerarquías sociales y, lo que más importaba, capacidad de activar rápida- mente sistemas de relaciones regionales para fines licos.

De cualquier manera, desde el comienzo del contacto, lo que marca definitiva- mente el desarrollo sucesivo de la relación, la idea de los europeos estaba fuertemente determinada por su sistema social de origen, es decir, una vez superada la imagen edénica, proyectan sobre la sociedad diferente sus propias categorías, tanto que lo que buscarán, después de los primeros contactos extemporáneos, es la relación privilegiada con los jefes locales para establecer relaciones comerciales o políticas y utilizarlos como mediadores con la población indígena. Es en este contexto que se explica la utilización, por lo menos durante la primera mitad del siglo XVI, de los términos de reyes” y reyezuelos, substituidos poco a poco por los de principales y caciques, palabra ésta de origen taino.

De hecho, en la isla de Santo Domingo había cinco cacicazgos, con conflictos entre ellos, particularmente el de Marien, de los cuales los españoles intentaron apro- vecharse, lo mismo que el cacique Guacanagarix, quien se acordó con los españoles para, a su vez, intentar utilizarlos contra su enemigo Caonabo. Sabemos que la des- trucción del Fuerte de la Natividad fue debida en gran parte a la ruptura de estos pactos, ya que los españoles no siguieron las instrucciones de Colón de respectar a los caciques y los acuerdos. Es precisamente a propósito de Guacanagarix que Colón, se- n las Casas, reflexiona sobre nombres y funciones de los jefes locales:

 

Vista su determinación de venirse, acompañáronles gran número de indios, lleván- doles a cuestas todas las cosas quel rey y los demás les habían dado, hasta las barcas, que estaban en la boca de un río. Hasta aquí no había podido entender el Almirante si este nombre cacique significaba rey o gobernador, y otro nombre que llamaban nitayno, si quería decir grande, o por hidalgo o gobernador; y la verdad es, que caci- que era nombre de rey, y nitayno era nombre de caballero y señor principal, como después se verá, placiendo a Dios (Las Casas, I, 1986: 275).


 

Cacique, nitaynos y naborias constituyen los tres niveles sociales identificados por los españoles y que han influenciado fuertemente la percepción y reflexión ulterior, incluyendo la histórica y la arqueológica, aunque en este último caso con mayor profundidad e criticidad (cf. Ibarra, 1999: 26). Los españoles multiplicaron las defi- niciones sin comprender bien el funcionamiento de estas formas políticas, verticali- zando unos sistemas que mantenían en gran parte relaciones horizontales entre grupos e individuos, basadas en la reciprocidad, sobre todo en el caso de las socie- dades segmentarias, además de generalizar el sistema percibido en las Antillas a otras formaciones sociales como en el caso de los caribes. Sin embargo, parece que es con la llegada a Tierra Firme que la organización política del otro es asumida definitivamente con un tema importante a ser considerado y hasta legislado al mo- mento del contacto con los grupos locales y, sobre todo, por las relaciones de inter- cambio económico posibles. Los datos colombinos sobre Tierra Firme derivan de su tercer viaje, cuyo reporte fue escrito en Santo Domingo el 31 de agosto de 1498 y enviado el 18 de octubre a los Reyes, junto con una “pintura” (cf. Colón, 1984: 202). El texto original de este informe se ha perdido y es conocido gracias a la copia que Las Casas insertó en su Historia de las Indias.

Dejada la punta que llamó Arenal, se encuentran con una canoa con 24 hombres de “fermosos cuerpos y los cabellos largos”. Para establecer el contacto, después de haber mandado bailar a la tripulación para demostrar sus intenciones pacíficas, ofrece regalos: dio un sayo y un bonete a un hombre prinçipal que le pareció d’ellos” (Colón, 1984: 208). Más adelante, llegando a Paria, otros indígenas van a su encuentro: “Llegué allí una mañana a ora de terçia, y por esta verdura y esta her- mosura acordé surgir y ver esta gente, de los cuales luego vinieron en canoas a la nao a rogarme de parte[s] de su rey, que descendiese a tierra (Colón, 1984: 209). Colón envía algunos marineros a tierra para rescatar oro y perlas:

 

Dizen que, luego que llegaron las barcas a tierra, que vinieron dos personas prinçi- pales con todo el pueblo, creen q’el uno el padre y el otro era su hijo, y los llevaron a una casa muy grande, hecha a dosa aguas y no redonda como tienda del campo, como son estas otras... Recibieron ambas las partes gran pena porqué no se entendían, ellos para preguntar a los otros de nuestra patria, y los nuestros por saber de la suya. E después que ovieron rescebido colación allí en casa del más viejo, los llevó el moço a la suya e fizo otro tanto, e después se pusieron en las barcas y se binieron a la nao (Colón, 1984: 209-210).

 

Cuando Las Casas resume el mismo acontecimiento, escribe: el uno devía ser el caçique y señor, y el otro devía ser su hijo” (Colón, 1984: 233). Con la acumulación de informaciones, surgen las diferencias, pero la referencia importante contia siendo la de la primera experiencia con los tainos. Estas son las pocas primeras no-


 

ticias que tenemos sobre la estructura política de los indígenas de Paria, que el Al- mirante registra y que, no parece caber duda, descienden directamente de su inter- pretación a comportamientos de los individuos encontrados y de la observación de su cultura material, más que de la comunicación con ellos. De cualquier manera, los elementos materiales y comportamentales son fácilmente identificables: existencia de una casa de dos aguas diferente de las otras redondas; una grande canoa diferente de las otras; una acogida con comida que es interpretada como recepción de una autoridad; la presencia de muchas mujeres en la casa, percibida como signo de rela- ciones polígamas de las autoridades locales y, finalmente, la detección de una rela- ción particular entre el viejo “cacique” y el joven que lo reciben, pensada en términos de parentesco filial, aunque hubiera podido ser de tipo político, por ejemplo el yerno o el hijo de la hermana.

El florentino Américo Vespucio realizó cuatro viajes al continente, al servicio de los reyes de España y de Portugal entre 1497 y 1505, los primeros dos en las costas de Tierra Firme y los dos últimos en las costas de Brasil. Sus relatos están contenidos en cartas y relaciones de viaje enviadas a diferentes personajes de la vida política de Florencia, dos de las cuales fueron publicadas durante la vida del mismo Vespucio, con un éxito editorial enorme, constituyéndose en unas de las primeras publicacio- nes sobre el continente americano. Las relaciones más conocidas fueron el Mundus Novus, enviada a Lorenzo Pier Francesco de Medici, y Las cuatro navegaciones, en- viada a Pier Soderini, que contiene la relación de los cuatro viajes (cf. Vespucio, 1985; Amodio, 1992). Viajero culto de la Florencia del Renacimiento, Vespucio intenta despojar su relato de las fantasías y mitos que ya se habían acumulado sobre el Nuevo Mundo, fijándose en detalles de la vida cotidiana de los indígenas que pre- tendían satisfacer la curiosidad de los florentinos, particularmente por lo que se refiere a la vida sexual de los habitantes de la tierra que tomará su nombre. Aunque la experiencia de Vespucio se refiere a las costas de Brasil y de Venezuela, es de esta última que trae gran parte de los datos etnográficos que describe en sus cartas. En su caso, no parece mediar el filtro del pre-conocimiento de las sociedades antillanas, así que los grupos locales de Tierra Firme se despliegan ante su mirada, determi- nada por su cultura florentina y sus lecturas de los clásicos, además de una aguda percepción tendencialmente realista y despojada de los contenidos identitarios: en Vespucio, el otro más que monstrificado resulta exotizado, ya que la diferencia está categorizada subrayando elementos curiosos, dentro de la comparación con las cos- tumbres de los pueblos antiguos del Mediterráneo y hasta con posturas filosóficas clásicas. Véase la siguiente observación de Las cuatro navegaciones (1504): No supi- mos que esa gente tuviera ley alguna, ni se les puede llamar moros ni judíos; son peores que gentiles, porque no vimos que hiciesen sacrificio ninguno y tampoco tienen casa de oración; juzgo que su vida es epicúrea” (Vespucio, 1985: 81).


 

De esta primera consideración, el florentino saca una conclusión que se demues- tra más interesante de la percepción colombina, tal vez por el mayor tiempo de permanencia entre esos grupos. Observación que repite tanto en Las cuatro navega- ciones como en el Mundus Novus (1503): “No tienen paños de lana ni de lino, ni aun de bombasí, porque nada de ello necesitan. No tienen bienes propios, sino que todas las cosas tienen en común. Viven juntos sin rey, sin autoridad, y cada uno es señor de si mismo” (Vespucio, 1992: 57). Sin embargo, alguna forma de jefatura tenían si añade que “…los pueblos pelean entre ellos sin arte y sin orden. Los viejos con ciertas peroraciones suyas convencen a los jóvenes de lo que ellos quieren, y los incitan a las batallas, en las cuales cruelmente juntos se matan...” (ídem).

El núcleo de las observaciones de Vespucio atañe a la ausencia de autoridad y reyes, con esa espléndida definición de que “cada uno es señor de si mismo”, que es el resultado, al mismo tiempo, de los datos recopilados en las costas americanas y de los nacientes modelos humanísticos europeos del individuo como centro autó- nomo de decisiones y valor. Interesante la referencia a los ancianos que empujarían a los jóvenes a la guerra, lo que recuerda algunas teorías antropológicas contempo- ráneas. De hecho, para cualquier antropólogo esta definición calza completamente con los sistemas sociales caribes, basada sobre la red de parentela (las relaciones de parentesco entre familias extendidas), con autoridad de los ancianos que podían asumir funciones de jefes de guerra (cf. Civrieux, 1980).

Entre la percepción de Colón y la de Vespucio, se mueven el resto de los cro- nistas de la primera hora, algunos con experiencia directa en Tierra Firme y la ma- yoría que fueron influenciados por sus textos y relatos. El caso de Mártir de Angleria es emblemático, ya que describe con detalles los sistemas indígenas, pero a partir de los relatos de los primeros conquistadores y de sus escrituras. Los reyes desnudos”, como los define a comienzo del siglo XVI en la Epístola 134 dirigida al Cardenal Ascanio Sforza (Mártir de Angleria, 1990: 30) refiriéndose a los Tainos, vivirían en casas especiales, atendidos por sus criados y mujeres. Esta constatación se realiza de manera particular: “Cuando ya llegaron a tratarse familiarmente, y los nuestros in- vestigaban las costumbres de aquella gente, conocieron por señas y conjeturas que tienen reyes” (Mártir de Angleria, 1989: 11). Dos elementos aparecen así para con- firmar lo que ya hemos dicho: los españoles “investigan” sobre el sistema social local y, lo que más nos importa, conjeturan la existencia de reyes o reinas (cf. Mártir de Angleria, 1989: 21). Desde sus primeras páginas sobre el viaje colombino, el milanés incluye en sus textos palabras locales, de las cuales la de cacique es la que más éxito parece haber tenido, tanto que será completamente asimilada por la lengua caste- llana, adquiriendo vida y significado propio, que debe más a la interpretación espa- ñola de la jefatura indígena que al contenido taino específico. Sobre los pueblos de Tierras Firme, también Angleria aplica las categorías antillanas, pero con algunas descripciones interesantes sobre su vida real”:


 

Ellos accediendo a los nuestros, les recibieron alegres y contentos. Era maravilloso el mero de los que se les reunieron, como para ver algo portentoso. Iban delante dos hombres graves, seguidos de toda la demás turba, que salieron los primeros al encuentro de los nuestros, anciano el uno y joven el otro; piensan que eran el padre y el hijo que le había de suceder... Hechos los saludos por ambas partes, condujeron a los nuestros a cierta casa esférica que tienen junto a una gran plaza. Llevaron muchos asientos de ma- dera muy negra, maravillosamente labrada. Después que se sentaron los nuestros y los principales de ellos, se presentaron los criados, unos con viandas, otros con vino; pero sus comidas eran lo frutas, mas de varias especies enteramente desconocidas de los nuestros, y los vinos, tanto blancos como tintos, no de uvas, sino exprimidos de diversas frutas, pero que no eran desagradables (Mártir de Angleria, 1989: 59).

 

De esta fuente sabemos que se llamaban Chiacones, que sea para Mártir de An- gleria el equivalente de caciques, añadiendo que se trataba de cinco reyezuelos” cuyos nombres reporta: el chiacón Chianacca, el chiacón Pintiñaño; el chiacón Camailaba; el chiacón Polomo, y el chiacón Pot (cf. Mártir de Angleria, 1989: 141-142). Estos jefes tendrían a su cargo una aldea cada uno, siendo el más poderoso quien tuviera más parientes (Mártir de Angleria, 1989: 519), amén de demostrar su valentía en batalla. La referencia a los parientes es sumamente importante, ya que se acerca a la realidad de los sistemas sociales caribes con base en la familia extensa.

Por su parte, Bartolomé de las Casas, quien estuvo en Tierra Firme intentando el experimento de una colonización pacífica de campesinos españoles, no se destaca pre- cisamente por comprensión de la realidad local. En la Apologética Historia anota que cada aldea tiene un “señor y que tal vez había señores de provincia, aunque tiene que concluir que no había leyes entre ellos (capítulo CCXLIV). Sin embargo, describe los elementos que permiten a los jefes ser tales: Entre ellos, aquél se tiene por más po- deroso y más notable y caballero que más canoas o barcas alcanza, y más parientes o deudos tiene, y que mayores hazañas sus pasados hicieron” (Las Casas, I, 1951: 373). A estas anotaciones podemos añadir las de Girolamo Benzoni quien estuvo por Tierra Firme en las primeras décadas del siglo XVIII, aunque su libro fue escrito más tarde y después de haberse leído lo publicado en la primera mitad del ese siglo, repite sin mucha novedad la descripción antillana, utilizando un vocabulario no adherente a la realidad y a las cortes europeas: vasallos, súbditos y señores, por ejemplo. También el término cacique es ampliamente utilizado, incluyendo diminutivos como caciqui- llo” para indicar diferencia de estatus e importancia (cf. Benzoni, 1967: 23-24): “Los caciques acostumbran tener cuantas mujeres quieran, pero una sola es legítima y tiene autoridad sobre las demás; los plebeyos escogen tres o cuatro y cuando están viejas las repudian y las substituyen por jóvenes. Todos llevan a sus mujeres para la desfloración a los sacerdotes llamados piaches” (Benzoni, 1967: 26). Parece evidente que, en la fan- tasía tardía de Benzoni, usos medievales europeos se mezclan a los datos de su expe- riencia “directa”.


 

Después de la fundación de Nueva Toledo, en las costas de Paria, se produjo una rebelión indígena reprimida por Castellón, quien capturó a los setenta caciques que habían causado la rebelión; cargó el barco de indios y los envío a La Española para venderlos como esclavos (Benzoni, 1967: 67). La referencia es importante para enten- der bien el sistema social local: en una región relativamente pequeña, los españoles identifican setenta jefes, resultando evidente que no se trataba de reyes y tampoco de caciques a la manera de los tainos, sobre todo considerando que tampoco había una población particularmente numerosa. Sin embargo, Benzoni, añade un dato funda- mental: Cuando un cacique muere sin herederos, le suceden en el mando los sobrinos hijos de la hermana y no del hermano, por ser más seguros los que ella ha parido que los generados en la duda por él" (Benzoni, 1967: 98-99). Más allá de explicación “bio- lógica” de Benzoni, lo que importa es la identificación de una relación privilegiada entre tío y sobrino, lo que generalmente identifica un sistema social a vincular, donde la relación privilegiada se da entre un hombre y el hijo de su hermana.

Si ahora resumimos las noticias recolectadas, podemos determinar la diferencia entre el sistema político taino y el de los caribes: mientras los tainos estaban organiza- dos en cacicazgos, caracterizados por una jerarquía territorial y jefaturas de aldea, los caribes tenía un sistema descentralizado, cuyo cleos de poder estaban representados por las familias extensas, dependiente del padre fundador. Este sistema era coherente con el padrón de asentamiento: concentrado en aldeas, en el caso de los tainos, com- pletamente disperso en caseríos, en el de los caribes. En ambos sistemas había figuras especializadas, como los chamanes, con un poder ejercido desde un referente religioso pero asociado a los de los caciques, en el caso de los tainos, e independiente, en el de los caribes. Para estos últimos, los chamanes podía asumir papeles relevantes en caso de conflictos entre familias y de guerra, cuando varios caseríos podían asociarse bajo el mando de un jefe de guerra, quien estaría subordinado de alguna manera al parecer de los padres de familias, reunidos en un especie de consejo de ancianos. Un jefe fa- miliar podía acumular fama y prestigio a nivel regional, sin que esto le diera un poder sobre los demás. Como escribe Marc de Civrieux: Los jefes de grupos residenciales cuyas calidades militares, influencia política (abundancia de aliados) y poderes religio- sos (chamánicos) eran generalmente reconocidos por los otros grupos, podían agluti- nar, en caso de guerra, muchas bandas de opián (allegados), y se convertían por ende en poderosos caciques mientras duraba la contienda (Civrieux, 1980: 142).

Adquiere así más sentido y valor la observación de Vespucio, cuando refiere que cada uno es rey en su casa, designando literalmente la relación que privaba entre los miembros de la familia extendida y, al mismo tiempo, la autonomía frente a las demás familias. n en el caso de organización clánica, como en muchos grupos de habla arahuaca, la horizontalidad del sistema estaba asegurada por mecanismos que articu- laban la relación e impedían la prevaricación de un clan sobre los demás, incluyendo


 

el intercambio de mujeres y, por ende, de socializaciones cruzadas de los niños. Estos tipos de sistema político no pueden considerarse tribu o cacicazgo pequeño”, como hace Eugenia Ibarra (1999: 38-39), sino que representan ejemplos completamente di- ferentes de organización social y no necesariamente estadios anteriores al cacicazgo, como hacen los evolucionistas culturales, sin por esto negar que de un sistema era posible pasar a otro, en las dos direcciones (cf. Navarrete, 2005).

 

 

LOS RBAROS AMERICANOS

 

Todos los pueblos construyen alteridades que pueden asumir formas diferentes, valiendo la monstrificación biológica, que niega la humanidad, como la atribución de características culturales negativas diferentes, que la reconoce. Es este último, el proceso que se produce al comienzo de la conquista americana: los hombres sin cabeza o con la cola, derivados de los Libri mostrorum medievales sobre las antípo- das, habían poco a poco desaparecido y la atribución de características negativas ha- bía sido trasladada a sus costumbres; del monstruo biológico se pasó al monstruo cultural (dieta, sexualidad, desnudez, etc.), proceso facilitado por el conocimiento derivado del contacto directo. Además, una vez que el Papa Paulo III había procla- mado en su bula Sublimis Deus de 1537 que esos seres eran hombres y mujeres, es decir, tenían alma, no tardaron a producirse teorías teológicas, cultas o populares, como con la ya citada edenización, pero también “históricas”: Suárez de Peralta, Cieza de León y Gregorio García, entre otros, avanzaron la posibilidad de que se tratara de los descendientes de los marinos que el rey Salomón había enviado a Ophir en busca de oro, basándose en el libro de Esdras (texto blico apócrifo), y también circuló la posibilidad de que eran los descendientes de una de las diez tribus perdidas de Israel Estas hipótesis implicaban un cambio en la determinación de la alteridad: de lejana o radical, a relativamente cercana, temporal en este caso, ya que se trataría de descendentes de antepasados comunes, aunque esta conclusión deberá esperar por lo menos el siglo XVIII, cuando de manera explícita el Barón de Lahoantan paragonará los algonquinos a los griegos antiguos (cf. Amodio, 1996). Todas estas hipótesis, a menudo basadas en una interpretación del texto bíblico, estuvieron presentes en la mesa del debate de Valladolid entre Las Casas y Sepúl- veda, aunque no necesariamente tomadas en serio por los intelectuales dominicos de Salamanca a quienes se había confiado la tarea de dilucidar quienes eran y qué hacer con los habitantes autóctonos del Nuevo Mundo y, sobre todo, como inte- grarlos al mundo hispánico como vasallos del rey. Así, los dominicos pusieron a valer, con interpretaciones y posturas diferenciadas, otro recorrido más filosófico de los bíblicos, los de la tradición clásica griega.


 

Para los griegos csicos los humanos se diferenciaban en tipos: no sólo quiénes eran, sino q tipo de humanidad encarnaban. Como recuerda Pagden, “todos los griegos, desde Homero a Aristóteles, estaban seguros de que el hombre era, al menos biológicamente, un género único” (Pagden, 1988: 38); sin embargo, como todos los pueblos, también los griegos construían su identidad a partir de la con- traposición a otros inferiores o negativos, como bien refrendaba Platón cuando, en el diálogo El Político, el extranjero que dialoga con Sócrates le hace notar que “hemos procedido como aquel que, proponiéndose dividir en dos el género hu- mano, obrase a la manera de las gentes de este país, que distinguen los griegos de todos los demás pueblos como una raza aparte, después de lo que, reuniendo todas las demás naciones, aunque son numerosas é infinitas, sin contacto ni rela- ciones entre sí, las designan con el solo nombre de rbaros” (Platón, 1872: 30). Esta contraposición tan tajante no entra en contradicción con la idea que todos los hombre son miembros de una única humanidad, ya que sus contrapuestas carac- terizaciones griegos y bárbaros— son culturales y no biológicas y esto implica una construcción de identidad donde los otros son a veces aliados y a veces enemi- gos, es decir, se pueden distinguir, según las circunstancia en otros “cercanos” y “lejanos”.

Esta diferenciación difusa en la cultura griega, adquirió con los filósofos csi- cos una diferenciación más sofisticada entre el nosotros de la ecúmene griega y los otros externos a ella, diferenciándolos por niveles de “domesticación” (homeros), siendo la polis griega la elevación máxima de la politeia: “una ciudad gobernada por leyes justas; fuera de ella, sólo podría existir el desorden” (Woortmann, 1997: 6). En este sentido, a algunos pueblos, como los egipcios o los persas, se le reco- nocía como gente extranjera (xeinoi) que hablaban otras lenguas (allothroi), atri- buyéndoles cierto grado de orden político (cf. Muñoz Morán, 2008: 156). Si lo griegos estaban en uno de los polos del continuum, el de la polis ordenada, todos los otros pueblos eran colocado a lo largo del recorrido identitario que se alejaba de su lugar antropológico: los bárbaros, los salvajes y, finalmente, los brutos, casi contiguos con los animales sin razón. Cada una de estas categorías podrían generar a su vez una tipología, siempre dentro de la lógica cercano/lejano del continuum identitario, así, a menudo bárbaros y salvajes podían terminar por coincidir, tanto que hasta se les podía atribuir características “bestiales” a su actuación, como afirma Aristóteles en su Política: “Hay muchos pueblos rbaros dispuestos a matar y devorar seres humanos, como los aqueos y los heníocos que habitan en torno al Ponto y entre los pueblos del continente, unos son muy semejantes a éstos y otros más salvajes, los cuales se dedican a la piratería, pero no participan del valor” (Aristóteles, 1988: 462).


 

Sin embargo, si para Aristóteles la sociedad humana es el resultado del inter- cambio de “palabras y pensamientos”, como manifiesta en la Ética a Nicómano, ya que “esto es lo que puede llamarse entre los hombres vida común, y no como la que existe entre los animales reducida a vivir encerrados en un mismo cercado” (Aristóteles, 1873: 314), los bárbaros forman comunidades, aunque no llegan al nivel de la polis griegas, definidas con la palabra éthnos, que se puede traducir como pueblo, tribu o nación. Esta contraposición sociológica entre polis y éthnos deriva evidentemente de la construcción de identidad griega, no sólo en términos geográfico y organizacional sino también temporal, según la afirmación de Aris- tóteles en la Política: “Las leyes antiguas son demasiado simples y bárbaras: los griegos llevaban armas y se compraban las mujeres unos a otros” (Aristóteles, 1988: 121). Precisamente esta referencia nos da la posibilidad de listar rápidamente algunas de las características de estos “bárbaros” que, como veremos, reencontra- remos en la representación que los cronistas construyeron de los indígenas ame- ricanos: los rbaros pueden asumir algunas características de los salvajes, llegando hasta el canibalismo; cuando se alejan del salvajismo, conforman aldeas como los griegos y “algunos llaman a sus miembros «hermanos de leche», «hijos e hijos de hijos». Por eso también al principio las ciudades estaban gobernadas por reyes, como todavía hoy los rbaros” (Aristóteles, 1988: 48); las relaciones de pa- rentela estructuran la vida de la comunidad y son los ancianos convocados a go- bernarlos; la propiedad es común e intercambian productos con el trueque con otras aldeas, pero cada familia consume los frutos que produce…

Resulta evidente que estas descripciones” del otro griego influenciaron profun- damente el debate sobre los indígenas americanos, incluyendo las discusiones sobre la justa guerra” reafirmada por Sepúlveda en Valladolid. La base filosófica de re- ferencia es una vez más la Política de Aristóteles y vale la pena citarla: “Por eso el arte de la guerra será en cierto modo un arte adquisitivo por naturaleza (el arte de la caza es una parte suya), y debe utilizarse contra los animales salvajes y contra aquellos hombres que, habiendo nacido para obedecer, se niegan a ello, en la idea de que esa clase de guerra es justa por naturaleza” (Aristóteles, 1988: 67). Es decir: no todas las guerras son justas, por ejemplo las que defienden la polis contra sus enemigos, pero si lo es para quienes, siendo “inferiores” se oponen a obedecer o los que han nacido para gobernarlos y hasta esclavizarlos (Aristóteles, 1988: 60). En todo caso, una vez sometidos, los rbaros pueden adquirir alguna forma de “vir- tud gracias al contacto con la pólis pero, como escribe Pagden, “este proceso es lento e incierto; y algunos hombres, los bárbaroi entre ellos, pueden no llegar a terminarlo. Cuando esto ocurre, siguen siendo como niños, privados de la plena facultad de razonar…” (Pagden, 1988: 39). La importancia de esta conclusión aris- totélica es evidente si pensamos a concepto de tutela que escribieron los misioneros


 

lascasianos para proteger a los indígenas de las misiones y, al mismo tiempo, justifi- car su acción “educativa”.

En el seno del pensamiento cristiano, el pensamiento aristotélicos y griego clásico en general implicó una percepción del otro de tipo inclusivo, superando así la nega- ción total de la cultura hebreo en cuyo contexto se había producido, ampliando el concepto de salvación: a los otros no debían ser negada la posibilidad de salvarse, previa su conversión: “La diferencia significativa —excepto por el hecho obvio de que la distinción entre el “nosotros” y el ellos” en el mundo cristiano era principal- mente de creencia y no de parentesco entre el oikuméne y la congregactio fidelium era que mientras la oikuméne había sido un mundo completamente cerrado, la cris- tiandad no lo era” (Pagden, 1988: 40).

Estos recorridos identitarios constituyeron las bases de referencia en el debate de Valladolid de 1550 y 1551, cuando los benedictinos Bartolomé de las Casas y Juan Ginés de Sepúlveda se reunieron para discutir sobre el destino de los indígenas ame- ricanos y si era justo o no hacerle la guerra (cf. Rey González, 2011). Mientras tanto la conquista continuaba y la colonización estaba ya adelantada, pero el problema de cómo tratar a los indígenas permanecía en el tapete, dentro del proyecto evidente de la Corona de asimilarlos como súbditos. Pero el derecho de conquista continuaba fuerte, sobre todo en Centroamérica y en las regiones peruanas, de allí que la dis- cusión se producía en un contexto de guerra, con posiciones contrapuestas: intentar relaciones pacíficas o conquistarlos a sangre y fuego. Sabemos cuál de las dos hipó- tesis prevaleció en el campo, pero también no hay que olvidar que hubo también un frente de presión constante a reconocer a los indígenas la dignidad de ser parte de la humanidad, necesitada de la salvación cristiana.

La importancia del debate de Valladolid, aunque con encontradas posturas, permit la producción de una nueva representación de los indígenas americanos: no eran salvajes, en el sentido griego, ya que eran educables, es decir, siguiendo al tlogo Francisco de Vitoria (1483-1546) eran dotados de razón y lenguaje (cf. Ra- mos, 1984). En este sentido, la misma postura de Juan Ginés de Sepúlveda, sobre la “guerra justa”, no negaba su humanidad, sino que la consideraba “imperfecta” (cf. Sepúlveda, 1941). Eran rbaros y además infieles, según el modelo de categoriza- ción de los moros; no habla castellano, pero puede aprender a hacerlo; y, lo más importante, puede cristianizarse, ya que tiene razón y lenguaje. Como escribía Vi- toria, maestro de los benedictinos de Valladolid: “En verdad, si los indios no son hombres, sino monas, non sunt capaces iniuriae. Pero si son hombres y prójimos, et quod ipsi prae se ferunt, vasallos del emperador, non video quomodo excusar a estos conquistadores de última impiedad y tiranía, ni se qué tan gran servicio hagan a su majestad de echarle a perder sus vasallos” (en Marzal, 2004: 131).


 

UNA IMAGEN FINAL: LA BEHETRÍA

Hemos visto como Colón no aprecia en los indígenas “política, propiedad y religión”, valiendo aquí la percepción edénica, mientras que Vespucio, cuando anota que “cada uno es rey en su casa”, identifica claramente el núcleo central del relaciones políticas de las sociedades indígenas segmentarias de Tierra Firme, particularmente los cari- bes. En un caso, se le percibe como individuos, el otro como grupos de “familias”, es decir como individuos con relaciones familiares que el florentino percibe como po- líticas. Una vez en Tierra Firme, también Colón deriva hacia el mismo concepto y de allí los cronistas sucesivos, pero con un modelo español en la mirada, multipli- cando los reyes” locales, mientras que Vespucio aplica como referente su Repu- blica florentina”, en el sentido de Macchiavello, donde el pacto entre familia tenía plenamente sentido.

En todo caso, poca podía ser la influencia de Vespucio en la construcción de la imagen política de los conquistadores españoles y de los colonos que los seguiría, si no hubiera intervenido el descubrimiento posterior de los reinos” de Perú y México, donde el modelo español del reinado tenía más sentido, pero no resolvía el pro- blema de esas masas de gente del norte del subcontinente: no eran claramente Re- públicas” a la manera italiana, pero tenían jefes, fuertes de su red de parentela, con autonomía de decisiones, incluyendo la oposición lica organizada al avance euro- peo; al fin, eran rbaros cuyos sistemas políticos debía ser categorizado. La solución, para llamarla de alguna manera, una vez más estribaba en aplicar la memoria his- tórica de la Península: entra en escena el concepto de Behetría, con una historia jurídica suficientemente larga en Castilla, desde por lo menos el siglo XIV. Se refería al derecho que algunas poblaciones tenían de elegir por señor a quien quisieren, aunque tale procedimiento, por lo menos en el siglo XVI, debía ser ratificado o permitido por el rey, como lo reporta Hugo de Celso en su Repertorio universal de todas las leyes de estos reinos de Castilla (1540-1553):

 

BEHETRÍA, tanto quiere dezir como heredamiento que es suyo, quito de aquél que vive en él, e puede recebir por señor a quienquisiere que mejor lo haga. Y no se puede hazer behetría nuevamente sin otorgamiento del Rey. E todos los que fueren ense- ñoreados en la behetría pueden al tomar conducho cada que quisieren, sen que de yuso diremos, empero ellos son tenudos de lo pagar dentro de ix días (Cels, 1553: Párrafo 116).

 

Más allá de lo jurídico, hay que considerar también que, tratándose de gente considerada externa a la urbe y campesinos, el término deriva hacia una caracteri- zación negativa, asumiendo a lo largo de los siglos el sentido de “desorden”, “con- fusión” y peligro”. Véase, por ejemplo, el refrán español: “Con villano de behetría,


 

no te tomes a porfía”, recopilado por Hernán ñez en 1549 (ñez, 2001: fol. 27r) o una referencia de Pedro Sarmiento de Gamboa de final del siglo XVI: “Por lo cual vivíamos como quien por momentos esperaba ejecución de la furia de la behetría del vulgo, pero con las armas en la mano, y las mechas encendidas todas las horas” (Sarmiento de Gamboa, 1988: 190). Evidentemente, si por un lado y jurídicamente se podía reconocer una forma política diferente pero articulada con un poder central en términos de subalternidad; por el otro, su relativa autonomía implicaba un cons- tante peligro de rebelión.

El concepto de Behetría fue exportada a América en el siglo XVI, como bien lo subraya Maravall (1994: 86-87): en el aspecto jurídico-político, pero más para inter- pretar la realidad local que para implantarla; y en el de juicio de valor, para definir negativamente grupos y sociedades locales americanas. Así, la encontramos en Acosta, Sarmiento de Gamboa, Castellanos, Cieza de León, y Garcilaso, entre otros. Castellanos (1589) utiliza el término como sinónimo de confusión y mezcla entre pueblos diferentes que produce mestizajes (“gente de confusión y behetría”) (Caste- llanos, 1847); mientras que Cieza de León sigue en la misma línea, pero referido sobre todo a la ausencia de orden: tienen diferentes maneras de religiones e hablan muchos lenguajes: todos son una behetría e gente tan sin orden que se parecen a los brutos” (Cieza de León, 1985: 277). Sin embargo, Sarmiento de Gamboa (1572) y Garcilaso (1609) utilizan también el concepto sen su valor jurídico castellano apli- cándolo a la relación que ligaría los incas a los pueblos sometidos. Para Sarmiento, “toda la tierra era behetría en cuanto al dominio de los señores” (Sarmiento de Gam- boa, 1943: 44), mientras que Garcilaso amplía la atribución, adiéndoles una mayor carga negativa:

 

Huaina Cápac estuvo algunos días en la isla, dando orden en el gobierno de ella conforme a sus leyes y ordenanzas. Mandó a los naturales de ella y a sus comarcanos, los que vivían en tierra firme, que era una gran behetría de varias naciones y diversas lenguas (que también se habían rendido y sujetado al Inca), que dejasen sus dioses, no sacrificasen sangre ni carne humana ni la comiesen, no usasen el nefando, adorasen al Sol por universal Dios, viviesen como hombres, en ley de razón y justicia (Garcilaso, II, 1985: 217).

 

El “viviesen como hombres”, atribuido por Garcilaso al Inca, en verdad repre- senta la clave para entender, en general, la percepción (no viven como hombres) y los propósitos de los españoles (transformarlos en hombres) frente a los sistemas políticos indígenas, siendo la piedra de parangón el propio sistema político, donde la ley de razón” era la lógica del derecho español y la justicia”, la del rey. En este sentido, utilizar la categoría de behetría, implicaba también una justificación de la imposición del nuevo orden político: así como las behetrías españolas podían decidir


 

someterse voluntariamente a un señor local, también los pueblos americanos podía someterse a ese régimen de manera voluntaria o con algún empujón más o menos violento. Aunque la libre aceptación del dominio español pocas veces se dio, salvo cuando algunos pueblos locales decidieron aliarse con los recién llegados para re- solver conflictos con otros pueblos locales (piénsese en el caso peruano y mexicano), no cabe duda que el intento, aunque fuera solo un pretexto para justificar la con- quista, fue llevado a cabo con el Requerimiento, esa teatralización de las primeras relaciones montada por los conquistadores, que incluía la lectura a los indígenas del texto elaborado por Juan López Palacio Rubios, donde se les exhortaba a someterse al dominio español (cf. Hanke, 1958; Amodio, 1988):

 

...mas porque conozcais que nos pesa vuestra perdicion, os venimos apercibir de nuevo y avisar, que vengais en conocimiento de Dios y del Rey y en servicio de los cristianos que aquí están poblados, avísandoos y amonestándoos como á hermanos, que por tales os tenemos, que si viniéredes, usaremos con vos de misericordia, castigándoos benignamente y no como vuestras culpas merescen (Amodio, 1988: 105).

 

El problema, en el fondo, era que los sistemas políticos que se saan de los modelos de gobierno conocidos, aunque también en este caso se trataba de una interpretación, permanecían incomprendidos, salvo a aplicar una genérica valora- ción de desorden, de gente viviendo sin ley, por su propia naturaleza o como reac- ción al dominio tiránico, como bien lo expresa Joseph Acosta:

 

Más entre los rbaros todo es al revés, porque es tiránico su gobierno y tratan a sus súbditos como a bestias y quieren ser ellos tratados como dioses. Por esto muchas naciones y gentes de indios no sufren reyes ni señores absolutos, sino viven en behe- trías y solamente para ciertas cosas, mayormente de guerra, crían capitanes y príncipes, a los cuales obedecen durante aquel ministerio y después se vuelven a sus primeros oficios... aunque hay algunos señores y principales, que son caballeros aventajados al vulgo de lo demás. De esta suerte pasa en Chile, Tucapel, el Reino de Granada, Gua- temala, las Islas Florida, Brasil y Luzón. ...En muchas de ellas es aún peor porque ni siquiera conocen cabeza, todos en común mandan y gobiernan y todo es antojo, vio- lencia, sinran y desorden (Ibarra, 1999: 38).

 

Si la gente vive en behetría para escaparse del dominio tinico, quiere decir que había una lógica en ese “desorden”, lo que llevará algunos antropólogos modernos a interpretar esos sistemas políticos como “sociedades contra el estado” (cf. Clastres, 2010), es decir, como productores de una estrategia para evitar la acumulación del poder en individuos particulares. Más allá del valor de esta interpretación, un sis- tema segmentado es más difícil de entender que uno estratificado, sobre todo cuando los intereses de quien mira apuntan al control del sistema local, siendo más


 

fácil dominar un sistema estratificado manteniendo las estructuras tradicionales in- termedias de poder (como pasó en Pe, por ejemplo). Por esto, mientras que los sistemas dominantes mexicanos y peruanos fueron inmediatamente asimilados al modelo europeo, los cacicazgos resultaban difíciles de aprender, tanto que se le con- sideró pequeñas monarquías, de allí la atribución de reyes”. Completamente ex- traño era, al contrario, el caso de los caribes, entre otros, con su sistema horizontal y descentralizado, obligándolos a producir nuevas categorizaciones, como es el caso de Acosta con su behetría, pero sin conseguir definirlos ni entender su lógica política, la que les permitió organizar una resistencia que dificultó por doscientos años la llegada de los españoles al interior de Tierra Firme y al río Orinoco.

 


 

 

Amodio, Emanuele


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