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¿Problemas Conyugales?: Una Hipótesis sobre las Relaciones del Estado y la Antropología Social en México*

Guillermo Bonfil Batalla

En este texto no pretendo ofrecer un panorama de la trayectoria histórica, la situación actual o las perspectivas de la antropología social mexicana; hay de todo eso un poco, pero sólo lo indispensable para justificar el planteamiento preliminar de problemas tienen que ver con la manera específica en que se inserta la antropología (como un cuerpo más o menos estructurado de reflexión y análisis sobre ciertos aspectos definidos de la colectiva, que se reconoce como un campo de actividad profesional legítimo y se ejerce dentro de un marco particular de normas e instituciones) en los procesos sociales y políticos que conforman, en sus líneas fundamentales lo que comúnmente se llama el proyecto nacional.1

A) La antropología mexicana como profesión de Estado

Para comprender los rasgos característicos de la antropología social mexicana, sus intereses prioritarios, su manera de hacer y aún sus conflictos y contradicciones, es necesario tener siempre presente un hecho fundamental: en México, la antropología social ha sido una actividad profesional estrechamente ligada al Estado, vinculada en forma directa a ciertos campos de acción gubernamental y empleada constantemente como proveedora de argumentos para el discurso ideológico estatal y para el debate en torno al mismo.

Fue el estado el que promovió y auspició el surgimiento de la antropología como un campo profesional legítimo y lo hizo impulsado por propósitos explícitos que se derivan del proyecto nacional que se impuso y se volvió hegemónico cuando se consolidó el triunfo de la revolución mexicana.

Muy temprano lo avisoraba Manuel Gamio, el primer antropólogo profesional mexicano, cuando escribía en 1916 en su clásico texto pionero Forjando Patria, las siguientes palabras que durante décadas han memorizado los estudiantes de antropología en nuestro país:

Es axiomático que la Antropología en su verdadero, amplio concepto, debe ser el conocimiento básico para el desempeño del buen gobierno, ya que por medio de ella se conoce a la población que es la materia prima con que se gobierna y para quien se gobierna. Por medio de la Antropología se caracteriza la naturaleza abstracta y la física de los hombres y de los pueblos dice deducen los medios apropiados para facilitarles un desarrollo evolutivo normal.2

Y con ese ánimo de contar con una disciplina que produjera conocimientos básicos para el buen gobierno se creó en 1917 la Dirección de Antropología, dependiente de la Secretaría de Agricultura y Fomento que estuvo dirigida por Gamio hasta 1925 y en la que se inició un ambicioso proyecto de investigaciones regionales interdisciplinarias cuyos primeros resultados, pioneros e innovadores en más de un sentido aun en el panorama internacional de la época, quedaron consignados en La población del valle de Teotihuacán (1922). Los objetivos que Gamio planteó para la flamante Dirección de Antropología expresan claramente su concepción de una antropología práctica, útil para fines sociales y directamente ligada al Estado. Señalaba Gamio:

En vista de lo expuesto, ha parecido conveniente concretar como tendencias trascendentales de esta Dirección las siguientes:

1a. Adquicisión gradual de conocimientos referentes a las características raciales, a las manifestaciones de cultura material e intelectual, a los idiomas y dialectos, a la situación económica y a las condiciones de ambiente físico y biológico de las poblaciones regionales actuales y periféricas de la República.

2a. Investigación de los medios realmente adecuados y prácticos que deben emplearse, tanto por las entidades oficiales (Poderes Federales, Poderes Locales y Poderes Municipales) como por las particulares (Asociaciones científicas, altruistas y laboristas; Prensa; Logias; Iglesias; etc.), para fomentar efectivamente el actual desarrollo físico, intelectual, moral y económico de dichas poblaciones.

3a. Preparación del acercamiento racial, de la difusión cultural, de la unificación lingüística y del equilibrio económico de dichas agrupaciones, las que sólo así formaran una nacionalidad coherente y definida y una verdadera patria.3

Es importante destacar algunos rasgos de la visión fundadora de Gamio sobre la antropología, porque marcaron sin duda alguna el desarrollo de esta disciplina hasta nuestros días. En primer término, la antropología no se ve como una actividad meramente especulativa, ni se justifica por la generación pura de conocimientos: debe ser, por el contrario, una ciencia útil, que aporte conclusiones aplicables a la solución de problemas sociales. La antropología mexicana no nace en el claustro universitario sino en el terreno abierto de la lucha política. Se forja como un instrumento para la acción social directa, no como un espacio para la mera discusión académica.

En segundo término, la antropología en México nace como un ámbito de investigación y reflexión sobre la diversidad interna de la población del país: la diversidad racial, cultural, lingüística, económica, etc. Es el reconocimiento de esa diversidad lo que hace necesario impulsar el desarrollo de la antropología por parte del Estado. A esta rama del conocimiento se le asigna la tarea de rendir cuenta de las causas y los procesos históricos que han dado por resultado esa diversidad: debe caracterizar las formas de ser diverso del mexicano. Si ese es su tema su problema, en él queda también delimitado su universo de estudio prioritario (y, de hecho casi el único hasta la fecha): la sociedad mexicana. La orientación localista de nuestra antropología, esa renuencia a ver más allá de las fronteras nacionales que está presente, con pocas excepciones, como pocas excepciones, en toda la producción antropológica mexicana, es una marca de nacimiento que tiene su origen en la primigenia concepción política e instrumental de nuestra disciplina.

Por último, cabe señalar que la antropología-instrumento se legitima en el ámbito oficial en tanto se supone su utilidad al servicio del proyecto nacional hegemónico. Tal proyecto incluye la necesidad de integrar la nación mediante la eliminación de las diferencias (culturales, lingüísticas, etc.) lo que permitirá unificar (=uniformar) a la sociedad y forjar una verdadera patria. Los avatares del proyecto nacional dominante en las décadas posteriores (que reflejan el movimiento mismo de la sociedad) y las contradicciones de fondo que supone una disciplina que se propone eliminar la parte de la realidad que define como su campo de estudio (esto es, la diferencia), son entonces el marco general en el que deberá ubicarse la explicación del desarrollo, las limitaciones y los logros de la antropología mexicana.

Las acciones del Estado relacionadas directamente con el quehacer antropológico a partir de 1917 revelan la consistencia inicial del proyecto como sus incertidumbres posteriores y sus pataleos finales, los de hoy, después de la quiebra. No son, por supuesto, acciones estrictamente unilaterales, porque en ellas intervienen de manera creciente los propios antropólogos, bien sea desde el propio Estado o bien desde la posición poco consolidada de interlocutores válidos. El periodo Cárdenas 1934-1940 es especialmente rico en iniciativas. Se crea el Departamento de Antropología en la Escuela de Ciencias Biológicas del Instituto Politécnico Nacional que da origen poco después a la Escuela Nacional de Antropología e Historia; se funda el Instituto Nacional de Antropología e Historia; se celebra en Pátzcuaro el Primer Congreso Indigenista Interamericano que dará las bases para el desarrollo de una política indigenista que debería estar orientada por los conocimientos antropológicos y que tuvo repercusión en todo el Continente.

Resulta interesante recordar algunas de las proposiciones hechas por antropólogos mexicanos (o radicados en México) en las ponencias presentadas ante el Congreso Indigenista, las que se pone de manifiesto la función que atribuían a su disciplina en el trabajo indigenista. Por ejemplo, Paul Kirchhof concluye su breve texto en la siguiente sugerencia:

Que se recomiende los gobiernos de los países de América que en sus intervenciones en la vida indígena se basen, la medida que sea posible, en estudios que analicen el proceso histórico de la formación cultural de los núcleos indígenas afectados y que muestren, mediante este análisis histórico, las fuerzas vivas que en el seno de ellos puedan ayudar a la solución de sus problemas.4

Por su parte, Daniel F. Rubín de la Borbolla y Ralph L. Beals, su ponencia sobre el proyecto Tarasco, recomiendan:

Que las instituciones dependientes de los gobiernos de los países de América adopten, en sus investigaciones sobre los grupos indígenas, el principio de la investigación integral.

Que dichas instituciones recomienden a los estudiosos particulares que, sin prejuicio del carácter específico de las investigaciones que emprendan, presenten todos los datos que contribuyan a la formación de un concepto totalista de los problemas indígenas.5

El propio Rubín de la Borbolla, en su ponencia “Las ciencias antropológicas frente a los problemas de los grupos indígenas”, concluye proponiendo:

Recomiéndese al Instituto Indigenista Interamericano, el establecimiento de escuelas de antropología para el estudio de la población indígena y para la preparación de los peritos en asuntos indígenas, aprovechando en cada país las instituciones docentes que ya existían y ampliando los recursos en la medida que sea necesario. En caso de que un país no pueda por el momento establecer una escuela de antropología, se sugiere que envíe alumnos becados a las escuelas ya existentes.

Recomiéndese a los países de América que utilicen de preferencia a los antropólogos y peritos que hayan estudiado en estas escuelas, para emplearlos en sus departamentos de acción social.6

Era, esta última proposición, un intento por generalizar a escala continental la experiencia que ya estaba en marcha en el México cardenista: aquí la Escuela Nacional de Antropología e Historia había sido creada precisamente con la finalidad expresa de preparar profesionalmente a los antropólogos que, desde sus distintas especialidades (arqueología, antropología, física, lingüística y etnología), habrían de contribuir al conocimiento científico de los diversos pueblos indios, siempre con miras a que tal conocimiento fuese útil para la formulación y la instrumentación de la política indigenista emprendida por las agencias gubernamentales.

La antropología mexicana recibía así una posición legítima dentro del cuadro de actividades del Estado, junto con espacios institucionales requeridos (INAH, ENAH, INI); su campo quedaba acotado y su función, precisa, coherente con el proyecto nacional de la revolución mexicana.

El papel auspiciador del Estado se ha mantenido en relación con la antropología. Ciertos campos relativamente nuevos, como el estudio de las culturas populares han recibido un impulso definitivo gracias a la creación de espacios específicos dentro de las instituciones estatales (Dirección General de Culturas Populares, Museo Nacional de Culturas Populares, ambos de la SEP). No es, valga repetirlo, una decisión voluntarista unilateral por parte del Estado, porque éstas y otras innovaciones institucionales (Dirección General de Educación Indígena, CIS INAH/CIESAS, Programa de Formación Profesional de Etnolingüistas, etc.) han contado casi siempre con la iniciativa de los propios antropólogos que han luchado por la creación de esos nuevos espacios; pero lo que aquí pretendo destacar es el hecho de que la apertura de instituciones gubernamentales especializadas ha tenido en todos los casos un efecto perceptible en la orientación de la antropología mexicana (en el debate teórico e ideológico al interior del gremio, en la diversificación temática de la producción académica y, en general, en la práctica de la profesión).

B) La antropología y el discurso ideológico del Estado

La estrecha vinculación de la antropología mexicana formados con el Estado no es un vinculación meramente instrumental, que pudiera presumirse ideológicamente neutra. Por el contrario, existe una relación igualmente estrecha precisamente en el nivel ideológico.

Las primeras generaciones de antropólogos formados en México reconocieron explícitamente su afiliación al proyecto político de la revolución. Se comprometieron sin reservas con los propósitos de los regímenes revolucionarios y con su fundamentación ideológica. Más aún: contribuyeron de manera directa a la formulación y justificación del proyecto revolucionario en los aspectos qué se definieron como campo de competencia de la antropología, particularmente el indigenismo. Hubo una producción ideológica a partir del quehacer antropológico más allá de la teorización estrictamente académica o científica. Esta situación correspondía, evidentemente, a una práctica profesional que no se planteaba como un puro ejercicio intelectual sino que comprendía el desempeño de actividades y la toma de decisiones de carácter administrativo y político, lo cual exigía una convicción ideológica que fuera consecuente con la práctica profesional en los términos en que fue entendida.

Es importante, al reflexionar sobre aquel periodo, reconocer que las circunstancias políticas del momento favorecían una adhesión abierta al proyecto gubernamental por parte de sectores progresistas comprometidos en la defensa de causas populares. Eran todavía tiempos de esperanza y confianza en las tareas que llevaban a cabo los gobiernos que surgieron de una revolución popular que se mantenía fresca y con aliento. Los impulsos para construir una sociedad más justa pasaban en ese momento por las acciones del Estado de la revolución mexicana; no era fácil imaginar una alternativa mejor ni parecía consecuente con una posición progresista empeñarse en buscar otras opciones. Cualquier juicio crítico sobre los efectos que tuvo aquella adhesión de los antropólogos al régimen, para ser honesto y válido debe reconocer esta circunstancia.

El papel de la antropología construcción de la ideología oficial no se limitó al programa indigenista. Muchos otros aspectos del pensamiento nacionalista al que todavía recurre el discurso gubernamental pueden encontrarse aportes de la antropología; este es un punto que está esperando un estudio sistémico que estamos obligados a hacer. La historia oficial, por ejemplo, se apoya constantemente en datos y conclusiones aportados por la antropología, que se emplean y se articulan por supuesto, en un marco ideológico establecido de acuerdo a los intereses. A partir de la diferencia, esto es, del reconocimiento del pluralismo étnico, se construye la imagen de México como una nación con rasgos propios, escogidos selectivamente para definir un perfil de unidad amalgamando ideológicamente las diferencias reales. El movimiento nacionalista en las artes, por ejemplo, recurre siempre los elementos que aporta la antropología, no sólo como documentación y materia prima, sino también como valores que han sido legitimados por lo anterior por la propia antropología. Aún contra su voluntad expresa, la actividad de los antropólogos los convierte en una instancia legitimadora de muchos aspectos esenciales de la ideología dominante.

La participación de antropólogos en el movimiento artístico nacionalista queda bien ejemplificada en casos como los de Julio de la Fuente (que fue grabador), Daniel F. Rubín de la Borbolla (además de antropólogo y director de la ENAH, museógrafo y promotor del arte popular) y, sobre todo, Miguel Covarrubias (etnólogo, arqueólogo, pintor, caricaturista, museógrafo, escenógrafo, impulsor de la danza moderna mexicana, coleccionista de arte por mencionar sólo los campos que frecuentó con mayor asiduidad). Al aproximarse a las actividades de estos antropólogos (y la lista de ejemplos podría crecer sin mucho esfuerzo), como queda la convicción de que sus intereses fuera de la antropología no estaban separados, de su quehacer antropológico; más bien formaban parte de un conjunto integrado de actividades orientadas ideológicamente en el mismo sentido (el nacionalismo de la revolución mexicana), en las cuales cabía legítimamente su actividad como antropólogos.

El nexo de la antropología social con la arqueología y la historia, aunque responde sin duda a una cierta tradición internacional que concibe a esas disciplinas como especialidades de una mayor, integradora, qué es la antropología, puede verse también, como en el caso de México, como una relación obligada que se deriva del papel ideológico que se le asigna a la antropología y que los antropólogos asumen. La creación de un pasado glorioso precolonial, del cual se hacen arrancar las raíces profundas del mexicano mestizo, ha sido el aporte ideológico de la arqueología; un aporte congruente y complementario con los que se demandaba de la etnología y la antropología social. Otra vez debe recordarse el ejemplo de Miguel Covarrubias y agregar el de Alfonso Caso, arqueólogo que fue el primer director del Instituto Nacional Indigenista. Si se analizara con detalle la producción de la antropología de los antropólogos mexicanos (lo que está fuera de los propósitos de estas notas) podría seguramente demostrarse que un alto porcentaje de ellos ha trabajado en indistinta o alternadamente en temas que corresponden formalmente a disciplinas antropológicas diferentes del campo profesional en el que se formaron inicialmente: ayer arqueólogos que hacen etnografía, antropólogos sociales que estudian problemas arqueológicos, tecnólogos dedicados a historia colonial y muchas otras combinaciones interdisciplinarias. Esta tendencia se estimuló durante varias décadas en la ENAH, través de cursos sobre las diversas ramas de la antropología que eran obligatorios para todos los estudiantes y, en algún momento, mediante el requisito de que al menos una de las prácticas de campo anuales se hiciera en una especialidad diferente de la elegida como caja carrera. También se vio favorecido por condiciones institucionales particularmente en el INAH, donde se está se estaba en relación permanente de trabajo con colegas de otras especialidades. Pero lo que aquí me interesa destacar es el hecho de que esa débil separación entre especialidades, vigente hasta fines de los sesenta, es perfectamente congruente con el papel ideológico que se le asigna a la antropología de Estado.

Sobre este último punto el ejemplo mejor lo brindan los museos de antropología, donde se busca ofrecer una imagen integrada de las distintas etapas históricas (y, de hecho, de las distintas historias) que confluyen finalmente en el México presente, ideológicamente caracterizado como la fusión de la mejor de nuestras tradiciones (nuestras tradiciones: igual la danza yaqui de El venado, que la indumentaria de las tehuanas o la manera de bailar de los sones jarochos). En este nivel, podría plantearse que una de las funciones que ha cumplido la antropología ha sido la de unificar ideológicamente el patrimonio cultural de los diversos pueblos que forman la sociedad mexicana y fusionarlo como patrimonio común de todos los mexicanos, para intentar disolver las contradicciones no resueltas del pluralismo étnico que existen en la realidad. Si a través del indigenismo la antropología se debía ocupar de hacer viable y acelerar la integración de los pueblos indios, en otro nivel ideológico debía amalgamar (integrar, también) las diferencias culturales y convertirlas en facetas múltiples de una cultura común. De ahí su convergencia y su estrecha relación con la pintura mural, la música, la danza y las demás expresiones del movimiento nacionalista que se prolonga hasta mediados de los cincuenta, porque también esas expresiones artísticas intentaban amalgamar los rasgos de diversas culturas en un solo “arte mexicano”, creación de un pueblo culturalmente unificado.

Incluso en años más recientes algunos planteamientos críticos que surgieron dentro de la antropología y que cuestionaron el proyecto del Estado (por ejemplo, la crítica al indigenismo integracionista y la propuesta alternativa de reconocer y apoyar el pluralismo étnico) fueron al poco tiempo adoptados por el discurso oficial, que pretendió así relegitimarse, apoyándose una vez más en la producción intelectual de los antropólogos aun cuando significara negar (al menos en el discurso) la orientación y el signo de la política indigenista que se había formulado como parte del programa revolucionario. Al tocar este es necesario reconocer que la ruptura del 68, que frecuentemente se asocia con la publicación de De eso que llaman antropología mexicana,7 no contenía una propuesta alternativa a lo que podemos llamar la antropología de Estado. No se cuestionaba la vinculación histórica del quehacer antropológico con las actividades gubernamentales, aunque sí se proponía un cambio de fondo en el proyecto que los antropólogos deberían defender impulsar dentro del Estado.

El desarrollo posterior a 1968 muestra cambios significativos. La antigua Sección de Antropología del Instituto de Investigaciones Históricas de la UNAM se transforma en Instituto de Investigaciones Antropológicas (sólo había un antecedente universitario: el Instituto Veracruzano de Antropología); se crea el Centro de Investigaciones Superiores del INAH (CISINAH, hoy CIESAS: Centro de Investigaciones y Estudios Superiores de Antropología Social) desde donde se impulsa, a iniciativa del INI y con el apoyo de la Dirección General de Educación Indígena, a partir de 1978, el Programa de Formación Profesional de Etnolingüístas.El INI adopta, durante la administración 1976-1982, las tesis del pluralismo cultural y la idea de un indigenismo participativo (con los indios y no para los indios) (al menos en el discurso oficial), que llevaría a la puesta en marcha de los primeros proyectos de etnodesarrollo (1983-1984), que se abandonaron posteriormente. La Dirección General de Arte Popular se transforma (a fines de 1976) en Dirección General de Culturas Populares, como con una orientación que parte de reconocer el valor y la vigencia de la cultura de los grupos subalternos; en 1981, en la misma línea, se organiza el Museo Nacional de Culturas Populares, con lo que se refuerza el espacio institucional para el trabajo antropológico en terrenos que van más allá del indigenismo. Debe añadirse el regimiento de otros espacios académicos: El Colegio de Michoacán, con un programa de Maestría en Antropología Social y el establecimiento de carreras de antropología en varias universidades de provincia (Puebla, Chiapas, Estado de México), además de la división de Estudios de Posgrado de la ENAH (maestrías) y la reorganización del doctorado en la UNAM. Estamos hablando exclusivamente de instituciones oficiales que se sostienen con presupuesto gubernamental. Los nuevos campos de interés y las orientaciones nuevas se gestan en ellos en ellas.

Incluso las corrientes contestarias más radicales se desarrollan en el seno de instituciones oficiales, no en espacios de la sociedad civil que tengan independencia económica ni administrativa frente al Estado. Las luchas de quienes rechazan las posiciones que califican de “oficialistas”, “reformistas” o “populistas” y pretenden contribuir a un cambio revolucionario, se llevan a cabo erráticamente en el contexto de instituciones oficiales. Este fenómeno requiere un análisis a fondo, para el cual aporto a continuación sólo algunos elementos.

C) Sobre el Estado mexicano

Si el devenir de la antropología mexicana y la mayor parte de sus características más significativas se derivan de la dependencia que guarda ante las actividades gubernamentales, es necesario reflexionar sobre los principales rasgos pertinentes del Estado mexicano y de los gobiernos que lo encarnan.

En primer lugar, debe reconocerse que se trata de un Estado fuerte (a diferencia de lo que ocurre en otros países de América Latina): un Estado que está presente en muchos ámbitos de la vida de la sociedad mexicana, que ocupa espacios que en otros países pertenecen a la sociedad civil (o a las empresas transnacionales, en su caso); una especie de Estado omnipresente, con el que uno se topa constantemente, sea cual sea la acción que pretenda llevar a cabo.8 Esa amplitud del campo de acción estatal genera un ambiente propicio al uso de las ciencias sociales (y concretamente, la antropología); porque incluye la acción gubernamental en terrenos donde la diversidad cultural está presente y es insoslayable. Algunos problemas de los que se ocupa la antropología resultan ser así “asuntos de Estado” y el concurso de los especialistas se vuelve indispensable.

En segundo término debe tenerse la estabilidad que ha logrado el sistema político mexicano (y aquí no hay juicio, sólo constatación): la trasferencia institucional del poder lleva ya 50 años ininterrumpidos y cada nuevo gobierno se proclama heredero de la misma gesta (la revolución mexicana) y su programa básico. Esa estabilidad ha hecho posible la continuidad de las instituciones donde se desarrolla la antropología; no sin conflictos internos ni sin cambio más o menos significativos en su orientación, pero sí como espacios temporalmente continuos en los que, por decirlo a la moda, se reproduce la antropología y se reproduce dentro de instituciones gubernamentales.

La tercera característica es que el Estado mexicano se expresa a través de un aparato gubernamental que no es monolítico. Esto significa que, hasta ahora, siempre ha habido la posibilidad de crear espacios institucionales que permitan incluso el desarrollo de una antropología de signo contrario a las orientaciones predominantes; los antropólogos que son más vociferantes críticos, ya no de la antropología sino del sistema político mexicano, viven de salarios gubernamentales. Esta situación aparentemente incongruente (que se explica en parte por la amplitud y la fuerza del Estado mexicano), ha hecho innecesario el surgimiento de centros de investigación independientes, como sí ha sucedido en otros países de América Latina. El Estado ha sido capaz de proporcionar el terreno de lucha y ha patrocinado a los contendientes, sin que la pugna rebase sus límites.

Vale la pena mencionar algún ejemplo. Escojo el Programa de Formación Profesional de Etnolingüistas, porque lo conozco directamente y porque ejemplifica bien todo tipo de resquicios que ha sudo posible abrir en el aparato gubernamental mexicano.

El programa, como señalé fue patrocinado conjuntamente por el Instituto Nacional Indigenista, la Dirección General de Educación Indígena y el CISINAH/CIESAS que tuvo a su cargo la responsabilidad académica. Participan como estudiantes exclusivamente jóvenes de origen indio que, además de reunir los requisitos escolares para ingresara cursos de nivel profesional, deben probar el manejo fluido de su lengua materna, el conocimiento de la cultura local y una vinculación real con su gente sus problemas. El plan de estudios9 difiere sustancialmente de los usuales en las carreras de antropología social o lingüística, porque hace uso del conocimiento previo de los alumnos sobre su cultura y su lengua, en un intento de articular una formación profesional efectivamente bicultural y bilingüe. Las materias teóricas, metodológicas e instrumentales de la tradición occidental se imparten entonces en un contexto que busca hacer posible que los estudiantes asimilen esos conocimientos desde su propia perspectiva cultural, con lo que se intenta evitar que el Programa se convierta en un “lavado de cerebro”. El objetivo, pues, es formar profesionales indios que manejen críticamente las herramientas de las ciencias sociales occidentales en beneficio de los proyectos históricos de sus propios pueblos. Se han titulado ya cerca de cien etnolingüistas en las dos promociones egresadas del Programa; el nivel de capacitación es desigual, pero no en mayor grado que en el común de las escuelas universitarias mexicana, ni con un promedio menos, a juzgar por las tesis escritas y por la opinión de los maestros. Su destino profesional es todavía incierto, pero el hecho es que se trata de una experiencia realizada por instituciones gubernamentales, que está abierta contradicción con el pensamiento integracionista dominante en el mundo oficial.

Para mostrar el otro lado de la medalla y completar la imagen del Estado mexicano en los que se relaciona con los vínculos que establece con la antropología, debe señalarse al menos una característica más, consecuente con las antes mencionadas.

Se trata de la alta capacidad gubernamental para apropiarse de discursos que tienen un origen independiente o contestario y de la capacidad concomitante para captar, por diversos mecanismos, a profesionistas e intelectuales que intentaban permanecer al margen de los compromisos oficiales. Un presidente de la república, durante su campaña electoral, dijo a un amplio grupo de científicos sociales invitados a una reunión de consulta popular: a los especialistas como ustedes. El Estado o les paga o les pega. Dada la independencia institucional de la antropología, lo común ha sido que a los antropólogos se les pague. Tal estrategia explica, en parte, la creación frecuente de instituciones o grupos de trabajo capaces de desarrollar, al menos durante un periodo sexenal, proyectos y programas de investigación y/o acción en los que se instrumentan ideas innovadoras, diferentes y aun contrarias a las líneas dominantes del quehacer gubernamental. Raras veces estos grupos tienen continuidad de un sexenio al siguiente; pero en el nuevo siempre habrá algún espacio alternativo dentro del amplio y variado aparato de la administración pública. En cuando al discurso, sólo se comprende la voracidad del sistema mexicano por incorporar nuevos términos, argumentos y propuestas si se toma en cuenta un fenómeno nacional que ameritaría una atención más sistemática de semiólogos, antropólogos, sociólogos sociales: la distancia del discurso oficial en relación con las acciones reales y las decisiones que se adoptan. La separación esquizofrénica del discurso y la práctica política parece ser parte sustancial del ejercicio del poder en México, una especie de acuerdo tácito para la puesta en práctica de un ritual incesante.

D) Los cambios y la continuidad

Es evidente que la antropología mexicana ha tenido cambios importantes a partir, digamos, de 1968. El número de antropólogos se ha multiplicado; las instituciones dedicadas a la investigación y la docencia de la antropología han crecido y se han diversificado; la temática de las investigaciones se ha ampliado enormemente y se han incorporado líneas teóricas y estilos de trabajo que cubren ya una amplia gama de orientaciones; la producción editorial especializada ha crecido también, aunque con frecuencia no logra superar los problemas de distribución y sigue sin proponerse llegar a un público más amplio. Hay más antropólogos en provincia, en instituciones que tienden a consolidarse aunque algunas parecen haber llegado a la esclerosis sin haber pasado por la madurez.

El gremialismo se ha generalizado. Una de sus variantes, el sindicalismo, ha caído en algunas instituciones en el error de querer someter la actividad académica a la lógica exclusiva de las demandas laborales y ha llegado a convertirse en un obstáculo para el avance cualitativo de la antropología. Este fenómeno expresa a su manera, por otra parte, un efecto negativo del permanente maridaje de la antropología con el Estado: el crecimiento de las instituciones sostenidas por el gobierno, en un periodo en el que se repliegan las banderas del nacionalismo oficial y, en consecuencia, se desvanece el papel que el Estado le había asignado a los antropólogos, conduce a un reacomodo de las relaciones entre ambos que no se ha resuelto de manera uniforme (o que no se ha resuelto, a secas) y produce una especie de vacío en el que los profesionales han renunciado a sus compromisos previos (porque el Estado
ha renunciado a su proyecto previo) y no han logrado proponer una alternativa para la nueva etapa del matrimonio: el desánimo, la inseguridad, el deterioro salarial, la ilusión de luchar contra el Estado pagados por éste, la ausencia casi total de espacios para la discusión académica sistemática, son ingredientes suficientes para condimentar un caldo de cultivo excelente para refugiarse en un gremialismo protector, solapador, verbalmente agresivo pero incapaz hasta ahora de ofrecer un proyecto académico y político (las dos vertientes, necesariamente) que defina las nuevas relaciones de los antropólogos con el Estado del que forma parte.

Crecimiento, es bien sabido, no es igual que desarrollo. Sin duda la antropología mexicana ha crecido, pero no se puede afirmar con la misma convicción que se ha desarrollado. Hablo en términos generales, sin que por ello ignore que en ciertos campos hay un avance indudable. Pero la realidad es que si se compara lo que se hace hoy en antropología social con lo que se hacía hace 30 años, resultará que tenemos mayor sofisticación, un campo de actividad más diversificado, una producción mayor en términos absolutos; pero pienso que hacemos una antropología con menor aliento, sin propósitos claros para el conjunto de nuestra disciplina, sin ubicación definida en el contexto de la sociedad mexicana actual y sin capacidad organizada para influir en la definición del nuevo proyecto nacional que deberá reemplazar al que evidentemente se quebró.

La antropología ha perdido importancia para el Estado y los antropólogos no hemos sido capaces de hacerla fuera del Estado ni hemos encontrado el camino para promover un nuevo programa dentro de él. Se persiste, simplemente, con el hastío de un matrimonio viejo que nunca renovó sus relaciones. El Estado va encontrando acomodo para su s antropólogos en parcelas fragmentadas y dispersas y tiende a reconocerles un papel cada vez más “técnico” que “político”. Y la antropología como disciplina pierde también importancia política y se convierte en un abanico de herramientas útiles para resolver pequeños problemas inmediatos. Nos empantanamos en discusiones internas que no trascienden los límites del gremio. Muchos intentan superar su inconformidad por una de dos vías: o se refugian en un academicismo que privilegia la sofisticación en detrimento del papel social del a antropología, o renuncian a las condiciones académicas mínimas del quehacer propiamente antropológico, se entregan a tareas políticas de cualquier signo y navegan con bandera de antropólogos comprometidos.

Tal vez las cosas sólo pueden ser así. Tal vez las transformaciones de la sociedad mexicana en las últimas cuatro décadas han impuesto estos cambios. Tal vez el propio crecimiento de la antropología social mexicana conduce necesariamente a la imposibilidad de un proyecto académico-político que sea común para la mayor parte de los antropólogos sociales (un proyecto amplio, anclado en la convicción de que, como conglomerado profesional, tenemos algo que hacer y decir en torno a la formulación de un nuevo proyecto de nación). Tal vez. Sin embargo, el maridaje con el Estado persiste, lleno de conflictos, insatisfacciones y frustraciones. O los antropólogos proponemos las nuevas bases de la relación conyugal (o el divorcio), o será el Estado quien lo haga. Más nos vale participar en esto con nuestra propia decisión.

 

1* Este artículo fue publicado por primera vez en: De Cerqueira Leirte, Zarur (Coord.) (1990), A Antropologia na America Latina, Instituto Panamericano de Geografía e Historia, pp. 85-99. Se ha conservado la escritura original del artículo.

Este texto fue escrito a partir de la intervención verbal que hice sobre la antropología social mexicana en el Seminario Latinoamericano de Antropología celebrado en la Universidad de Brasilia del 22 al 26 de junio de 1987. Incluye algunas ideas que no fueron expuestas en aquella ocasión.

2 Manuel Gamio: Forjando Patria, Porrúa (segunda edición), México, 1990, pág. 15.

3 Manuel Gamio: La población del Valle de Teotihuacán (edición facsimilar), INI, México, 1979, 5 vols., vol. 1, pág. X.

4 Paul Kirchhoff: “Las aportaciones de los etnólogos a la solución de los problemas que afectan a los grupos indígenas”. Ponencia presentada al Primer Congreso Indigenista Interamericano. 1940 (mimeo).

5 Daniel F. Rubín de la Borbolla y Ralph L. Beals: “The Tarascan Proyect: a comparative (corporative?) interprise of the National Polytechnic, the Bureau of Indian Affaires and the University of California”. Ponencia presentada al Primer Congreso Indigenista Interamericano, 1940 (mimeo).

6 Daniel F. Rubín de la Borbolla: “Las ciencias antropológicas frente a los problemas de los grupos indígenas”. Ponencia presentada al Primer Congreso Indigenista Interamericano, 1940 (mimeo).

7 A. Warman, M. Nolasco, G. Bonfil, M. Olivera y Valencia: De eso que llaman antropología mexicana. Nuestro tiempo, México, 1970.

8 Escribo en un momento en que las decisiones del gobierno mexicano, bajo la presión del Fondo Monetario Internacional, parecen encaminarse hacia un adelgazamiento significativo del aparato gubernamental, la privatización de ciertos sectores de actividad y un consecuente repliegue de la presencia del Estado en la sociedad. La caracterización del Estado mexicano como un Estado fuerte podría modificarse a corto plazo, pero vale hasta este momento.

9 “El Programa de Formación Profesional, de Etnología”, Noticias del CISINAH, vol. II, núm. 1, CISINAH, México, 1979.

ANTROPOLOGÍA AMERICANA | vol. 7 | núm. 13 (2022) | Artículos | pp. 225-239

ISSN (impresa): 2521-7607 | ISSN (en línea): 2521-7615

DOI: https://doi.org/10.35424/anam.v7i13.1172

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Danza de los negritos, Sierra Norte de Puebla, 1978.
Fotografía: Sergio López Alonso